5 de diciembre de 2014

Estamos solos


Ya decía Jorge Manrique que este mundo es el camino para el otro que es morada. Tenía claro que todo camino es metáfora de la vida, así que escribió en las Coplas por la Muerte de su Padre que partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos y llegamos al tiempo que fenecemos, así que cuando morimos descansamos. Como la vida es un viaje, todo camino que emprendemos nos enseña algunas cosas importantes y otras no tanto, pero sobre todo nos enseña a vivir esta vida que gastamos entre que nacemos y morimos.

Uno diría, sin pensar mucho, que nunca estamos solos. Que en el trayecto de nuestra vida vamos siempre acompañados por padres, hermanos, hijos, mujer, marido, parientes, amigos, colegas y hasta enemigos… amores y desamores. Estamos rodeados constantemente por personas, animales, cosas y también y sobre todo por entidades que son personas, pero jurídicas: la familia, la patria, el colegio, la universidad, la parroquia, el club, la empresa, el negocio, el supermercado, el banco, el gobierno... y por siglas: la ONU, la OMS, la OEA, la CIDH, SRI, SIP, SuperCom, ADEPA… Lo que quiero decir es que vamos muy acompañados por la vida y que todos esos acompañantes influyen en nosotros, pero estamos completamente solos en medio de esa compañía y de esa influencia. Se lo explico:

El mundo –y sobre todo las ciudades– están llenos de gente pero ninguno de los que nos rodea decide por nosotros, por mucho que nos quiera o nos odie, que nos influya para bien o para mal. Todas las decisiones que tomamos son exclusivas de cada uno y debemos responder por ellas, ante Dios y ante los hombres, al final de la vida y también a cada minuto.

Si usted no aprendió todavía esta lógica, le recomiendo que se vaya unos días a caminar. Ponga sus cosas en un morral y establezca un punto de partida y una meta. Puede ser por la playa o la montaña o haga el Camino de Santiago por el norte de España, que es donde le aseguro por experiencia propia que se aprende cabalmente que estamos solos. Unos días de marcha solitaria por la meseta castellana, por los valles leoneses o por las cuestas y barrancos de Galicia lo marcan para siempre. En el trayecto hay caminantes adelante y atrás y también a los costados: algunos te dan conversación y otros apenas te saludan. Antes de salir tus amigos te dan consejos y en el camino te lo desean bueno, pero el que sale y el que llega cada día es uno, con su humanidad, sus pensamientos y su mochila a cuestas. Nadie camina por otro: no hay testaferros, apoderados ni representantes que valgan.

Muchísimas veces dejamos que otros tomen decisiones por nosotros. Pasa en el mundo globalizado y mediatizado en el que pareciera que nos domina la inteligencia colectiva o el Hermano Mayor de Orwell que piensa por nosotros. Elegimos entre todos, pero también elegir los gobernantes y acertar o equivocarnos es responsabilidad de cada uno. Eso no es noticia ni novedad, pero permítame que le explique que dejar que otros tomen las decisiones por nosotros es una decisión tan personal como cualquiera, con todas las responsabilidades de los actos propios. A partir de la mayoría de edad y siempre que no estemos impedidos por alguna chifladura mayor, uno es dueño absoluto de su propio destino y no hay nadie en el mundo que lo pueda suplantar.

Decía que esto sirve para cada minuto de la vida y también para el instante sublime de rendir cuentas a Dios o a los hombres de nuestros actos. Los que creemos sabemos que un buen día nos encontraremos solos ante Dios, cuando no valdrá el es-que ni el creí-que. Pero tampoco valdrán ante quienes nos juzgan en este mundo. Podemos estar acompañados por multitudes, como en las escenas del Juicio Final descriptas en el Apocalipsis de San Juan, pero también estaremos más solos que nunca, cara a cara con las propias responsabilidades, ante esa multitud que nos rodeará volátil, dispuesta a aplaudir o abuchear como el público en un estadio de fútbol.

Téngalo en cuenta porque no sirve para nada eso de hacerse el distraído.

1 de diciembre de 2014

Walter

Caminaba a Santiago, ya veterano en etapas y acostumbrado a coincidir por unos minutos con gente que no iba a ver nunca más. Fue en los páramos de Castilla donde los pueblos suenan a Bocadillo de Tortilla que le puse un apodo fatal al peregrino solitario de unos 50 años que llevaba calzas hasta las pantorrillas, dos mochilas -una en la espalda y otra en la barriga-, trípode para sacar fotos y cargador solar para el celular. “Este no llega a ningún lado”, pensé haciéndome el canchero conmigo mismo.

Después coincidimos en el albergue de Bercianos del Real Camino, donde la hospitalera resultó una petisa venezolana con dos pilas de más. Entre los alemanes y los holandeses preferí la mesa de los italianos y entonces me enteré de que el personaje era de un pueblo cercano a Turín y que de tímido no tenía nada. Esa tarde compró varias botellas de vino en un almacén del pueblo y nos alegró la cena a todos. Decía que el italiano y el castellano eran el mismo idioma y lo confirmaba con cada palabra: pan-pane; melón-melone… “–¿Ma queso-formaggio?” lo desafié. “–È l'eccezione” me calmó.

Lo crucé de nuevo en Mansilla de las Mulas a la hora del almuerzo. Estaba sentado en una mesa, en plena calle, tomando cerveza con dos rubicundas peregrinas, una austríaca grandota y otra alemana chiquitita. Al llegar esa tarde al albergue de Puente Villarente pregunté por ellos: “–tomaron una habitación para los tres” me contestó la hospitalera.

Lo volví a encontrar en la plaza de la catedral de León. Tomaba café con la austríaca, a la que se le acababan las vacaciones y se volvía a su país. “–¿Y la alemana?” le pregunté. “–Dorme…” contestó con las dos manos juntas debajo de su oreja. Walter llegó antes que yo a Santiago de Compostela y allí lo encontré sentado en un antepecho de la plaza de la Inmaculada, con cara de misión cumplida.