22 de febrero de 2016

El mosquito


Parece que hay unas 3.000 especies de mosquitos, casi todas inofensivas porque no pican ni muerden a nadie. Pero hay tres que hacen estragos: el Anopheles de la malaria o paludismo, el Culex y el Aedes aegypti que transmite la fiebre amarilla, el dengue, la chikungunya y el zika. Algunos de estos nombres vienen de los lugares donde se descubrió cada enfermedad, igual que el Aegypti del aedes, que se ve que salió de Egipto y llegó a todos los lugares del mundo donde hay un poco de agua y temperatura suficiente para criarse y andar jorobando a los humanos. Pero no todos los Anopheles ni los Aedes, sino solo las hembras, que son las que nos sacan la sangre que les sirve de fuente de proteínas para criar sus huevos.

No hay vacunas para estas enfermedades así que no queda otra que padecerlas estoicamente si nos toca el dengue o cualquiera de las pestes. Bueno, sí, la otra es atacar al mosquito que la transmite sin ninguna mala intención. Ya se sabe: muerto el perro se acabó la rabia.

El problema es que para matar miles de millones de mosquitos hay que fumigar mucho con un veneno que nos hace daño a todos: basta con leer las tremebundas instrucciones de cualquier repelente para saberlo. Lo que mata al mosquito o lo ahuyenta es lo mismo que mata o ahuyenta al elefante: si lo ataca con un flit de su escala, lo mata como si fuera un mosquito gigante.

Quizá por eso me sorprendió ver estas semanas en diarios de todo el mundo a unos eternautas fumigando calles, cementerios, colegios, mercados... Se visten con escafandra y monos herméticos para que no les afecte el veneno que disparan a congéneres que andan en calzones. Es cierto que esa gente está más tiempo expuesta al humo tóxico que mata mosquitos y cuanto ser vivo se entrometa en su camino, pero sería mejor avisar a la población que no se exponga a estas fumigaciones para que no sea peor el remedio que la enfermedad.

Y tal como van las cosas, la humanidad va a tener que exprimir su cerebro colectivo para descubrir el modo ecológico de terminar con las pestes. Algo que no sea tóxico ni dañino para ningún animal o vegetal. Para colmo resulta que si no hay mosquitos se interrumpen cantidad de procesos naturales, desde la polinización de muchas plantas hasta los platos favoritos del sapo cururú de la galería de mi casa.

Por suerte hay gente que está investigando qué hacer con los mosquitos para que ellos no nos maten a nosotros ni nosotros nos matemos matando a los mosquitos. Científicos de una empresa de biotecnología con sede en la Universidad de Oxford han logrado modificar genéticamente los machos Aedes aegypti. Les ha puesto un gen que evita que sus crías se desarrollen adecuadamente y muera prematura la segunda generación, antes de reproducirse y hacerse portadores de las pestes. Han logrado reducir drásticamente (más del 90%) la cantidad de mosquitos en las Islas Caimán y en algún lugar de Brasil donde lo han probado.

Quizá sea la solución, pero lo ideal sería reemplazarlos por esos otros mosquitos que son inofensivos y que cumplen todos los oficios deseables del Aedes aegypti.

12 de febrero de 2016

Dakar

Imagínese que los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro se llamen de Porto Alegre, que el Mundial de Fútbol de Rusia se llame de China o que el rally de Montecarlo se llame de Chivilcoy y que su emblema sea gaucho tomando mate... Bueno es lo que pasa con el Dakar, una competición con colores e insignias bereberes que recorre países del sur de Sudamérica en autos, buggies, pick-ups, camiones, motos, cuatriciclos a motor... precedidos y seguidos por un circo pintoresco de más camiones, pick-ups, helicópteros, aviones, food-trucks, móviles de exteriores, tráileres, motorhomes y millones de curiosos.


Nació como la carrera vale-todo que unía París con la capital de Senegal, cosiendo de norte a sur primero Francia y luego el Sahara. Por eso durante muchos años se llamó París-Dakar y resultaba una diversión muy europea, de pilotos y marcas de ese continente, pero más que nada franceses. El tramo europeo era especialmente marquetinero: los corredores paseaban en caravana por las rutas de Francia, España, Portugal, Italia, mostrando sus vehículos a los civilizados habitantes del viejo continente para luego lanzarse al frenesí en los desiertos africanos. Hasta que un día los tuaregs, los beduinos, los bereberes, los moros y hasta los chicos malos de Boko Haram se cansaron de ver pasar por sus pueblos apacibles el descontrol multicolor de intrusos europeos en sus artefactos escandalosos y empezaron a atacarlos. Fue cuando en lugar de afrontar el peligro o bajarse de la moto, el Dakar se mudó a los inocentes desiertos sudamericanos, pero no cambió de nombre ni de insignia.

Fue así como los primeros días de los últimos años parte de nuestra América se convirtió en un infierno. Infierno en las ciudades y en los campos, los montes y los desiertos que nadie tocaba, que empezaron a ser hollados por corredores sin vértigo y sin vergüenza, amenizados por espectadores suicidas, alentados por ministros de turismo y afines, por subsecretarios de medio ambiente y por las infaltables novias de parque cerrado. Todos quieren estar donde rugen los motores y disfrutar el segundo de gloria junto a los mismos corredores que cada año están... un año más viejos.

Pensaba que si quieren vértigo y desiertos, hoy no hay como los de Irak y Siria para escaparle a la muerte en una carrera sin freno. Como está mucho más cerca de las grandes audiencias, no tendrán que viajar tanto y podrán desfilar triunfales por las mismas rutas que caminan hambrientos cien mil migrantes. Hasta se me ocurrió que puede ser una buena idea vendérselo como promoción al Califato que llaman Estado Islámico y, esta vez sí, cambiarle el nombre por Rally Daesh y agregarle al emblema una Toyota Hilux artillada. Pero como puede que esta idea tarde en concretarse, se me ocurría también que por qué no se dejan de embromarnos y se van a llenar de arena sus monos antiflama a las dunas del Mar del Norte después de una partida simbólica desde adentro de la catedral de Amberes. Luego atropellan unos viñedos de Burdeos, se empantanan en las marismas del Ródano, se estrellan contra olivares de Jaén y hacen añicos algunos pueblos de la Toscana...

En fin, se friegan unos días entre ellos mismos, se riegan con tierra y barro para quedar bien embadurnados, que es lo que les gusta, y nos dejan vivir tranquilos en nuestra plácida América.