24 de marzo de 2020

El virus y la verdad


Dicen los que han estado en el frente de batalla de alguna de las guerras del siglo XX, que la mayor parte del tiempo se gasta en esperar. Las guerras son amansadoras en las que los contendientes se miden, se engañan, mandan globos de ensayo, reciben informes, descifran mensajes, dibujan mapas, prueban nuevos planes, desisten, simulan uno nuevo, especulan, dan la orden, la contraorden, vuelven a cero… hasta que al final atacan o son atacados, pero eso ocupa solo el tiempo, relativamente corto, que dura cada batalla. Después vuelta a empezar con la espera, la ansiedad y la incertidumbre.

Ya se sabe que la primera víctima de cualquier guerra es la verdad. Y también durante la peste que nos sorprendió en pleno 2020, es la verdad la que pierde en la retaguardia obligada que se llama en todo el mundo aislamiento social.

Mientras miramos lo que pasa en Europa y en otros países de nuestro continente, nos dicen que la batalla más cruenta está por llegar. Nadie sabe cuánto va a durar ni la cantidad de víctimas que tendrá. Tampoco tenemos ni idea todavía de las consecuencias que seguirán a la pandemia, pero mientras, nos damos ánimo con consignas también de retaguardia, parecidas a las de todas las guerras de la historia.

Dicen que los rumores de retaguardia son tan dañinos como la misma batalla, porque pueden causar tantas o más víctimas que las balas o las bombas. A veces los inyecta el enemigo y los propagan los inocentes, otras veces son los ignorantes y los ansiosos quienes los inventan y difunden. Lo mismo ocurre en plena pandemia del coronavirus. Resulta que los que no estamos en la trinchera nos podemos convertir en usinas creadoras, propagadoras o consumidoras de información de bajísima calidad. Y si esto era grave en las guerras del siglo pasado, imagínese ahora, cuando todos tenemos la posibilidad de lanzar al aire, como si fueran ciertos, los disparates más tremendos y también tenemos la capacidad de recibirlos sin ningún filtro. Por eso en las guerras hay censura, aunque suene horrible a nuestros democráticos oídos del siglo XXI.

A todos nos están llegando una inmensa cantidad de mensajes de todo tipo, a través de las redes sociales, del correo electrónico o de grupos de WhatsApp. Confieso que la gran mayoría son mensajes de ánimo, de solidaridad y hasta de entretenimiento en estos días de cuarentena cada vez más aburridos. Destaco los que apelan a la fe y a la oración y entre ellos uno de un gran periodista del Paraguay con quien tuve el privilegio de trabajar: Los líderes mundiales no saben qué hacer. La ciencia hasta ahora especula sobre la solución. La medicina solo recomienda no salir de la casa. Así las cosas, dejemos al creyente creer que Dios tiene poder para frenar al virus que da miedo al mundo ¡La fe es personal!

Después están los mensajes en modo retaguardia tonta. En lugar de informarse por fuentes confiables, consumen y reproducen videítos, consejos, datos y noticias falsas o dudosas, que desorientan o contradicen las indicaciones de las autoridades. Hay de todo, desde inhalaciones con vapor de eucalipto a ponerse barbijo para ir al baño.

Es el momento de hacerle caso únicamente a la autoridad sanitaria que está velando por nuestra salud. Para eso nos da indicaciones muy precisas, que estamos obligados a cumplir y que nos llegan a través de periodistas y medios confiables. Le aseguro que son tan profesionales y abnegados como los médicos y enfermeros que aplaudimos. Así que quédese en su casa, sea prudente y responsable y nútrase de la información en medios que nunca engañan.

15 de marzo de 2020

El fin de los besitos


La idea me da vueltas en la cabeza desde que la leí en un diario de Buenos Aires en la segunda semana de marzo de 2020. Quien lo dejó escrito se lo atribuye a Fernando Henrique Cardoso, pero lo mismo pudo haber dicho Winston Churchill, Madame Curie o Sun Tzu: “cuando esperamos lo inevitable, aparece lo inesperado”. Dicho de otro modo: nadie puede anticipar los grandes cambios de la historia, ni siquiera esos cambios que creemos que ocurrirán sin remedio, porque nadie puede anticipar lo inesperado.

Alguien, algún día, tratará de interpretar cómo influyó el Covid-19 en la historia del primer cuarto del siglo XXI. No sabemos nada y sería inútil aventurar consecuencias de algo que todavía no pasó. Dicen que empieza a amainar en China y que el epicentro está ahora en Europa, pero hay que creerle a los opacos sistemas de información chinos más que a los todavía bastante transparentes de Europa occidental.

Me inclino a pensar que este coronavirus no pasará de ser el causante de la gripe de este invierno y también pienso que estamos ante un caso de psicosis colectiva descomunal, que también habrá que estudiar y que puede provocar consecuencias tan planetarias como promete el mismísimo virus. Está claro que es mejor prevenir que curar, sobre todo cuando curar puede volverse imposible en el hipotético caso de que esta gripe se propague a una velocidad incontrolable. Por eso –y por las dudas– es imperioso que hagamos todo lo que manda la autoridad sanitaria y que no improvisemos por nuestra cuenta. Ante cualquier epidemia o pandemia, la salud de cada uno es parte esencial de la salud de todos.

Aquí es cuando se me ocurren unos cuantos razonamientos políticamente incorrectos, como que vivimos preocupados por la superpoblación del planeta, pero cuando el género humano se autorregula, decidimos evitarlo a como dé lugar… Paradojas de la historia.

Se lo digo ahora para que lo guarde recortado adentro de un libro hasta que pase el invierno: solo se irán los que se iban a ir de todos modos. Y como no sabemos quiénes son (o quiénes somos), mejor estar preparados, como siempre: dejar las cuentas claras, arreglar los asuntos pendientes y amigarse con Dios Nuestro Señor si se lo pide la fe.

Pero volvamos a la idea del primer párrafo: la de lo inesperado que termina cambiando el rumbo de lo inevitable, como en una novela de Stieg Larson, que nos convence del protagonismo de un personaje hasta que de repente lo mata en un accidente doméstico bastante tonto.

Dado que nos salvaremos casi todos o que se irán los que de todos modos se iban a ir, espero que esta gripe mundial provoque algo bueno y que nos contagie a todos, aunque sea de la solidaridad sin fronteras que se percibe en estos días. Pero es mucho más que eso lo que se puede esperar del coronavirus que se presentó de sin avisar primero en China y ahora nos tiene a todos en vilo.

Los países se transforman como nunca ante grandes tragedias. El mundo entero se dio vuelta como una media después de la Segunda Guerra Mundial. México cambió radicalmente después del gran terremoto de 1985. Europa no fue la misma después de la peste negra del siglo XIV. Buenos Aires rearmó su geografía con la fiebre amarilla de 1871.

Es imposible saber hoy qué consecuencias tendrán la pandemia y la psicosis mundial en la economía, en la política y en la historia argentina. Mientras las esperamos, sería genial que una de ellas sea el final de los besitos infantiles entre hombres maduros, un virus de la década menemista que es marca registrada de nuestra adolescencia colectiva.

4 de marzo de 2020

No se metan con la milanesa


¡Queremos cuerpo cierto! rogaba con vehemencia un viejo profesor andaluz cuando en los cócteles un mozo le ofrecía lo que él llamaba huevos con pomada. Cansado de menjunjes indescifrables, pedía con cierta gracia algo que se sepa qué es: una pata de pollo, una aceituna, un langostino… aunque sea un tomate, pero que por lo menos tenga nombre y apellido.

Me acordaba de los huevos con pomada cuando hace unos días me ofrecieron una milanesa de soja: un fraude solo superado por la empanada de pollo. No digo que sean ricas ni feas, digo que son una estafa ¿o no es una estafa morder una empanada, con forma de empanada, repulgue de empanada, olor de empanada calentita y que en lugar de la mezcla exacta de carne vacuna, cebolla, aceitunas, huevo, comino… mordés un cacho de pollo triturado? Empanadas son las de carne, las demás son pastelitos, decía un santiagueño amigo mío, que además era colega del diario El Liberal.

Banco a muerte a los vegetarianos, aunque asesinen plantas para comérselas. Y a los veganos, que descuartizan vegetales pero no toman leche para no robarle alimento a los terneros. Y también a los que no comen nada que tenga huevo para no abusar criminalmente de las pobres gallinas. A este ritmo llegaremos a cocinar guiso de basalto y tortilla de adoquín, hasta que alguien se dé cuenta de que hay microorganismos entre la mica y el feldespato y nos acuse de masacrar bacterias.

Digo que banco a muerte a vegetarianos y veganos, pero no entiendo su manía de intentar que sus alimentos se parezca a la carne. Si quieren ser veganos, sean veganos. Coman vegetales que parezcan lo que son. Aliméntense con hinojos y berenjenas, pero no los disfracen de bife de chorizo. Cuando lo hacen, están diciéndonos que eso de ser vegano es una pavada atómica: que lo rico de verdad es el salame y la morcilla y no los sucedáneos que necesitan para abastecerse de proteínas. Déjense de hinchar y acepten su condición elegida libremente o vuelvan al redil de los felices.

Disfrazan de milanesa un alcaucil y te quieren convencer de que no te vas a dar ni cuenta… no saben que las milanesas de verdad tienen la forma de los países del mapamundi (el otro día me comí a Canadá) y las de soja, en cambio, son todas igualitas. Pero lo malo no es la forma sino el gusto, porque si no sabía lo de los países (un secreto que acabo de divulgar) solo al morderla se dará cuenta de la estafa descomunal que significa engullir una milanesa vegetal.

Llámenla como quieran pero no se metan con la milanesa. Y no solo con la milanesa: trituran maní con almendras para que parezca molleja y te dejan sin los ingredientes elementales de la picada; falsifican el pastel de papas con lentejas y zanahorias y el chorizo campero con arroz y pan rallado… Haga la prueba: googlee cualquier plato de carne con el adjetivo vegano y va a ver que hay 800 recetas para cada uno; todos son oximorones imposibles: albóndigas verdes; hamburguesas de achicoria; pollo de zanahoria; empanada de verduras; champiñones con espuma tibia de lomo mentiroso…

Déjennos vivir tranquilos a los que pensamos que no hay nada como un vacío a la parrilla; los que cuando vamos a un restaurante pedimos un bife encebollado; los que nos deleitamos con un choripán cada vez que podemos; los que gracias al cielo caímos en una religión que no nos prohibe ningún animal, vegetal o mineral, sin importar que tengan pezuñas enteras o partidas o que anden descalzos. Son comestibles todos los que caminan por la tierra, los que nadan por el agua y los que vuelan por el aire…

Lo que no se entiende es la vergüenza de algunos veganos por asumir su condición sin complejos. Nadie les impide que sean veganos, pero por favor no joroben con la milanesa.

Tres estafas de carnaval

Estoy en contra del carnaval salido de madre, ese que empieza después de Navidad y termina antes de Semana Santa. Antes y después es un decir, porque salido de madre o en su cauce, el carnaval siempre ocurre entre Navidad y Semana Santa, dos fechas de origen cristiano, igual que el carnaval, que siempre cae el lunes y martes que preceden al Miércoles de Ceniza y que nació precisamente del desenfreno previo a los 40 días de penitencia con que los cristianos preparan la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

La historia cambió y hoy los que celebran el carnaval no pasan ni antes ni después cerca del ayuno o de la abstinencia de carne que le da nombre; tanto que el carnaval no debería tener ningún sentido para ellos, ya que es el aprovechamiento sin freno de los placeres de la vida antes de sumergirnos en la cuarentena de la penitencia, y si no hay penitencia tampoco debería haber carnaval. Pero hay, y cada vez más largo… Primera estafa.


La macana es que al alargarse se configura la segunda estafa: en lugar de cuatro días locos, que son súper saludables para cualquier cultura, sea cristiana, mahometana o budista, se volvió la fiesta interminable de los fines de semana de enero y febrero: tan interminable que hay que consolidar los corsos de pueblos vecinos para que tengan algo entidad las comparsas y un poco de masa crítica en el público, engrosado con los parientes de los murgueros.

Ya se sabe que las fiestas que se alargan se vuelven aburridas. Es lo que le pasó a nuestro carnaval, porque durante unos cuantos años de onda prejuiciosa, dejaron de ser feriados el lunes y martes de carnaval. Entonces el carnaval se salió de madre porque nadie sabía en qué lugar del calendario le tocaba cada año. Fue así que se desparramó entre Navidad y Semana Santa, en tantos fines de semana que terminaron destiñendo los disfraces, agotando a las comparsas y aburriendo a los concurrentes.

Los feriados de carnaval –que por suerte han vuelto a nuestro calendario hace unos años– marcan las fechas de los cuatro días locos que dura el carnaval cuando está en su cauce. Este año caen el sábado 22, domingo 23, lunes 24 y martes 25 de febrero. Son cuatro días, ni uno más ni uno menos, en los que se concentra el carnaval de verdad. Empieza el sábado y termina el martes, pero si quiere un poco más puede empezar el viernes 21 a la noche. Lo demás es fraude, estafa, que lo único que consigue es devaluar el carnaval, ya que no hay cuerpo que aguante ocho fines de semana de jolgorio y picos pardos. Sí aguantamos, en cambio, cuatro días locos, que además son locos de verdad y no un fraude flagrante al carnaval.

La tercera estafa son los corsódromos. Un invento mesopotámico, producto del complejo de inferioridad con el sambódromo de Río de Janeiro. Pero es una estafa tanto en Río de Janeiro como en Corrientes, Entre Ríos, Encarnación y en cuanto pueblo lo hayan instalado a precio de obra pública.

Si son cuatro días locos, el carnaval debe enloquecernos a todos. Quiero decir que encerrar al carnaval es lo contrario del espíritu carnavalesco. Se entiende que no hay más remedio si la idea es hinchar a todo el mundo con ocho semanas interminables de corsos, pero si son cuatro días locos, el carnaval debe celebrarse en las calles y plazas de las ciudades. Las comparsas desfilan por una linda avenida del centro de la ciudad enmarcada por edificios y tribunas y una calle de cada barrio se convierte en pista de baile con bombillas de colores y banderas de papel, como en la fiesta de la canción de Serrat.