20 de julio de 2017

Tres horas en el banco


Confieso que fui al banco y que me hubiera gustado asaltarlo. Pero no, fui de día y como cualquier cliente que tiene que hacer un trámite cotidiano. Lo singular de esta vez es que gasté casi tres horas encerrado para cobrar un cheque de morondanga en la sucursal del centro de la ciudad de Corrientes del Galicia (que ya no se llama Banco). No soy cliente de ese banco sino de otros, pero son todos bastante parecidos. El Galicia es un banco privado de los más grandes de la Argentina, pero a estas alturas me da lo mismo si es público o privado. Además estoy seguro de que hay muchísima gente que sufre todos los días y no de vez en cuando las incomodidades y pérdidas de tiempo que voy a relatar.

Llegué más o menos a las diez de la mañana y esta vez no se me ocurrió llevar una novela porque pensé que sería cosa de minutos. Primero tuve que hacer cola para sacar el número en una de esas pantallas que te cansan con sus preguntas: hay que poner el número de documento, la clave fiscal, la patente del auto y la vacuna antivariólica antes de rellenar las opciones que casi siempre son compatibles entre sí pero no te dejan ni preguntar.

Una vez que tuve mi numerito –el G108– impreso en un papel termonosecuanto subí una escalera hasta el primer piso… Bueno, me quedé en la mitad porque la sala estaba repleta de gente. Repleta, repleta, pero repleta. Todos los asientos estaban ocupados y el resto, otro tanto, estaban parados: seríamos unas 70 u 80 personas en total. Conseguí hacerme lugar y estiré el cuello para ver la pantalla y averiguar por qué número iban: G075. Faltaban 33 para mi letra, porque también había con la F, con la C y con la A. Solo recuerdo ahora que 45 minutos después de llegar, el número G estaba apenas en el 80: el pronóstico daba hasta las cinco de la tarde.

De tanto en tanto aparecía un nuevo número y la pantalla sonaba como un mensaje de wasap (ahora que lo pienso sería genial hacer un sorteo con número aleatorios y no por orden de llegada). Un guardia privado vestido de marrón y amarillo custodiaba para que no hiciéramos nada más que mirar la pantalla de los numeritos, donde también campaba en pantalla partida un comercial sobre el hotel Llao Llao y un campeonato de golf auspiciado por el banco para gente muuuuuy feliz. En cuanto uno de los clientes sacaba su telefonito, le gritaba: “–¡Celular!” para que lo vuelva a guardar. Después pude ver un cartel pegado a la pared que ofrecía bolsas selladas para los teléfonos: debe ser para no tentarse. Es curiosos que hoy en día no haya wifi en un lugar en el que tenemos que esperar horas. Dicen que es por seguridad, pero significa que para que no te roben el dinero, que va y viene, te roban tu tiempo que se va para siempre y es lo más caro que tenemos todos.

La sala era ciega, como son hoy todas las salas de espera de los bancos ya que también por seguridad no se puede ver lo que pasa en las cajas. Es decir que los pacientes miradores de numeritos no podemos saber si se están riendo de nosotros, están tomado mate o de vacaciones… o si el banco se está fregando en sus clientes porque no pone los empleados necesarios para atenderlos, como fue en este caso: solo había que mirar la pantalla para saber que tres de las ocho cajas no estaban activas.

A las 11.30 cerraron las puertas del banco. El horario es hasta más tarde pero cierran para que no entre más gente. La sala seguía abarrotada con clientes en la escalera hasta la planta baja. Para colmo los números G avanzaban más lerdos que los caballos de los malos en las películas de cowboys.

Después de unas dos horas pedí ir al baño. Imposible y también es por seguridad. Bueno, no hay baños para los clientes pero sí para los empleados. “–¿Cómo hago?” le pregunté al guardia: “–Tiene que salir, pero entonces ya no podrá entrar”. Sin wifi, sin baño, incomunicado y sin poder hacer otra cosa durante tres horas. Aquello era lo más parecido a un secuestro colectivo, o a una cárcel donde todo también es por seguridad. Lo curioso es que te meta preso la empresa que hace negocios con tu plata y que por eso te tendría que cuidar como un rey. Y más curiosa todavía es la paciencia de todos los que tenemos cuando naturalizamos el maltrato.

Un abogado vivo y tenaz haría estragos en el sistema bancario argentino.

7 de julio de 2017

Félix


Murió Félix el martes mensajeaba hace unos días un amigo común. Agradecí que no dijera que se fue de viaje porque no tengo esa sensibilidad para entenderlo: un viaje es un viaje y la muerte es la muerte. No nos veíamos en carne y hueso hace por lo menos un año, pero sí en Facebook y la última vez que Félix subió algo fue el pasado 3 de junio: un pensamiento más o menos trascendente que cosechó algunos comentarios, hasta que los comentarios se convirtieron en adioses agradecidos, que es como ahora se despide a los muertos. Tampoco entiendo por qué mandamos mensajes por redes sociales a los muertos, justo cuando ya no están en las redes sociales. Bueno, sí, entiendo que es un modo de hablar de uno mismo, que es lo que mejor sabemos hacer los seres humanos y haré yo ahora mismo.

Éramos adolescentes cuando a Félix lo operaron del corazón. Tal como lo entendí entonces, tenía un agujero de nacimiento entre dos compartimientos y eso le daba un trabajo suplementario al músculo, como para cansarse más de la cuenta. Sabíamos y sabía él que si no lo operaban se moría, así que un día la cosa se puso urgente y nos organizamos los amigos para dar la sangre que necesitaba para una operación a corazón abierto en la que le pondrían el parche en ese agujero. Fue en el sanatorio Güemes y me acuerdo que esa mañana fuimos cuatro juntos: los otros tres se desmayaron después de dar sangre en el hall súper transitado del sanatorio y yo no estaba para ayudar a nadie, así que me senté a esperar. Lo curioso es que la gente pasaba sin darle la más mínima importancia a tres adolescentes desparramados en el piso del hall de entrada del Güemes.

Un día de 1982 naufragamos en el delta del Paraná. Acababa de terminar la guerra de las Malvinas y el que nos rescató fue el almirante Anaya que navegaba en el yate del comandante de la Armada, seguido de cerca por uno de custodia de la Prefectura. En la cubierta de ese barco tuvimos una conversación algo áspera sobre la heroicidad y la valentía, mientras Félix me hacía gestos para que me callara. El almirante decía que después del hundimiento del crucero General Belgrano mandó guardar la flota y yo sostenía que estaría más orgullosa en el fondo del mar, después de haber peleado con coraje por la recuperación de las islas. Es un principio elemental de la estrategia no dar la pelea que no se puede ganar, pero una vez empezada hay que hacer todo lo posible por ganarla, o perderla con dignidad: esconderse es pura cobardía. Parecía una barbaridad, pero 35 años después de la guerra la flota sigue inutilizada y arrumbada en el mismo puerto al que Anaya la hizo volver para no perderla en la batalla.

Félix era un grande y también era bastante grandote. Además jugaba bien al golf, un poco encorvado por su estatura, pero le pegaba lejos y derecho. Vivía entre Dallas y la ciudad argentina de Mendoza y no paraba de inventar empresas de servicios informáticos. Un buen día se casó y un mal día se quedó viudo con tres hijos. No se volvió a casar porque no le dio el tiempo: su nuevo amor llegó casi junto con el cáncer asesino que le ganó la partida al corazón. Ella lo cuidó hasta el último día.

Hace un par de años decía Félix que cada día que pasa morimos un poco. Yo le contestaba que es al revés: cada nuevo día es un día de vida que hay que disfrutar y aprovechar al máximo, pero no logré convencerlo porque también tenía razón al decir que cada nuevo día nos acerca más a la muerte. Todo depende de cómo se lo mire, pero tengo claro que después de la muerte de su mujer, Félix pensaba sin tristezas y con bastante mística que cada día podía ser el último de su vida.

Ahora que lo pienso, creo que la diferencia está en que Félix creía que morir nos da la oportunidad de terminar lo que empezamos. Morir es completar la vida como quien termina un viaje. Cuando morimos no es que nos vamos sino que llegamos; no empieza sino que termina el viaje y lo que viene más allá es cuestión de fe y es vida definitiva, pero de viaje no tiene nada. La muerte es tan parte de la vida como nacer y un día tendremos que enfrentarnos con ese momento esencial como quien se encuentra con una amiga, con una extraña o con una enemiga. O con una hermana, como la llamaba Francisco de Asís. O con la novia, como canta la Legión Extranjera española.