16 de noviembre de 2011

Kirchner con crema

Un estúpido notero de la televisión española le preguntó una vez a un cuidador del cementerio de Madrid si no le daba miedo pasar las noches entre los muertos. Contestó que miedo deben tener los que andan entre los vivos, porque esos sí que son peligrosos. Allí, en el cementerio de la Almudena no hay nadie peligroso: es lo más pacífico del mundo.

Quizá sea esa la razón por la que a los argentinos nos gustan los muertos más que los vivos: entre ellos no corremos ningún peligro. O será la influencia gallega, o la del sur de Italia, la razón de que nos hayamos convertido en uno de los pueblos más necrófilos del mundo. Nuestro apego a los muertos es tanguero, de llorar los unos abrazados a los otros y no de emborracharnos en honor y a la salud ya perdida del muerto. Nos gustan los camposantos para ufanarnos de la bóveda familiar que vaciamos de muertos cada tanto mientras las llenamos de palmas de bronce y ángeles regordetes, de esos que también lloran con la cara humillada entre sus manos heladas. Vamos a los velorios y los entierros porque ahí miramos y somos mirados. Y nos encanta abrazar a los deudos de los fallecidos con cara entristecida y aire compungido. Nos gustan las coronas de flores y competir en el cotillón ceniciento de sus cartelas cuaresmales. Celebramos las muertes de nuestros próceres en lugar de su nacimiento y lloramos a los que se fueron con la infinita morriña del Finisterre. En Buenos Aires y en otras ciudades de la Argentina, los cementerios son lugares turísticos tan visitados como el Museo del Prado o la Torre Eiffel. El 11 de septiembre es el Día del Maestro porque ese día de 1888 murió Domingo Faustino Sarmiento. El feriado por el Libertador José de San Martín es el 17 de agosto porque murió ese día de 1850. El 20 de junio es el Día de la Bandera porque en esa fecha de 1820 murió su creador, Manuel Belgrano. Alguien me dice que esa es una costumbre cristiana ya que la Iglesia suele celebrar a sus santos el día de su muerte, al que llama dies natalis, porque conmemoran su nacimiento a la eternidad. Les contestaba que precisamente por ser un país de mayoría cristiana deberíamos celebrar la muerte de los santos y el nacimiento de los próceres, ya que lo que valió de nuestros próceres es el tiempo que vivieron en este mundo y no el que pasan en el cielo, que es el que nos vale de los santos.

Jorge Luis Borges, que sabía de la necrofilia argentina, pidió más de una vez a sus amigos que cuando muriera no lo convirtieran en calle. Y explicaba que después de muerto prefería seguir siendo el escritor Jorge Luis Borges y no la calle Borges. Estaba convencido de que con el tiempo, al preguntarle a la gente quién o qué era Borges, contestarían “una calle”. Al poco tiempo de la muerte del autor de El Aleph las autoridades de Buenos Aires le pusieron Borges a un tramo de la calle Serrano, en Palermo Viejo. Una lástima. Pregunte en cualquier reunión por el que le dio el nombre al revuelto Gramajo o por Rossini, el de la salsa de tomates... En la antigua Unión Soviética convirtieron a Lenín en estatua de tantas que levantaron con su nombre grabado en el pedestal de granito. Por eso todavía los rusos llaman lenín a cualquier estatua que se encuentran, aunque sea de Caperucita Roja.

En la Argentina necrófila estamos convirtiendo ahora a Kirchner en estatua, en calle, en escuela, en campeonato de fútbol y en campamento boy scout… Corren peligro las calles Riobamba, Pichincha y Ayacucho; Suipacha, Cochabamba, Talcahuano y todas las batallas que no pueden defenderse ni tienen descendientes. Pueblos, empresas, equipos de fútbol, barrios, bibliotecas, sitiales de las academias, cátedras… pueden ahora llamarse Kirchner. Sus seguidores, ahora en el poder, intentan imponer a su favor un relato que el mismo Kirchner rechazaría. Él merece las avenidas principales, las calles más largas, las plazas más grandes, los monumentos más altos, el obelisco de Buenos Aires, las cataratas del Iguazú, los glaciares del Calafate, el estrecho de Magallanes, la Pampa, la Patagonia, los Andes y el Aconcagua. El río Paraná, el Uruguay y el de la Plata. Las ciudades más bonitas, los aeropuertos más modernos, las terminales de ómnibus y las estaciones de ferrocarril. Kirchner puede desplazar a Sarmiento, a San Martín y a Belgrano, pero también a Perón, a Irigoyen y hasta a Martín Fierro y don Segundo Sombra…

Un día vamos a pedir Kirchner con Crema de postre en el restaurante Don Néstor, el de la esquina del Boulevard Presidente Kirchner con la calle Gobernador Kirchner, de la ciudad Néstor Kirchner, la capital de Kirchnerlandia… Pero nadie sabrá por qué se llaman así.