27 de noviembre de 2022

Disparatón argentino

En las rutas argentinas se pueden ver miles de disparates. Hace tiempo que en esta columna critico los retenes inútiles de las fuerzas de seguridad, esos que matan el tiempo mirando el teléfono y también los retenes de las mismas fuerzas de seguridad que se divierten molestando a los viajeros. Además están los negocios espontáneos que invaden las banquinas y la profusa cartelería que los antecede, completamente prohibidos; algunos con instalaciones permanentes y otros son apenas tenderetes que deben dar buena carne a juzgar por la cantidad de camiones que paran y dificultan la vista y el tránsito...

Hay otros disparates que hacemos con los autos y que tampoco son pasibles de sanción alguna, aunque estén prohibidos por las leyes. Y si no lo hacen las leyes, déjenme por lo menos que me desahogue aquí de la indignación que me producen los necios que van con las luces de niebla prendidas cuando no hay niebla. Las de adelante solo muestran esa necedad, pero la trasera es pura imbecilidad, dada la luz intensa que encandila a los que vienen detrás. También están los que circulan con las balizas prendidas, quizá para decir acá estoy yo, que es lo mismo que hacemos con la bocina casi todos los argentinos, siempre autorreferenciales. No me diga que no es un disparate que se multe a los que llevan apagada la luz que debe ir prendida y no se multe a los que llevan prendida la luz que debe ir apagada.

Pero hay un disparate que supera todos. Es el más disparatado. El disparate superlativo.

Es tan disparate que seguramente ha producido muchos accidentes, pero no podemos saber cuántos, porque nadie lo controla. Tampoco hay estadísticas. Y es un dispare nacional porque los argentinos vamos a contracorriente del resto del mundo, pero también en contra de la Ley de Tránsito (Ley 24.449, artículo 42, inciso f), que deberíamos saber, pero nadie toma en el examen teórico ni práctico de la licencia de conducir. Tampoco hay autoridad que sancione por esta infracción. Nada.

El disparatón es la señal que indica la inconveniencia de pasar al que viene atrás (y por carácter transitivo la que avisa que se puede pasar), que los argentinos hacemos con el guiño de la derecha para desaconsejar el paso y con el de la izquierda para darlo.
No haría falta ninguna ley que lo establezca porque es lógica pura, pero igual lo hacemos al revés. El guiño a la izquierda significa inequívocamente que uno va a girar a la izquierda y el guiño a la derecha que uno va a girar a la derecha; a eso lo entendemos a pesar de nuestra adolescencia colectiva. Precisamente por eso es tan peligroso el guiño a la izquierda para dar paso, ya que es imposible saber si el de adelante puso el guiño a la izquierda para girar a la izquierda, para sobrepasar un vehículo, o para dar paso. En cambio, si la señal de dar paso es el guiño de la derecha, da lo mismo si es para girar a la derecha o para dar paso, ya que no se correrá ningún peligro de colisión en el caso de que efectivamente el que va adelante gire a la derecha.

Decía que es imposible saber la cantidad de accidentes que se producen porque alguien intentó sobrepasar al de adelante cuando vio el guiño de la izquierda y un segundo después se los tragó porque estaba anticipando, correctamente, el giro a la izquierda o el sobrepaso de otro vehículo.

También es imposible entender cómo un país entero comete semejante disparate sin que nadie diga nada; sin una campaña nacional para arreglarlo; sin que las fuerzas de seguridad se muevan ni un milímetro; sin que el sindicato de camioneros le dedique ni un segundo; sin que se active un pelo de toda la organización pública que debería asegurarse de las condiciones de conducción de los ciudadanos que sacan o renuevan su carnet.

20 de noviembre de 2022

Disparates argentinos

Viajé a Buenos Aires en avión por el mismo precio que el ómnibus premium: nunca sé si los vuelos son baratos o los ómnibus son caros... Cuando llegaba al aeropuerto de Posadas con mi valijita para iniciar el vieje, caigo en la cuenta de que había salido de mi casa sin nada de efectivo. Como por suerte tenía la Sube de Buenos Aires, sabía que podría viajar en colectivo y en tren sin necesidad de efectivo, por lo menos hasta que encontrara un cajero. Es lo que hice desde el Aeroparque Jorge Newbery, pero con tanta mala suerte que justo esos días los trenes no llegan a Retiro por una obra grande que están haciendo en las vías.

Encaré el Subte en Retiro con la idea de llegar hasta Cabildo y Congreso y tomar después el 60 del Alto hasta Martínez. Como buen pajuerano me puse a ver el mapa de la red de subterráneos para confirmar el lugar de la combinación. Volví a constatar otro de los disparates argentinos: el Subte de Buenos Aires tiene nombres distintos en estaciones superpuestas y el mismo nombre en distintas estaciones, cosa de complicarle la vida lo más posible a los inocentes pasajeros. De paso me enteré de que les están cambiando el nombre a algunas estaciones, así que se puede abrigar la esperanza de que le pongan Obelisco a las tres estaciones que están ahí abajo: Carlos Pellegrini (línea B), Diagonal Norte (línea C) y 9 de Julio (línea D). Lo curioso es que las líneas B y D tienen estaciones Callao y Pueyrredón donde se cruzan con esas avenidas de Buenos Aires, pero una lo hace por debajo de Corrientes y la otra por debajo de Santa Fe. No me diga que no es un disparate que las estaciones se llamen distinto si están en el mismo lugar y que se llamen igual si están en sitios diferentes.


Después del Subte vino el Metrobús. Ese gran invento de Curitiba que se ha extendido por toda nuestra América y que ya se ha instalado en casi todas las avenidas de Buenos Aires. Es un carril exclusivo para los colectivos, con estaciones bien precisas para subir y bajar. Las estaciones tienen techo y hasta wifi, además de buena información sobre las líneas que pasan por ellas. Pero aquí el disparate es que ese sistema de carriles exclusivos no es un invento de los curitibanos y existía en Buenos Aires hace 60 años: se llamaba tranvía y no consumía combustibles fósiles porque era eléctrico, y tampoco quemaba cubiertas contra el pavimento porque usaba vías y ruedas de acero. Ahora no me diga que no es un disparate que hayamos inventado algo que ya estaba inventado, pero que además era mucho más cuidadoso con el medio ambiente cuando a nadie le preocupaba el medio ambiente.

En Posadas tenemos también algunos disparates, como el reloj que da la hora exacta dos veces al día. Está en la plaza del Mástil, donde la avenida Uruguay se topa con la Mitre. Hace rato que en esta columna me ocupo de ese y de los otros relojes de la ciudad que no dan ninguna hora porque funcionan a destiempo, mientras que el del Mástil lleva parado como diez años. Así que ninguno de los relojes públicos de Posadas marcan la hora, pero sí marcan el desinterés de las autoridades municipales. Un reloj que no da la hora es la cosa más inútil que hay, tanto que si no los piensan arreglar sería mejor sacarlos; claro que también los pueden reparar y mantenerlos, que es lo que hace cualquier municipio del mundo con sus relojes públicos si tienen un poco de sensibilidad por su gente.

Aunque hay muchos otros disparates, menciono ahora el recurrente de los semáforos de Posadas. Insisto en esta columna hace años en que es un disparate poner los semáforos antes de atravesar la calle y no después, de modo que se puedan ver sin problemas y también que se puedan hacer efectivas las fotomultas, ya que es imposible probar que uno pasó en rojo una vez que ya pasó, pero además es un contrasentido poner la línea blanca de detención donde es imposible ver el semáforo. Un disparate que podría empezar a dejar de serlo si colocan en el lugar correcto los nuevos semáforos de la Travesía Urbana en la antigua Ruta 12.

13 de noviembre de 2022

Lo más democrático que hay

El domingo que viene empieza el espectáculo más universal y apasionante de algo tan inexplicable como el fútbol. El Mundial, que nos tendrá en vilo hasta el 18 de diciembre, esta vez se juega una península llena de petróleo del Golfo Pérsico, pero también Catar es un emirato absolutista con escasas libertades. Ya están allí trabajando los periodistas que lo transmiten para el resto del mundo y quizá nos cuenten algo de eso que no se ve. En la pantalla de la televisión parece que se divierten, pero le advierto es un trabajo extenuante, sin descanso, en un lugar extraño, comiendo cosas raras, con seis horas de diferencia y una competencia bestial.

Los periodistas hablan, leen y escriben en el idioma de sus audiencias. Aunque es una verdad tonta y evidente, la enuncio aquí para seguir con el razonamiento, porque para todo periodista es una obligación tener audiencia, y si no para qué van... por eso son ellos los primeros en estudiar, aprender y practicar el lenguaje de sus públicos.

Y el lenguaje es lo más democrático que hay: lo hacemos los hablantes hablando, votando en cada sílaba que pronunciamos, por eso es inútil intentar poner reglas a una lengua viva y por eso también las academias de la lengua nunca imponen modos de decir a nadie. Es al revés: recogen lo que hacemos los hablantes para que todos nos entendamos a pesar del paso del tiempo y de la amplia geografía del castellano.


Cuando los periodistas argentinos estaban haciendo las valijas o preparando los estudios centrales en sus respectivos medios, apareció un manual de Recomendaciones para la cobertura del Mundial de Fútbol Qatar 2022, elaborado por el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo junto con la Defensoría del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual. Sorprenden esos nombres tan largos y advierto que en el mismo título de las recomendaciones el INADI comete el error de escribir Catar en inglés: cualquiera que fue al colegio primario sabe que en castellano la Q va solo antes de UI o de UE.

Lo que pretende el INADI es que los periodistas hablemos como ellos quieren. Recomienda no usar el adjetivo negro por ser negativo, así que no hay negros en los equipos africanos sino jugadores de piel oscura y los negros de las otras selecciones son afrodescendientes aunque sean tamiles. Tampoco hay mercado negro sino circuito clandestino. No se debe decir indios a los originarios de las antiguas Indias, aunque todo el mundo sabe que los únicos originarios de América son los carpinchos o las llamas. No se debe comparar a nadie con ningún animal, así que se puede decir gorilas a los que piensan distinto pero no se puede calificar a nadie de burro, mono, toro, tigre, águila, cuervo, gallina, leona, hormiga, puma... Imagínese la transmisión de un partido de rugby entre Argentina y Nueva Zelanda en el que no se puede mencionar ni a Los Pumas ni a los All Blacks. Insiste también el INADI en que no se debe calificar a ninguna mujer como linda, ni se puede hacer referencia a nada femenino solo por ser femenino: en todo caso hay que tratarlas como si fueran varones.

Intentar regular un idioma es de un autoritarismo extremo, por eso no es una buena señal que se le pase por la cabeza a cualquier autoridad ponerle cortapisas a la lengua. El último que lo intentó en la Argentina fue el subcomisario Luis Patti, que en 2002 cuando era intendente de Escobar, prohibió los carteles en otros idiomas en todo el municipio. Antes, en 1994, cuando Jorge Asís era Secretario de Cultura del gobierno de Carlos Menem, mandó al Congreso un proyecto de Ley de Defensa del Idioma que pretendía castellanizar todas las expresiones que usamos en otras lenguas. Patti lo consiguió en Escobar, pero no terminó bien su carrera política. Asís tuvo que renunciar por esa estupidez fascistoide.

6 de noviembre de 2022

Retenes y vocación de servicio

Si tiene que viajar alguna vez con chicos en el auto, le recomiendo distraerlos contando soldaditos; hasta puede pedirles que distingan los uniformes de cada fuerza de seguridad y cuántos hay en cada retén. Es un juego, como otro cualquiera, pero muy entretenido y didáctico.


En un viaje reciente de Posadas a Buenos Aires, un amigo contó con sus hijos catorce retenes entre policías provinciales, Gendarmería y Policía Federal (esta vez no apareció ninguno de Prefectura). De esos catorce, cuatro los hicieron parar en la banquina para pedirles algún documento, preguntar a dónde iban o de dónde venían. Si hace el promedio entre los kilómetros recorridos y los retenes, da uno cada 71 kilómetros, y si cuenta unos cinco efectivos por cada retén, da la friolera de 70 uniformados por turno, por lo menos 210 por día, y sumando los francos rotativos nos ponemos fácil en los 400 agentes, cada uno con su sueldo, viáticos, móviles y cantidad de gastos de logística...

Probablemente esos retenes hayan servido en tiempos de pandemia para evitar el tránsito inútil, sospechoso de dispersar virus que podían enfermar y matar a otros ciudadanos. Ahora da la impresión de que esos nichos de poder, que se crearon con el covid, se mantienen solo porque son una ocasión para ejercerlo: es el mismo sello de la política rastrera, de la corrupción que busca el poder en todos los niveles solo para aprovecharlo en beneficio propio.

Cualquiera que haya viajado últimamente por cualquier país de la Unión Europea, por los Estados Unidos, o por Brasil, sin ir más lejos, comprueba que no hay un solo retén para vigilar nada: es el principio universal de inocencia aplicado en su más pura expresión, el mismo que debiera regir en nuestro país en lugar del de sospecha que solo sirve a los corruptos para sacar provecho de una situación de poder. En cualquier lugar en que se sigue una lógica sana, se sabe que a los delincuentes se los persigue con arpón, con trabajo de inteligencia y no esperando que caigan por casualidad, como quien pesca con anzuelo en la costa del río.

Para eso me viene al pelo lo que le pasó a Eduardo, un lector de El Territorio que vive en Córdoba. Cuenta que en la época de los gobiernos militares, cansados de tantos controles y ante la insistencia de los soldaditos que preguntaban de dónde venían y a dónde iban, su padre contestaba con el pueblo anterior o el siguiente. Ya grande, viajando de Córdoba a Posadas lo para un retén de Gendarmería en una de las rotondas cercanas a Resistencia y le preguntan a dónde va:

A Corrientes.
¿A qué lugar de Corrientes?
A la calle Tal, inventa impaciente.
Por acá está yendo a Formosa... le contesta el gendarme contundente.

El ejemplo es de lo más cabal que se me ocurre. Lo salvó a Eduardo, cansado del camino, de hacer unos cuantos kilómetros de más. Para eso sirven los retenes: para avisar a los viajeros que la ruta se pone peligrosa por el humo, o que hay que tener precaución por la niebla, o por un accidente más adelante, o porque hay ganado suelto. Para eso hay que dar buena formación y los agentes deben saber su oficio, pero sobre todo deben tener ganas de ayudar a los demás, que para eso están y no para ejercer el poder a su favor, buscando el modo de sacar provecho de esa situación. En mi pueblo y hace años eso se llamaba vocación de servicio.