26 de junio de 2022

Periodismo y poesía


El sábado 18 de junio el Papa Francisco mantuvo una reunión con las autoridades de la Sociedad de San Pablo que estaban reunidas en Roma y pidieron esa audiencia para recibir la bendición y los consejos del Santo Padre. La Sociedad de San Pablo, también llamados Paulinos, es una familia de instituciones eclesiásticas que tienen por fin difundir el cristianismo a través de los medios la comunicación social. Fue fundada en 1914 por el padre Santiago Alberione en Alba, Italia.

La reunión tuvo lugar en la renacentista Sala del Consistorio del Palacio Apostólico y, nada más comenzar, pasó algo que pocas veces pasa y que es siempre digno de mención. Cuando le trajeron el discurso, el Papa se lo devolvió y dijo en italiano a los presentes: aquí está el discurso que tengo que pronunciar... Pero, ¿por qué perder el tiempo diciendo esto cuando ustedes lo pueden leer después? Y empezó a improvisar un discurso que no tiene una palabra de más y que es a todas luces su pensamiento, sin los filtros del speechwriter.

Ahí Francisco dijo lo que piensa de los periodistas y de los medios de comunicación, tanto que esa charla improvisada debería ser el preámbulo de la constitución de cualquier escuela de periodismo, sea de inspiración cristiana o no cristiana y también anticristiana. Por suerte y gracias a Dios –y aunque no les guste a los feligreses de Maradona y de Messi– Jorge Bergoglio llegará a ser el argentino más influyente en la historia de la humanidad y no es de balde cada palabra que dice, aunque todavía no tengamos ni una pizca de la perspectiva histórica que habrá cuando estas cosas se valoren de verdad.

Según la traducción oficial de la Santa Sede, en uno de los párrafos que quería destacar Francisco dijo, entre otras cosas: lo primero que comunica un comunicador es a sí mismo, sin quererlo, quizá, pero es él mismo. Este habla de este tema, pero es importante cómo habla: claro, transparente; es él mismo que habla. Esto es originalidad. En este sentido, los comunicadores son poetas.

El periodismo es un arte y su verdad es la verdad de las artes. Lo decía hace unas semanas en este mismo espacio cuando El Territorio cumplía 97 años. Insistía entonces, como hace tiempo, que nuestra verdad es tan verdad como la de los científicos o de los jueces, y ahora agrego la verdad de las religiones. Decía el medievalista alemán-norteamericano Ernst Kantorowicz (1895-1963), que hay tres profesiones que visten toga para significar que solo rinden cuenta a Dios de las verdades que sostienen: los jueces, los universitarios y los sacerdotes.

Los periodistas no usamos toga y rendimos cuenta a los hombres y a sus leyes de lo que sostenemos, pero lo que sostenemos siempre tiene que respetar la realidad, los hechos; y en ese respeto consiste la verdad. Nuestro modo de buscar la verdad es asintótico, no llegamos nunca definitivamente a ella, pero tenemos obligación de acercarnos aunque eso suponga involucrarnos con lo que pasa, mojarnos con las lágrimas de los que sufren, mancharnos con la sangre de los heridos y también celebrar con los que festejan sus triunfos. Tampoco llega a la verdad absoluta nada que busque un ser humano, pero debe acercarse todo lo que pueda a la realidad si quiere decir la verdad más cabalmente. Eso es propio de la pintura, la música, la literatura, el teatro o la poesía... y también del periodismo. Y es la razón por la que las escuelas de periodismo deberían integrarse en las facultades de letras de las universidades a las que pertenezcan.

Como en cualquier arte, la obra se parece al artista como el hijo a sus padres: nada más certero ni más justo. Y también dice Francisco que el periodismo es una vocación, y por ser una vocación no es tanto un estudio o una carrera como un llamado a servir a la verdad.

19 de junio de 2022

Madre superiora y bella durmiente

Ya se sabe que el idioma es lo más democrático que hay. Lo hacemos los hablantes hablando y no hay autoridad que pueda imponerlo. Todos los intentos –que no han sido pocos– de imponer a la fuerza un modo de hablar, han fracasado. Podría decirse que cada vez que hablamos, votamos. Pero además de las pretensiones autoritarias de imponer vocablos o modos de expresarnos, también hay campañas para que hablemos como le gusta a un grupo, generalmente minoritario, que intenta volverse mayoritario a fuerza de hacernos hablar a todos como ellos quieren, porque atrás de algunos modos de decir hay toda una ideología. Los nacionalismos, por ejemplo, intentan que prevalezcan los dialectos o lenguas locales, mientras que los movimientos centralistas prefieren las lenguas francas. Cada vez más gente habla inglés o castellano, al mismo tiempo que se refuerzan lenguas minoritarias como el catalán, el euskera o los idioma nativos de nuestra América. Son dos fuerzas, una centrífuga y otra centrípeta, que se repelen pero también conviven.

Las dos expresiones del título vienen a confirmar lo difícil que será imponer el lenguaje inclusivo en nuestra cultura. A nadie le choca la madre superiora ni la bella durmiente, sin embargo no decimos superiora como adjetivo de ningún otro sustantivo femenino: no decimos instancia superiora ni cubierta superiora, mientras que la madre superiora cabe perfectamente en nuestro lenguaje cotidiano. Y nadie diría la bella durmienta, porque tampoco decimos atacanta, ni farsanta, ni dibujanta... pero sí decimos presidenta y también clienta, pero por razones bien distintas o por ninguna razón aparente.

Tanto como adjetivo o como sustantivo, la palabra presidenta no sigue la lógica de otros derivados de participios activos como estudiante, adolescente, paciente o ardiente. Presidenta no deriva de ninguna regla gramatical sino de la lógica de la madre superiora. Ocurre lo mismo con jueza, fiscala o concejala porque, igual que presidenta, son cargos que durante siglos fueron ocupados solo por varones y tienen –tenían– una connotación masculina. También, y hace mucho más tiempo, feminizamos alcalde en alcaldesa y príncipe en princesa. Pero no decimos criminala ni principala; y nuez es palabra claramente femenina, casi idéntica a juez, que ha quedado solo como masculina. Tampoco decimos tenienta ni sargenta y creo que no lo vamos a decir nunca. Ni decimos dentisto, artisto, paisajisto ni periodisto, pero sí decimos modisto, por la misma lógica de madre superiora pero al revés. Y para colmo, no hay nada más femenino que la mano.

Al final –o a la final, que también se puede decir– la pretensión de los inclusivistas se reduce a chiques y algún otro término que les molesta, que tiene el masculino en o y el femenino en a, y al uso poco económico de artículos y pronombres. La economía lingüística es el verdadero obstáculo para que se imponga y también la regla no escrita que hará fracasar cualquier intento de fabricar un idioma artificial.

Advierto que los que empiezan sus discursos en inclusivo con el consabido todos y todas cometen un error tras otro, todos muy poco inclusivos, cada vez que a continuación generalizan en compañeros, ciudadanos, trabajadores, argentinos, misioneros... y peor todavía cuando les clavan los artículos como las y los argentinos, las y los compañeros, las y los ciudadanos, las y los trabajadores, las y los misioneros... porque está diciendo las argentinos, las compañeros, las trabajadores, las misioneros... que es lo menos inclusivo y lo más machista que hay.

Le recuerdo que el castellano es el idioma más evolucionado por su capacidad de significar la abstracción de los conceptos universales, y que la distinción de los géneros muchas veces es una regresión a tiempos o a idiomas que todavía platean problemas para organizar el pensamiento. A eso el castellano lo superó hace ya más de cuatro siglos, en la época de Miguel de Cervantes y El Quijote de la Mancha. Los que hablan en inclusivo están borrando cuatro siglos de evolución del castellano, pero además ponen en evidencia su escasa cultura.

12 de junio de 2022

La lengua de los caballos


Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es quizá el más importante filósofo del lenguaje. Austríaco de nacimiento y británico por adopción, fue profesor en la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, donde murió y está enterrado. A raíz de la polémica sobre el lenguaje inclusivo en las escuelas de Buenos Aires, se me ocurrió preguntarle a Wittgenstein cómo es la relación entre inclusivismo y pensamiento. Ya no está entre nosotros, pero por suerte les podemos preguntar a sus obras, el Tractatus Logico-Philosophicus y cantidad de manuscritos sistematizados y publicados por sus discípulos después de su muerte.

La posibilidad humana de formar conceptos universales es esencial para el pensamiento: por eso podemos distinguir a los individuos de la especie (cuando vemos un perro sabemos que es un perro porque tenemos incorporado el universal perro). Para pensar necesitamos los conceptos universales ya que si no, cada cosa que vemos o experimentamos sería nueva y no podríamos ni razonar ni decir nada de nada. A los conceptos los expresamos con palabras y las palabras forman la lengua en la que pensamos y hablamos. A una lengua que no tiene palabras para expresar ciertos conceptos, le faltan herramientas para pensar, y a una persona con escaso vocabulario le faltan todavía más: está claro que no es lo mismo razonar con 10.000 conceptos que con 500. Esto explica la importancia de leer y también que haya lenguas más adecuadas para la filosofía, o la teología, o para las ciencias duras, la lógica o la matemática.


Carlos V –el rey y emperador políglota que vivió cuatro siglos antes que Wittgenstein– decía que hablaba en castellano con Dios, en italiano con las mujeres, en francés con los varones y en alemán con su caballo. Lo diga o no lo diga Carlos V, lo cierto es que el castellano evolucionó hacia los niveles más avanzados de abstracción de los conceptos universales y también es cierto que parece que quienes hablan lenguaje inclusivo pretenden que involucionemos hasta los relinchos de los caballos.

Para el inglés, el francés, el alemán o el italiano, las mujeres y los varones son conceptos distintos ya que usan diferentes palabras: brother and sister, frère et soeur, Bruder und Schwester, fratello e sorella. En castellano, en cambio, decimos hermano y hermana, porque es el mismo concepto con dos géneros distintos, que además están contenidos en el plural masculino: alcanza con decir hermanos para incluirlos a todos, porque el nivel de abstracción nos permite usar un solo término para el único concepto de ser hijos de los mismos padres, algo que no se puede decir en inglés, francés, alemán o italiano, y que paradójicamente también nos permite decir hermanes, cosa que es imposible en casi todos los otros idiomas que se hablan en el mundo.

La misma inclusión –la de verdad– en un solo concepto, y por tanto en una sola palabra, expresa la inferioridad de los varones respecto de las mujeres y no lo contrario, como parece suponer el hembrismo peleador. El femenino es exclusivo para las mujeres mientras que el masculino nos incluye a varones y mujeres porque así fue el orden que el Génesis relata de menor a mayor y termina con la mujer coronando toda la Creación. No importa ahora si creemos o no creemos o si el texto de la Biblia es una metáfora. Es lo que hay y es lo que configuró nuestra cultura en los últimos cinco mil años. Será por eso que todavía no se entiende la necesidad que tiene el feminismo combativo de devaluar a las mujeres para hacerlas iguales a los varones, cuando durante 50 siglos todos tuvimos la certeza de que son superiores.

Dicen Carlos V y Ludwig Wittgenstein que no es una buena idea rebajar el nivel de abstracción del castellano, que es lo que ocurre cada vez que alguien clava un todos y todas.

5 de junio de 2022

Periodistas de copetín

El Día del Periodista, que en la Argentina se celebra el 7 de junio, fue una idea del Primer Congreso de Periodistas que se celebró en Córdoba en 1938. Recuerda Lloyd Jorge Wickström que el 31 de mayo de 1942 se fundó el Círculo de Periodistas de Misiones en una reunión que tuvo lugar en la sede del diario La Tarde y que, como es costumbre entre los periodistas, terminó con un vermú en la confitería Tokio. Los reunidos aquel 31 de mayo decidieron, además, celebrar el Día del Periodista con una buena cena. Y al cumplirse un año de la fundación del Círculo, empezaron la celebración en la tardecita el 6 de junio de 1943 con un cóctel en la confitería La Palma y luego esperaron el 7 con una cena en el restaurante Cervantes de Posadas. Esos festejos están confirmando que eran buenos periodistas: es parte de nuestro código genético, pero no es la única.

Periodista es una persona que ve historias donde los demás no ven nada. Esa puede ser una descripción bastante cabal de un periodista, pero hay más. El periodismo es la pasión por la verdad urgente, esa que comparaba la semana pasada con el aire para respirar. Y por ser urgente explicaba que la verdad del periodismo es siempre una verdad cruda, en proceso, sin terminar. Quiero decir que la verdad de los periodistas es una obligación como la de los jueces o la de los científicos, pero tiene otro ritmo, otra cadencia... y puede que nunca lleguemos a la verdad total, definitiva, a la que tampoco llegan los jueces o los científicos, por lo menos en este mundo.

El modo de acercarse a la verdad de los periodistas es el de las artes y no el de las ciencias, aunque muchas veces se sirva de métodos científicos para alcanzarla y de su lenguaje para difundirla. ¿Y cómo se acerca a la verdad un artista? Por el camino indirecto de la metáfora, de la proporcionalidad y la analogía. ¿Quién dice la verdad más cabalmente? ¿Gabriel García Márquez o Louis Pasteur? ¿Pablo Picasso o Marie Curie? ¿Wolfgang Amadeus Mozart o Albert Einstein? Todos los grandes artistas dicen verdades que quedarían sin decir si ellos no las dijeran. Son verdades tan grandes, tan puras, tan relevantes... que tienen la fuerza de conformar más nuestra sociedad que miles de tesis científicas.

El periodismo tiene siempre el deber de buscar la verdad y de hacerla pública. Esas dos obligaciones –que también son pasiones– definen y describen nuestra profesión. Pero lo que la diferencia de otras profesiones que también buscan la verdad es que nosotros la buscamos para publicarla a los cuatro vientos. Esta condición es la que nos pone tantas veces del otro lado de los que tienen cosas que esconder o de los que prefieren que no se sepa lo que hacen. También la que nos convierte en desalmados, sobre todo a los que todavía trabajamos en medios que se imprimen en una tira de papel, porque no solo publicamos la verdad: la imprimimos para que quede allí para siempre. Creo que esa condición de la prensa gráfica no se perderá nunca y que aunque un día dejen de venderse periódicos, imprimiremos uno, lo rubricaremos como notarios de la actualidad y quedará guardado en un lugar seguro, como los protocolos de una escribanía.

No hay profesión más humana ni más cercana a los dramas de la gente, pero también es una profesión de Zeligs, porque los periodistas nos mimetizamos con nuestros interlocutores. Es una desgracia que pasemos más tiempo cerca del poder que con quienes necesitan que los amparemos de los abusos de los poderosos. Es que no somos inmunes a las mieles lícitas del poder; y tampoco a la corrupción, al dinero, a los privilegios y prebendas del poder mal entendido.

Un periodista que vende su pluma, primero vendió su alma... y ese día dejó de ser periodista.