14 de junio de 2020

Las preguntas del coronavirus


Supongamos que tengo un cáncer avanzado y que no me queda mucho tiempo en este mundo. Ante una recaída me internan en la terapia intensiva de un hospital de alta complejidad. Sin querer y sin saberlo, una enfermera me contagia de coronavirus, así que me instalan en una burbuja de plástico hasta que me muero solo como loco malo. Lo reportan como muerte por Covid-19 y por eso mismo no me hacen autopsia y nadie se acerca ni siquiera a mi entierro. A los tres días llaman a mi viuda para entregarle una cajita con mis cenizas, pero nadie está seguro de que sean las mías. ¿Morí de cáncer o de Covid-19?

En los geriátricos españoles murieron dos tercios del total de los 27.139 fallecidos hasta ayer. También hasta ayer los casos de infectados llegaban a 243.209, número que cabe de sobra dentro de las 372.985 plazas distribuidas en 5.417 geriátricos. Si las cuentas no me fallan, en lo que va de la pandemia y por causa del coronavirus, murió el 4,9% de los internos en residencias de ancianos españolas. Ese porcentaje es mayor pero parecido a los de Italia, Francia, Alemania, Suecia, Gran Bretaña, Bélgica y Holanda, países que sumaban hasta ayer 161.981 muertos por el nuevo coronavirus... y estamos contando solo a la mitad de Europa. ¿Cuántos ancianos mueren un año cualquiera en todos los geriátricos del Viejo Continente?

En la cuenta total de casos argentinos el Ministerio de Salud de la Nación suma los trece contagiados de las islas Malvinas. Está claro que las Malvinas son argentinas y también que son compatriotas de pleno derecho todos los malvinenses, aunque ellos no lo sepan ni lo quieran. Pero si ni siquiera están bajo la jurisdicción sanitaria argentina... ¿Qué necesidad hay de sumar a los de las Malvinas a la cifra total de contagiados del país? ¿Contaríamos a los malvinenses si los 3.400 habitantes de las islas estuvieran infectados?

Si hiciéramos el dichoso hisopado a la totalidad de la población de cualquier ciudad de la Argentina nos asombraríamos ante la cantidad de positivos. Es la razón elemental para cuidarnos, pero sobre todo para cuidar a los demás, especialmente a la población de más riesgo, que son los ancianos y los que tienen las defensas bajas por enfermedades crónicas. El barbijo ahora es obligatorio y sirve especialmente para no contagiar al prójimo; es porque que si estamos infectados podemos contagiar a los que están cerca cuando respiramos, hablamos, tosemos o estornudamos. Entonces... ¿Por qué hay gente que todavía no usa barbijo? ¿Por qué la mayoría de los que se lo ponen, lo usan por debajo de la nariz? ¿Y por qué casi nadie respeta a rajatabla la distancia social?

El 80% de los infectados no lo sabrá nunca. Para saberlo deben hacerse el test que cuesta entre 5.000 y 6.000 pesos que ninguna obra social cubre a quien no ha presentado síntomas de coronavirus. Esta semana que pasó y después de tres meses de declarada la pandemia, la Organización Mundial de la Salud ha declarado que los asintomáticos difícilmente contagien. Lo curioso es que tanto la cuarentena, como la distancia, el barbijo y otros cuidados molestos, se deben a que los asintomáticos contagiaban. ¿Para qué hicimos la cuarentena? ¿Para qué usamos barbijo? ¿Para qué pagamos hisopados? ¿Para qué sirve la OMS?

Fue Georges Clemenceau quien dijo que la guerra es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de los militares. Hoy diría que no hay que dejar las pandemias en manos de los médicos. Mucho más grave es dejarla en manos de los burócratas de la OMS.

Durante los tres meses desde que se declaró la pandemia hemos puesto un número a cada caso. También contamos los muertos, enfermos, contagiados, sospechosos, importados, autóctonos, comunitarios, asintomáticos, testeados, encuarentenados, recuperados... Además contabilizamos los kits, las camas, los respiradores y los días que pasamos en confinamiento... Pero los únicos números que valen de verdad son los del final de esta historia, que nadie sabe cuándo llegará.

7 de junio de 2020

Los afectos y la soledad


Me propuse contestar una pregunta en esta columna. Adelanto que tengo serias dudas de lograrlo, pero antes de eso debo aclarar dos cosas. Primero, que no lo hago como médico, ni como estadístico, ni como científico de ninguna ciencia; lo intento como periodista y con ánimo de honrar nuestro día, que hoy se celebra en la Argentina. Y segundo, que tampoco tengo ninguna intención de juzgar decisiones de las autoridades: es solo un ejercicio que ojalá nos ayude a pensar a todos.

Podría formularla de otros modos, para que se entienda mejor, pero esta es la pregunta básica que quiero responder:

¿Qué cura más: los afectos o la soledad?

Se entiende lo de los afectos, pero aunque la soledad tampoco necesita explicación, se trata ahora de la soledad del encierro de la cuarentena, que sufrimos por culpa el maldito coronavirus, que ya nos tiene la paciencia al límite de la resistencia.

La cuarentena obligatoria –ahora el aislamiento– nos ha encerrado a todos en nuestras casas con la consiguiente imposibilidad de vernos los padres con sus hijos y los hijos con sus padres, los abuelos con sus nietos, los novios, los hermanos, los tíos, los sobrinos, los amigos... A medida que el confinamiento se ha ido flexibilizando, hemos podido encontrarnos con socios, compañeros de trabajo, colegas, clientes... y también ahora con nuestros afectos más cercanos; pero para oírse o verse con quienes están lejos, seguimos pendientes del locutorio carcelario de Skype, Zoom, o lo que cada uno consiga usar para vencer la distancia.

El pasado 20 de marzo hemos quedado separados unos de otros, quizá solo por una pared, por una calle, por un límite interprovincial, por un puente clausurado, por un terraplén municipal, por las fuerzas de seguridad. Dependiendo de los lugares de la Argentina en que a cada uno le ha tocado la cuarentena y gracias a certificados, salvoconductos y apps oficiales, algunos han logrado superar las barreras. Pero en la mayoría de los casos ha sido imposible, entre otras razones porque es mejor no verse para no contagiarse, ya que a pesar de que estamos bien nos han dicho que podemos estar mal y complicarle la vida hasta la muerte a quienes más queremos, hasta el extremo de que si llegaran a morirse, tampoco podríamos estar con ellos...

Además hay familias a la que la cuarentena ha sorprendido con uno o varios de sus miembros lejos de casa. Ahí estaban y están todavía tratando de volver a sus hogares, cantidad de varados en cualquier lugar del mundo. Anteayer entraron por el puente Posadas-Encarnación 198 misioneros que estaban por cumplir tres meses de espera en Paraguay.

Ya dije que no se trata de juzgar ninguna decisión de la autoridad sanitaria: solo estoy aprovechando la ocasión del coronavirus para plantear la necesidad de pelearla acompañados y de darnos tiempo para juntarnos cuando aparezca la próxima pandemia.

No despreciemos la formidable vacuna de tener cerca a los que queremos: es bueno para el alma, pero también es una incalculable fortaleza para el sistema inmune.

Pregúntele a un futbolista si es lo mismo jugar con o sin hinchada; a un ciclista si es más fácil pedalear solo o acompañado; a un piloto si se anima a correr sin escudería; a un soldado si iría a la batalla separado de su pelotón... Pregúntele a un anciano que cuenta los días más caros de su vida sin ver a sus hijos, a sus nietos o bisnietos, si prefiere la soledad o los afectos; le va a contestar que es mejor morir por el virus antes que ahogarse de tristeza.