15 de abril de 2008

Escarabajos

La Gendarmería Nacional incautó 1.600 escarabajos en la localidad de San Pedro, provincia de Misiones. El operativo se realizó sobre la ruta nacional 14, a 240 kilómetros de la ciudad de Posadas, donde se detuvo a dos chilenos, presuntos integrantes de una red de traficantes de animales. Los acusados recorrían pueblos y parajes selváticos en busca de ejemplares demandados por coleccionistas privados radicados en el exterior. Las autoridades allanaron la vivienda de los chilenos, quienes integrarían una ONG ambientalista. Mauricio Olivera, un vecino de la zona, declaró: “Todos sabíamos que esta gente pagaba hasta 150 pesos por cada cascarudo vivo”. En la provincia de Misiones está prohibida la caza de animales nativos, incluida una amplia variedad de insectos que habitan en el monte. Los escarabajos secuestrados tendrían un valor de 100.000 dólares. Palabras más, palabras menos, la noticia apareció en los periódicos de Buenos Aires; lo que no cuenta es que los escarabajos incautados eran grandes como palomas.

Soy genocida de insectos en las carreteras misioneras. Lo cometí con mi auto japonés que queda perdido de bichos estrolados en toda la carrocería. También gorriones y hasta ranas, que un verdugo remata en el lavadero con su mortífero chorro a presión. Entre la lluvia de meteoritos que atravieso de noche en la ruta me espanta algún naranjazo que se revientan contra el parabrisas: son escarabajos como los incautados por la gendarmería. También hay langostas como cigarros Montecristo número dos. He estrellado contra mi coche millones de dólares.

Además de escarabajos de oro como el de Poe, me he encontrado con insectos de porcelana china, de lapislázuli y también esmeraldas de seis patas. Los sanjorges son rubíes de fuego y carbón dispuestos a terminar con todas las arañas. Y hay dijes más baratos, como las vaquitas de San Antonio, siempre querendonas: alguien ya inventó el ámbar sintético que las petrifica para pendientes y chupetines. Los aguaciles parecen sikorskis y las luciérnagas robinsons que patrullan la noche. Los mamboretás son origamis de papel glacé que entienden castellano.

Cuando se ponen molestos, los bichos me recuerdan a mi abuelo el general. Creo que era teniente durante la guerra de África -por los años 1920 - cuando apagaban la luz para no ver los insectos que caían en el rancho: vivió hasta los 94 con unas cuantas batallas en el medio. Tampoco al Bautista le cayeron mal las langostas del desierto. Algunos insectos se comen con placer en señalados sitios de América. Hormigas culonas, chapulines y gorgojos son nutritivos y hasta curan enfermedades. Ya ordeñamos a las abejas para alimentarnos con su miel y explotamos a los niños de las mariposas para vestirnos con su seda. Comeremos ensalada de pirpintos y budín de larvas de termita. Algún día cultivar hormigas será como sembrar chauchas.

Si nos rocían un frasco entero de insecticida caemos como moscas: nos salva la proporción, pero un poco morimos cada vez que inhalamos pesticidas y repelentes. Las autoridades persiguen a dos chilenos por comprar escarabajos (o porque los incautos no aceitaron el negocio con algún gendarme), mientras protegen a los que los matan con la guerra química que deja tullidos a la mitad de los colonos que cultivan tabaco. Todo para evitar que langostas y pulgones se almuercen las hojas que otros se fuman sin ningún remordimiento.

2 de abril de 2008

La lluvia

La provincia de Corrientes está bañada por esteros interminables. La tierra firme es una sabana de palmeras, espinillos y pequeños bosques de monte nativo que llaman islas, isletas o capones. Cuando no hay sabana ni monte, el paisaje se vuelve una llanura de agua hasta el horizonte. Engañan los camalotes y juncales. Los embalsados son islas flotantes, tierra que viaja, con pasajeros inocentes como carpinchos y venados. Hay quienes vieron pasar ranchos con su dueño. En la Villa Adelaida el agua tiene gusto a hierro oxidado, la tierra es arena colorada y en verano hace un calor dulce y espeso: huele a dátiles, a zapallo y a choclo, como una lejana carbonada. En cuanto llegábamos a la estancia, la cocinera se ponía a hacer dulce de leche para todos; para eso instaba a su hija afuera de la cocina, al aire libre, en un fogón improvisado en el piso. Allí revolvía durante horas la olla donde se cocía la leche con azúcar. La minoría es la casa de los peones y la mayoría la del patrón. En las estancias correntinas la cocina es un edificio aparte, como un polvorín. El charque se ahúma en el techo al resguardo de las moscas.

Los chicos de la casa odiábamos la siesta porque nos obligaban a dormir. Ahora pienso que era una artimaña de los mayores para no preocuparse por nuestras diabluras mientras ellos roncaban a pata suelta. Todos los días inventábamos una fórmula para burlar la estricta custodia de María Luisa, la tía viuda por cuyo cuarto debíamos pasar para escapar a la libertad. A esas horas el calor pesaba como un muerto. Nos metíamos en los secaderos de tabaco y armábamos unos cigarros descomunales enrollando las hojas: la sensación de libertad se multiplicaba a cada pitada que dábamos con los ojos medio cerrados por el humo. Todavía me zumba en los oídos la conversación de las chicharras en la siesta correntina: cuando se callan oigo el murmullo intermitente de las palomas.

A la tardecita, cuando el sol aplacaba su castigo, nos íbamos a la laguna. Antes de meternos en el agua debíamos espantar las palometas. Removíamos el agua a pedradas desde la costa y de paso ahuyentábamos también algún yacaré que se movía perezoso hacia otro lugar donde pasar la noche. El agua estaba rica y el vértigo de ser mordidos ni nos preocupaba mientras estuviéramos en movimiento o en la balsa que no terminábamos de componer: las palometas son pirañas solitarias que muerden bravo a los animales. El resto del día lo pasábamos arriba del caballo, casi siempre acompañando a los peones en su trabajo: arrear ganado, cortar y acarrear dátiles para los chanchos, buscar sandías, pesar balas de tabaco... Un día arreamos de vuelta a casa a los gansos que habían escapado al otro lado de la laguna. Los sapos cururú son compañeros solemnes en todas las galerías correntinas y a la noche se atolondran debajo de las lamparitas a zamparse miles de insectos idiotizados por la luz.

Ese verano hubo seca. El calor apretaba y bajaba el nivel de las lagunas. Cuando la situación se volvió crítica, María Luisa nos convocó a todos a rezar el rosario para pedir agua al Cielo. Nos sentamos en círculo a la sombra de un chivato: vinieron también los hijos de los peones y del servicio de la mayoría. En el cuarto misterio cayeron las primeras lágrimas pesadas en la arena picada de verdolagas. Subía el olor narcótico de la lluvia cuando nos refugiamos en la galería del diluvio que organizamos con avemarías. Entonces María Luisa empezó el quinto misterio.