9 de diciembre de 2015

Mi tía de Banfield

Los españoles hablan con frases hechas que funcionan como palabras. Dicen “eres de lo que no hay” en lugar de cualquier otro modo de decir que alguien se sale de lo normal; o “como comer con las manos” para decir sencillamente que algo gusta mucho. Una de esas es la de la tía de Alcalá, cuando alguien se inventa un pariente, porque el que tiene una tía en Alcalá “no tiene tía ni tiene na”.

Pero resulta que siempre tuve una tía en Alcalá, así que hace tiempo que, copiando el dicho español, inventé una tía en Banfield, la populosa ciudad del sur del Gran Buenos Aires con nombre ferroviario en inglés, como corresponde. Y mi tía de Banfield me viene genial para oponerme a los discursos autorreferenciales de mis contertulios ocasionales o habituales. La cosa es más o menos así y perdone si se siente reflejado en este espejo:

En la charla de amigos alguien dice que está leyendo El Quijote de la Mancha y enseguida uno interrumpe para decir que él también lo leyó y que tiene una edición en cuero de cabritilla que era de su abuelita que leía El Quijote cuando iba al baño. Otro cuenta que acaba de volver de Cuba y el pesado sale con que también estuvo en Cuba y que las playas y la ciudad y el malecón y los cigarros y Fidel Castro y la plaza de la Revolución… Estoy exagerando, claro… o quizá estoy quedándome corto.

Hace un tiempo escribía de las selfies como expresión bien cabal del narcisismo contemporáneo: somos capaces de sacarnos fotos de nosotros mismos delante de un accidentado en lugar de ayudarlo porque lo que importa es que nosotros estamos ahí. No dije entonces que las selfies son también el resultado de que todo está en internet y por tanto es inútil la foto de la Fontana di Trevi o de la torre Eiffel sin nosotros adelante: están mucho mejor en las imágenes de Google. Al final resulta que somos lo más grande que ha dado la humanidad y nadie se está dando cuenta.

Pero el descubrimiento de estos últimos tiempos sobre la autorreferencia es que los que hablan mucho hablan mucho de ellos mismos. Los que hablan todo el tiempo hablan todo el tiempo de ellos mismos. Y los que hablan poco hablan poco de ellos mismos. Por eso –estoy seguro– nos gusta más la gente que habla menos y nos aburre la gente que habla sin parar. Claro que hay grandes excepciones: dos o tres personas en todo el mundo aunque hablan mucho no hablan de ellos.

Bueno. Hace un tiempo que mi inexistente tía de Banfield me sirve para recordarlo: cada vez que alguien empieza con la cantaleta autorreferencial digo que tengo una tía en Banfield. Y siempre sale con que él también. Entonces me muero de risa.