24 de enero de 2017

El Dakar y nuestra adolescencia colectiva


Los participantes del Dakar son un variopinto colectivo de sacados que corren a todo lo que da en cuanto monstruo mecánico se nos ocurra. Solo en los tramos de enlace viajan por nuestras carreteras a una velocidad más o menos lógica. El resto del tiempo van como locos por nuestras selvas, sabanas, desiertos, salinas, valles, crestas, arroyos, cauces de ríos… y los hacen de goma. La inmensa mayoría de ellos son europeos que en sus países irían presos por destruir las bellezas naturales que son patrimonio de todos. Por eso el Dakar se corría en África… y ahora en Sudamérica cuando los africanos los sacaron carpiendo, hartos de que irrespeten sus culturas y su geografía.

Nosotros todavía estamos en la época en que los corredores y su circo son recibidos por presidentes y funcionarios y los ministerios de turismo ponen plata para que desvirguen nuestras bellezas naturales. Quizá alguien piense que a los turistas les gusta venir a ver huellas de camiones en el desierto… No, ni lo piensan: se ríen de nosotros.

El Dakar es una inmensa operación publicitaria europea a costa de nuestro maravilloso continente, pero sobre todo de nuestra adolescencia colectiva. A los argentinos, paraguayos o bolivianos nos apasionan los fierros, los motores, los autos de carrera, las carreras y los rallys y resulta que el Dakar les viene como anillo al dedo porque en lugar de echarlos a las patadas por hacernos pelota el continente vamos como borregos a verlos pasar, flameamos banderitas y saludamos como náufragos a los helicópteros que pasan levantando el polvo que tardó dos millones de años en juntarse. Piense solo en la resplandeciente blancura del salar de Uyuni en Bolivia, que lleva ya varios años enmugrecida por esta horda de afiebrados.

Los organizadores resaltan la participación del público con sus banderitas en todo el recorrido y ocultan los accidentes, sobre todo si involucran a espectadores. Para eso tienen la exclusiva absoluta de las imágenes: nadie más que ellos y solo ellos pueden filmar, sacar fotos y distribuirlas a los medios que pagan pilas de euros para cubrir esta versión real de Mad Max. Eso incluye la publicidad y los patrocinadores, todos para Europa. Detrás siempre aparece nuestra gente, mestiza americana, que los felicita y los aclama para que los espectadores de París o de Amsterdam compren sin remordimientos.

Somos figurantes de una inmensa campaña publicitaria que vende autos, camiones y camionetas; respuestos, cubiertas, energizantes, combustibles, lubricantes, camisetas, gorras, banderas y calcomanías… y además le vende vértigo a algunos corredores vernáculos que pagan sumas imposibles para entreverarse en el circo de los locos y matarse para conseguir su minuto de gloria.

Admito que abuso un poco de la exageración hiperbólica, pero no encuentro otro modo de expresar que el Dakar es precisamente una exageración europea que no resistiría ni un minuto en su propia geografía. Un violación francesa de nuestra tierra y también de nuestra ingenuidad.