10 de mayo de 2020

Los viejitos


Vengo a denunciar la desaparición de los viejos. En su lugar se instalaron los adultos mayores, a quienes de vez en cuando les dicen abuelos aunque no tengan nietos (sería como decirle yacaré al carpincho). Ya nadie llama viejos a los viejos ni ancianos a los ancianos, como si fuera un insulto hablar en castellano o decir la verdad. No tiene nada de malo llegar a viejo; es al revés: una señal clara de buena suerte. Los manuales de estilo de los diarios discuten desde cuándo una persona es anciana, pero quienes no discuten son los epidemiólogos, que han situado en el grupo de riesgo del nuevo coronavirus a todos los que tienen más de 65. A esa edad se pueden tener canas, ser jubilado y hasta bisabuelo, pero le aseguro que de anciano no tenemos un pelo.

El pasado 23 de abril la Organización Mundial de la Salud dio el dato con dramatismo: más del 50% de las 110 mil muertes por Covid 19 que sumaba Europa ese día, habían ocurrido en geriátricos. A su vez reclamaba a las autoridades sanitarias mayor atención para las residencias de ancianos y para los viejos en general, a quienes llamó los grandes olvidados. Muchísimos de los viejitos de la Europa civilizada y democrática, viven en geriátricos, residencias, hogares… o como quiera llamarlos (es que también desaparecieron los asilos). Salvo en el caso de algunas congregaciones religiosas o entidades de bien público, cuidar a los viejos es una industria, un negocio para sus dueños y una fuente laboral para sus empleados.

Los ancianos que no viven con sus familias viven en esos geriátricos privados, que son un negocio respetable, necesario y floreciente, dada la demanda: la verdadera responsable de lo que pasa. Los hay de todo tamaño, tipo y color. En esas casas los viejitos son atendidos por profesionales de la salud y personal de servicio; unos y otros los cuidan –vamos a suponer que siempre muy bien y con inmenso cariño– pero antes y después hacen sus vidas: van y vuelven a sus casas en transporte público, salen de compras, interactúan con otras personas y, sin darse cuenta, buscan el virus y lo llevan al geriátrico, donde está concentrada la población de más riesgo de esta pandemia.

Pasó en todos los países donde la autoridad sanitaria –con toda la razón del mundo– obligó a encerrarse a los ciudadanos para achatar la curva de los contagios, también en la Argentina y especialmente en los barrios más ricos de Buenos Aires. De un día para el otro y sin tiempo de reacción, se quedaron cada uno en su casa y cientos de miles de ancianos en los geriátricos; juntos, pero cada uno más solo que un náufrago.

La pandemia ha desnudado –entre otras cosas– el egoísmo atómico de occidente y los ancianos han sido las primeras víctimas. Lo tremendo es que es un vicio de los países con mejor nivel de vida y también donde se vive más tiempo aunque así no valga la pena vivir. Les damos besitos a los hijos, amigos, colegas y vecinos pero descartamos a nuestros viejos en asilos. Tenemos lugar para guardar bajo techo vehículos de todo tipo y una inmensa cantidad de cosas inútiles y no tenemos una cama y una mesa de luz para nuestros viejos. Convivimos con perros y gatos pero despreciamos a nuestros propios padres. Desechamos por comodidad uno de los tesoros más valiosos de la vida familiar que es la relación entre abuelos y nietos.

Ya sé que puede haber casos difíciles o que requieran atención especial, pero así y todo deberíamos pensarlo más de cuatro veces. Abandonar a un viejo es tan grave como abandonar a un niño y sin embargo los dejamos en geriátricos que anestesian nuestra conciencia. Algo habrá que cambiar en las leyes, en la justicia, en la política sanitaria y previsional, en la arquitectura de las casas y en el sentimentalismo idiota de quienes, con los hechos, aman más a sus mascotas que a sus ancianos.