6 de mayo de 2011

Los déspotas y mi tía

Los déspotas me hacen reír con las cosas que inventan para callar a los que pueden proteger al pueblo de sus abusos. Y me dan risa porque me hacen acordar a mi finada tía Marité, que me hacía una gracia enternecedora.

Es que mi tía Marité, española y soltera toda su vida, veía mucha televisión y hacía unas gambas en gabardina fenomenales. La conocí ya grande y la veía solo cuando iba a su casa muy de vez en cuando, porque mi tía Marité vivía en Madrid y yo en Buenos Aires. Pero claro, cuando iba a España pasaba unos cuantos días en su casa, abusando de su hospitalidad y de la de mi otra tía Nieves, que trabajaba todo el santo día en unas oficinas del gobierno mientras Marité hacía las tareas de la casa y sobre todo cuidaba de mi abuelo hasta que murió. Después de fueron a vivir a Cádiz: del piso de la Avenida de Andalucía es de donde tengo los recuerdos más vivos.

Aunque estuviera sola, Marité hablaba sin parar, porque hablaba con la televisión. Si veía un teleteatro le avisaba a la chica que el novio la estaba engañando o le explicaba que así no se fríen las patatas. Como se ve, mi tía Marité vivía en un mundo mitad real mitad virtual y en ese mundo denunciaba a los malos y protegía a los buenos. Y yo debía estar del lado bueno porque nunca dejó de tratarme como un hijo en mis siempre cortas, para mi gusto, estancias en su casa.

Oía desde otra sala sus advertencias o interjecciones mechadas entre los diálogos de la televisión. Cuando llegaba la hora del telediario me presentaba en el cuarto de la tele para ver las noticias con mis dos tías. Entonces Marité se ponía malhablada. Insultaba a los gobernantes y les decía atrocidades a los periodistas. ¡Mentiroso! le gritaba muchas veces al presentador que decía algo a favor del gobierno (del gobierno que fuera, aclaro). Y cuando aparecía uno con fama de poco honesto, lo maldecía con insultos tenebrosos. ¡Puta! le reservaba a esas señoras que cambian de marido siempre por uno más rico que el anterior. A veces, indignada, se acercaba a la pantalla para gritarle cuatro verdades hasta al mismísimo rey de España.

No sé si mi pobre tía creía que esas personas podían oírla. Al fin y al cabo a todos nos pasa, sobre todo en el cine, que nos agachamos cuando la cámara se mete en un túnel o nos inclina la inercia de un auto que gira en una curva cerrada.

Pero resulta que ahora me acuerdo de mi tía Marité cada vez que oigo a los déspotas del pensamiento único de nuestra querida América mestiza. Despotrican contra los periodistas y los medios de comunicación porque para ellos eso es más realidad que lo que pasa en la calle. Les molesta lo que dicen los medios porque viven para los medios. No tienen más espejo que las pantallas de televisión ni otro retrato que el que sale en los periódicos. Su historia es la que escriben los periodistas y en las reuniones solo discuten qué dirán cuando se enfrenten con los micrófonos. Resulta que su mundo es mitad real mitad virtual, como el de mi tía. Y aclaro que estoy seguro de que, si mi tía hubiera tenido poder, hubiera estatizado la televisión y cerrado los periódicos que no le gustaban. Hubiera obligado a las revistas del corazón a decir lo que ella quería y hasta hubiera puesto a sus amigas a dirigirlas. Capaz que obligaba a los dueños a no tener otros negocios y mandaba a freír buñuelos a los periodistas que se presentaran sin combinar bien los colores de sus corbatas. Ya se ve que el despotismo no es privativo de algunos gobernantes.

La realidad no es mitad virtual y los medios no hacen más que reflejar las cosas que pasan como mejor pueden. Está probado, científicamente, que los medios no ganan ni pierden elecciones. Fracasaron todos los periodistas que alguna vez se creyeron que podían poner su industria al servicio de sus ambiciones políticas: terminaron como mi tía, hablando al aire. O como Segismundo en la torre de la Vida es Sueño; otro que no distinguía entre la realidad y las ensoñaciones. Están tan anacrónicos los revolucionarios parlanchines de micrófono y power point, que se ensañan con el viejo Gutenberg, muerto hace más de cinco siglos. Mientras, miles de millones conversan sus ideas por el sistema nervioso de la sociedad que hoy son las redes sociales y mañana quién sabe qué colador universal. Nunca le alcanzarán los dedos a los déspotas para tapar los agujeros por los que se cuela la verdad.