29 de abril de 2020

Dejemos trabajar a la historia

“Se podría aniquilar este coronavirus con una luz ultravioleta que metemos dentro del cuerpo, a través de la piel o de otra manera. También está el desinfectante, que noquea al virus en un minuto, podríamos inyectarlo como si fuera una limpieza general; y si se pudiera introducir en los pulmones, seguro que lo haría muy bien”, algo así dijo Donald Trump el viernes en su habitual briefing con la prensa en la Casa Blanca. Cuando los periodistas se le fueron al humo tuvo que aclarar que era un comentario sarcástico para jorobarlos.

Jajajajaajaja, que divertido, habrá escrito alguno en WhatsApp, pero lo cierto es que la compañía productora de Lysol (el desinfectante más popular en los Estados Unidos) tuvo que salir urgente a pedir a los usuarios que no se les ocurra tomarlo ni inyectárselo por ninguna vía.


Luc Montagnier es el descubridor del VIH, el virus del Sida. Le dieron el premio Nobel de Medicina en 2008 por abrir el camino a la cura de este durísimo flagelo. Bueno: el jueves 16, en el programa L’Heure des Pros del canal CNews de la televisión francesa, le preguntaron al profesor Montagnier unas cuantas cosas sobre el Covid 19. Y entre otras respondió que ve la cura del nuevo coronavirus en las ondas electromagnéticas. Montagnier no es ningún improvisado, pero también es de los antivacuna y de los que cree que el virus se escapó de un laboratorio chino.

Como estas dos, tengo una colección interminable de videitos con curas del Covid 19, todos grabados por médicos diplomados y con cara de sabios (lo que no entiendo es por qué se visten de médicos para grabar un video). Uno dice que esto se cura con inhalaciones de eucalipto. Un farmacéutico peruano asegura que solo hay que modificar el PH de la garganta haciendo gárgaras de sal cuatro veces al día durante siete días. Al principio de la cuarentena nos decían que ni se nos ocurra usar barbijos si no estábamos contagiados y te trabajaban la moral con que si comprabas uno se lo estabas sacando a un médico. Semanas después nos obligaron a todos a usar barbijos, pero les cambiaron el nombre para disimular. Hay un video que asegura que dos medidas de whisky al día te salvan del virus y te alegran la tardecita; parece lógico que si el alcohol deshace el virus de las manos también lo aniquile en la boca y faringe. Anteayer me aseguraron que la mayoría de los fumadores no se infectan; cosa rara porque los fumadores siempre tienen mayores complicaciones en cualquier enfermedad pulmonar, pero aproveché y me fumé un charuto.

Después están los amigos de la cloroquina –o hidroxicloroquina– , auspiciada por otro francés, medio hippie, que se llama Didier Raoult. La cloroquina es un derivado de la quinina, remedio habitual para paliar los efectos del paludismo. El problema de la cloroquina es que puede producir arritmias cardíacas, hipoglucemia y efectos neuropsiquiátricos como agitación, confusión, alucinaciones y paranoia. Además las sobredosis de cloroquina son altamente tóxicas, causan convulsiones, coma y paro cardíaco. Para colmo nadie está seguro todavía si sirven o no para el coronavirus.

Lo que está bien claro es que todavía no se sabe casi nada del coronavirus. Y si no sabemos nada, no improvisemos y hagamos caso a las autoridades sanitarias, que aunque sepan poco, son prudentes y no andan inventando tonterías.

Y ahora aplique la misma receta a la economía, también repleta de gurúes en todo el arco ideológico. Es tan inédita la situación en la historia de la humanidad que es inútil pensar la economía para el mundo poscoronavirus con estándares precoronavirus. Mejor dejemos trabajar a la historia.

22 de abril de 2020

Lo invisible y lo esencial

–Adiós –dijo el zorro–. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.
–Lo esencial es invisible para los ojos… repitió el principito para acordarse.
–Lo que hace más importante a tu rosa es el tiempo que has perdido con ella.
–Es el tiempo que he perdido en mi rosa... dijo el principito a fin de recordarlo.
–Los hombres han olvidado esta verdad –dijo el zorro– Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...
–Soy responsable de mi rosa... repitió el principito a fin de recordarlo.

Así se despide el zorro del principito, según una traducción al castellano de Le petit prince de Antoine de Saint-Exupéry.

Desde el principio de esta pandemia –a la que ya estamos acostumbrándonos– nos dijeron que estamos peleando contra un enemigo invisible. Y me apuro a aclarar que este coronavirus de invisible no tiene nada: solo hay que conseguir un buen microscopio para verlo en toda su dimensión, y resulta que de tan visible que es conocemos de memoria su forma esférica adornada de cuernitos, que más que una corona parece una mina submarina destinada a explotar en los pulmones.


Tampoco tiene nada de esencial el virus, pero resulta que nos está haciendo ver lo esencial de nuestras vidas. Y ahora sabemos que ni siquiera hace falta la luz de los ojos para saber qué es lo esencial y también aprendimos que muchas veces hemos puesto lo accidental como esencial en nuestras vidas. El fútbol es accidental; los viajes, el juego y los deportes son apenas un pasatiempo; la educación es esencial pero las clases y los colegios son accidentales; el dinero es papel mojado; planchar la ropa, mirar el reloj, dormir de un tirón, barrer las hojas del jardín, pagar impuestos, competir, enojarnos, los celos, la envidia… y ocho millones de cosas más son accidentales.

La cuarentena nos está enseñando algo que el ser humano sabía hace miles de años pero lo teníamos un poco olvidado. A pesar de lo que diga Andrés Calamaro, no podemos vivir sin amor, sin verdad, sin belleza, sin bien… que ya decía Aristóteles que son atributos esenciales del ser, y del ser humano, claro. Pero también son esenciales –porque somos animales y queremos seguir vivos– la salud, la alimentación, dormir, respetar nuestra naturaleza y convivir con la creación… eat and meet se dice en inglés para que rime: comer y conocernos. Ya veremos que entre las consecuencias de la pandemia vendrá una generación baby boomer, como la que siguió a la Segunda Guerra Mundial.

Acá estamos hoy, en pleno siglo XXI, enterándonos de que gastamos recursos desproporcionados en cosas inútiles. Todos nos sorprendimos al comparar lo que gana un jugador de fútbol que vemos un ratito en la tele con el sueldo de un médico o un enfermero que salvan vidas; lo que cuesta un respirador comparado con un viaje a Cancún; las cuentas de las deudas de los pobres comparadas con las sumas de las cajas de los avaros; la cobardía escandalosa de los egoístas contrapuesta a la heroicidad anónima de sus vecinos; el valor incalculable de cualquier vida humana; la injusticia colectiva con los viejos; la fortaleza inusitada de los niños; la necesidad urgente de cariño; la sorprendente ineficacia de la bronca; la hermandad soberana de todo lo creado; lo esencial y lo accidental de la religión…

Saint-Exupéry le explicaría todo en un segundo: lo esencial es invisible y lo que vale es lo que llevamos en el corazón.

Lagartija

Posadas, 22 de abril de 2020

14 de abril de 2020

El derecho a la esperanza


Las teorías conspirativas sirven a las mentes débiles para explicarse las cosas inexplicables. Para ellos siempre hay alguien que está planeando dominar el mundo, ganar muchísimo más, imponer una ideología o jorobar al resto de la humanidad porque sí nomás y de dañinos que son. Respeto a los que piensan estas cosas, pero insisto en la debilidad de sus argumentos. El retruque más fácil a los conspirativistas es comprobar que hay muchísimos hechos de la historia que no tienen explicación y que por eso mismo no hay ninguna necesidad de buscarla. Los grandes giros en el relato de la historia se los debemos a los cisnes negros, esos que nadie previó nunca, aunque con el diario del lunes algunos los expliquen como si toda la vida lo hubieran sabido y hasta ensayen explicaciones mentirosas del tipo “si me hubieran escuchado” o cosas por el estilo.

No los traigo a colación por su peso intelectual, sino porque advierto que estamos en plena efervescencia conspirativa que nos bombardea con mensajes tremendos. Son los mismos que anuncian todos los años el fin del mundo, descubren que la tierra es plana o sostienen que las vacunas envenenan. Estos tipos existieron en todas la eras de la humanidad y siempre pasaron sin pena ni gloria. Esperan que un día se cumpla lo que dicen para poder decir que ellos lo habían predicho. Creen que de tanto decirlo, alguna vez les tocará, aunque sea solo por una cuestión estadística. Pero no: la lotería no se gana por decir que se va a ganar; primero hay que comprar el billete y después tener una suerte de locos. Los que tenemos fe vemos estas catástrofes de otro modo. Esperanzado, por lo pronto. Sabemos que no hay mal que por bien no venga y que de grandes males Dios saca grandes bienes. De paso le cuento que sorprende la fe súbita de tantos agnósticos de hace solo dos meses. Pero es comprensible. La velocidad de la historia nos hace sentir el vértigo de Dios, como si viajáramos a toda velocidad en una Ferrari manejada por un chico de doce años.

Decía el Papa en Roma que estamos ganando un derecho fundamental que no nos será quitado: el derecho a la esperanza. Todos sabemos que la pandemia va a terminar –quiero decir que la humanidad terminará antes con el virus que el virus con la humanidad– y ese razonamiento parte de la experiencia, pero también de la esperanza. Lo curiosos es que creyentes y no creyentes esperamos mucho más de la humanidad y de su futuro en estos días complicados de nuestras vidas.

Dios escribe derecho aunque los renglones del cuaderno estén torcidos. El problema es que nosotros solo vemos los renglones con nuestros ojitos minúsculos y nos parece que Dios está distraído y hace macanas con la creación. Me decía hace unos días un amigo no muy creyente que si hay alguien creó todo esto, debe estar o arrepentido o atónito al ver lo que le salió. No me quedó otra que contestarle lo de los renglones torcidos: no podemos juzgar a Dios con categorías humanas.

Después de esta noche oscura de la pandemia, que tenemos la suerte –no sé si buena o mala– de presenciar como un hecho único de la historia, viene un mundo mucho mejor: es el resultado de comprobar todos juntos qué es lo que vale de verdad en nuestras vidas y que es una estupidez darle importancia a lo que no vale nada. Habrá algunas excepciones, propias de la libertad infinita del género humano, pero en general las catástrofes hacen aflorar lo mejor de todos, aunque sea por unos años, pero con eso nos alcanza y sobra a los que sobrevivamos.

4 de abril de 2020

La historia a gran velocidad


En 1949 se estrenó la película británica El tercer hombre, basada en una novela escrita para la película por Graham Greene, que también redactó el guion. Protagonizada por Joseph Cotten y el gran Orson Welles –ya le voy diciendo que actúa poco– y dirigida por Carol Reed. La historia transcurre en la Viena de posguerra, ocupada por los cuatro aliados vencedores (Austria estuvo ocupada hasta 1955 y Berlín hasta 1989). Un norteamericano, escritor de novelas baratas y bastante puado, busca en Viena a su amigo de la infancia que le ha ofrecido un buen trabajo; pero en cuanto llega se entera de que ha muerto atropellado por un camión y la trama se va oscureciendo hasta volverse bastante negra (es cine negro, al fin y al cabo). Lo que descubre Holly Martins (Joseph Cotten) es que el negocio de su amigo Harry Lime (Orson Welles) es criminal: vende a buen precio penicilina adulterada a hospitales de niños.

Tengo que revelarle una parte esencial de la trama: el accidente de Harry fue un invento para desaparecer. Termina reuniéndose con Holly, que para colmo y de tanto buscar a Harry, termina enamorado de su novia. En ese encuentro, cuando Holly le reprocha sus crímenes, Harry le describe un gran misterio de la historia de la humanidad: en Italia, en 30 años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz y ¿cuál fue el resultado? El reloj cucú.

Me acuerdo seguido de esa escena de El tercer hombre en estos días de cuarentena obligada. Hay una fuerza de ocupación –no sé si es el virus o la policía– que nos tienen encerrados en nuestras casas. No tenemos ni la menor idea de cómo terminará todo esto, porque el dilema está en la elección entre el aislamiento improductivo que nos lleva a la quiebra o producir y contagiarnos de la peste que nos puede liquidar. Dicen los que deciden que hay que asilarse en las casas todo el tiempo que sea necesario, porque primero tenemos que vivir y después ver cómo vivimos. Y responden los que dicen que hay que cortar la cuarentena, que por evitar la peste nos vamos a morir todos de hambre. Al final hay que coincidir con el Papa y rezarle al buen Dios para que nos saque de esta cuanto antes.

Lo que Graham Greene pone en boca de Harry Lime en El tercer hombre no es un panegírico de los horrores de los Borgia, sino una realidad que se cumple cada vez que algún acontecimiento de la historia exprime el talento dormido del género humano. En esos momentos el tiempo se acelera, empezamos a pensar a gran velocidad, y con el humo que sale de nuestras cabezas la humanidad avanza a toda velocidad.

Lo decía en estos días Yuval Noah Harari, el profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, autor de Homo Deus: breve historia del mañana y de otros títulos por el estilo. Harari es, hoy por hoy, el disertante más caro del mundo, pero igual le dejo gratis este párrafo, que no es ninguna novedad para los que ya vimos El tercer hombre: Muchas medidas de emergencia a corto plazo se convertirán en un elemento vital porque esa es la naturaleza de las emergencias. Los procesos históricos avanzan rápidamente. Las decisiones que en tiempos normales podrían llevar años de deliberación se aprueban en cuestión de horas. Se comienzan a usar tecnologías inmaduras e incluso peligrosas, porque los riesgos de no hacer nada son mayores. Países enteros sirven como conejillos de indias en experimentos sociales a gran escala. ¿Qué sucede cuando todos trabajan desde casa y se comunican solo a distancia? ¿Qué sucede cuando escuelas y universidades enteras funcionan online? En tiempos normales, los gobiernos, las empresas y las juntas educativas nunca aceptarían realizar tales experimentos. Pero estos no son tiempos normales.

Hay algo muy positivo en estos dilemas de la humanidad. Ya sabemos que nada va a ser igual y también que todo va a ser mucho mejor, pero es un razonamiento más basado en lo mal que estamos que en la lógica. También sabemos que los grandes líderes nacen en crisis como esta. Y quién le dice que no vendrá una época gloriosa, un Renacimiento como aquel del siglo XVI…