30 de mayo de 2021

Aragonés


Un amigo aragonés me propone un juego a partir de algo que acaba de ocurrir en Cataluña. Adelanto que no tiene nada que ver con Messi, ni con el Barça, ni con el fútbol y sí tiene con la lingüística y la política, y quizás con la influencia del lenguaje en el poder.

Resulta que el lunes pasado asumió el nuevo Presidente de Cataluña, que ellos llaman President de la Generalitat, pero el dilema no está en el nombre del cargo sino en el apellido del nuevo presidente: Pedro Aragonés (Pere Aragonès en catalán). Para darse una idea, es como si el gobernador de Misiones se llamara Pedro Correntino. Y pasó lo que tenía que pasar: los aragoneses están encantados porque por fin y después de muchos años, un aragonés vuelve a mandar en Cataluña. Basta con recordar que durante unos cuantos siglos Cataluña fue un dominio del reino de Aragón. Pero el temita del apellido se potencia con el llamado procés catalá, el proceso soberanista de Cataluña, que desde 2012 pretende la independencia de esa región del resto de España en una república independiente dentro de la Unión Europea.

El gentilicio es uno de los orígenes más comunes de los apellidos en castellano y en todos los idiomas europeos. Es fácil de suponer por qué: cuando se formaron los apellidos, en el fin de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, el origen era número puesto. Por eso los gentilicios indican siempre que la persona que lo lleva como apellido no es de ese lugar, ya que nadie llamaría misionero o argentino a una persona que vive en Misiones o en la Argentina, porque allí todos son misioneros o argentinos. Es así que los apellidos gentilicios indican que los que los llevan, alguna vez vinieron de esas regiones, pero cuando les pusieron el apellido ya se habían ido de su lugar de origen. Hoy los apellidos Navarro, Catalán, Gallego, Aragonés, Español, Alemán, Napolitano, Toscano... suelen provenir de migrantes que, cuando se formaban los apellidos, aparecían con esa distinción. Todavía pasa con los sobrenombres: cuando no sabemos el nombre de una persona tendemos a llamarlos con algo que lo distinga, y la nacionalidad, el acento, la tonada, es un recurso bastante fácil: ¡Che, gallego, pasame la ensalada...!

Hay otros orígenes de apellidos. Los más comunes son los patronímicos, que indicaban la filiación, ya que se formaban con el nombre de pila del padre. Domingo Martínez de Irala, el fundador del Paraguay, era hijo de Martín Díaz, de la localidad de Irala, en Vergara. Hay que recordar que en aquella época había mucha menos gente en el mundo y también en los pueblos, así que solía bastar con estos nombres –de sangre y de tierra– para identificar a cualquiera. El apellido de tierra se puede confundir con el gentilicio, igual que los nombres de pila se confunden con el patronímico: el apellido Martín es tan patronímico como Martínez y el apellido Aragón puede ser tan gentilicio como Aragonés. Además de los gentilicios y patronímicos están los apellidos de profesiones, que indican que uno es hijo del herrero, del molinero, del sacristán o del curtidor. Y los de santos indican casi siempre un origen remoto en alguna iglesia o fiesta de un santo, como José de San Martín o Gustavo Santaolalla.

Alguna vez un aragonés emigró a Cataluña y fue conocido entre los catalanes como el aragonés. De ahí viene su apellido, que indica que los Aragonés son más catalanes que muchos catalanes, porque los que llevan ese apellido están en Cataluña hace por lo menos 500 años. Ahora habrá que esperar un tiempo a ver si el apellido del presidente de Cataluña le juega una mala pasada. Es que don Pere tendrá siglos de catalán, pero quién sabe si la sangre un día no le tira hacia Aragón y complica la independencia de Cataluña.

23 de mayo de 2021

Queremos vacunas

Todos sabemos que la pandemia es una tragedia planetaria. Pero también sabemos, porque lo vemos en las estadísticas más creíbles, que allí donde se está vacunando a la población han bajado drásticamente los contagios y las muertes por covid. Por eso no se explica cómo es que en la Argentina hemos llegado a la dramática situación que describía el jueves pasado el presidente Alberto Fernández, justo en el momento en que muchos países del mundo están saliendo –a fuerza de vacunas– del oscuro túnel en el que los metió la pandemia desde mediados de marzo del año pasado.

Hay muchos modos de paliar la crisis. Se puede achatar la curva de contagios para que los hospitales no colapsen. Se pueden cerrar los pueblos y las ciudades para que el virus no entre –o no salga– de sus entornos. Se nos puede confinar de nuevo en nuestras casas hasta nuevo aviso. Se puede obligar a usar barbijo hasta en la ducha. Nos pueden bañar con alcohol en gel. Se pueden comprar más respiradores. Se puede probar con el suero equino, con la ivermectina o la hidroxicloroquina. Se puede prohibir el trabajo presencial. Se pueden retrasar las elecciones. Se pueden suspender las clases. Se pueden cerrar los comercios, los consultorios y los gimnasios. Se pueden prohibir las misas y las procesiones. Se pueden aplazar los partidos de fútbol, la Copa América y los Juegos Olímpicos... Todo se puede hacer para resistir la pandemia. Pero hay una cosa que no se puede dejar de hacer: dedicar cada segundo, cada moneda y cada desvelo a conseguir las vacunas que bajarán definitivamente los contagios y las muertes en la Argentina.

No perdamos el tiempo: ¡queremos vacunas, solo vacunas y nada más que vacunas!

Me consta que Jorge Bergoglio usaba el concepto de la alta política muchos años antes de que el mundo lo conociera como Francisco. Y el año pasado lo plasmó en la encíclica Fratelli Tutti. El Papa dice que la política busca votos y que la alta política piensa en el bienestar material y espiritual de todos. Le traigo una cita para que lo entienda, pero le recomiendo leer todo el capítulo quinto de la encíclica:

Es caridad acompañar a una persona que sufre, y también es caridad todo lo que se realiza, aun sin tener contacto directo con esa persona, para modificar las condiciones sociales que provocan su sufrimiento. Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente, y eso también es caridad. Si alguien ayuda a otro con comida, el político le crea una fuente de trabajo, y ejercita un modo altísimo de la caridad que ennoblece su acción política.

Parafraseando al Papa, podríamos decir que es caridad y es política curar a un enfermo de covid, pero también es caridad exquisita y alta política conseguir vacunas para que el virus pierda su fuerza, especialmente para los que no tienen ninguna posibilidad de conseguirlas con sus propios medios.

En estos días se han disparado mil argumentos para explicar por qué no llegan las vacunas que nos prometieron. No sirve juzgar ahora las decisiones de las autoridades, entre otras cosas porque todavía no podemos saber a ciencia cierta si fueron acertadas o equivocadas y si cualquiera de nosotros lo hubiera hecho mejor o peor. Lo que hoy está claro es que los países que tienen vacunas están saliendo del drama del covid y celebran bailando en las calles de sus ciudades, y los que no las tienen solo atinan a encerrar a sus ciudadanos.

Algunos dicen que no hay vacunas porque el gobierno está distraído con las elecciones. Qué pavada, porque no hay nada como una vacuna para conseguir un voto. Y nos da lo mismo la marca, la procedencia, la cantidad de dosis o la temperatura para conservarla.

16 de mayo de 2021

El triunfo de la alegría

El dato está impreso en la tapa del diario El País del domingo pasado, en la bajada de un título que aparece abajo y a la izquierda. La nota intenta explicar a los lectores lo que pasó el martes 4 en la Comunidad Autónoma de Madrid. Pero primero le recuerdo el acontecimiento que dio motivo a esas declaraciones que me parecieron muy significativas.

La Comunidad de Madrid tiene casi siete millones de habitantes en un área de 8.030 kilómetros cuadrados que incluyen a la capital de España y sus alrededores, serranos por el norte y llanos por el sur. Es la región más densamente poblada de España, la más rica y la más visitada, lejos. Allí está la mayoría de los extranjeros que viven en España, atraídos por la oferta laboral y también por la vida envidiable de los madrileños (los argentinos son unos 90.000). Los no españoles han convertido a la Comunidad Autónoma de Madrid en una región multicultural y variopinta, en la que conviven razas de todo el mundo atraídos por la oferta laboral, pero sobre todo por el buen vivir y el mejor carácter de los madrileños originales. Paro colmo, desde que arreciaron los intentos secesionistas en Cataluña, muchas empresas, industrias y negocios, han dejando esa región para instalarse en otros lugares de España, pero especialmente en Madrid, por lo que hace años le ha ganado a Barcelona y a Cataluña la condición de líder del desarrollo de España.

El martes 4 de mayo hubo elecciones en la Comunidad de Madrid. Le ahorro los detalles de la política española que son casi tan aburridos como los nuestros. Solo aclaro que el proceso electoral es muy distinto, propio del sistema parlamentario. Y basta decir que la actual presidenta de la comunidad, una madrileña de 42 años, decidió disolver el parlamento regional y llamar a elecciones para revalidar sus títulos. Lo hizo ante la virtual desaparición de uno de los partidos minoritarios que la apoyaba y para ganar poder para su partido, que es contrario al que hoy gobierna en España.

Insisto en que no importan las ideologías y por eso no las mento ahora. Da absolutamente lo mismo para el propósito de esta columna, que es dar una idea que puede ser aprovechada por cualquiera, piense como piense...

La elección de Madrid estuvo polarizada por un candidato que se apeó de la vicepresidencia del gobierno español para contender con la presidenta y arrebatarle la Comunidad de Madrid. Una apuesta fuerte, valiente y jugada. El martes 4 ese candidato salió quinto y se retiró de la política para siempre...
Y lo que dice la bajada del título del diario El País del pasado domingo es la razón de esa debacle y del triunfo de la candidata que ganó. El texto entrecomilla las declaraciones de una votante primeriza a quien la convenció la alegría de la campaña de la presidenta en contraste con la bronca continuada de su principal contrincante. Es que el candidato perdidoso se jugó a la bronca, a la grieta, al insulto, al destrato de sus adversarios. Puso cara de enojado el primer día y no se la sacó hasta el final. Pero además se fregó en la corona, en los toros, en las religiones, en la sangría, en El Corte Inglés, en la Castellana y en la Puerta de Alcalá. Es cierto que hay toda una filosofía detrás de esta actitud, pero el candidato la entendió al revés o no se supo bajar de una adolescencia que le vino con retraso. Se mantuvo contra todo el mundo, como el que va contramano por una autopista y se queja porque todos vienen contramano.

Habrá mil motivos, todos muy válidos, por los que unos ganaron y otros perdieron, pero déjeme que me quede con este como determinante. No fue la ideología, no fue la filosofía, no fue la pandemia ni el confinamiento, no fue el plan de gobierno, no fue la trayectoria de los candidatos, ni siquiera su cara, su pinta o su modo e vestir... esta vez fue la alegría que le ganó a la bronca.

9 de mayo de 2021

Covid 2121


Después de matar a unas 50 millones de personas, la gripe española desapareció del mapa de un día impensado del año 1920. En esta frase hay tres datos inciertos, pero así funciona la opinión pública y a veces también la historia. Por lo pronto la gripe no era española, pero los españoles la ligaron por inocentes y por neutrales en la Primera Guerra Mundial. La gripe nació en un cuartel de Kansas (Estados Unidos) y la llevaron a Europa los soldados norteamericanos que fueron allí a la ofensiva final. Lo de los 50 millones también es improbable porque los muertos de la peste se confundieron con los de la guerra y, a propósito, nadie quiso deslindarlos. Si no se sabe a ciencia cierta la cantidad de muertos, tampoco es posible saber cuándo terminó aquella pandemia: solo suponen los epidemiólogos que un día impreciso se alcanzó la inmunidad de rebaño.

Hace cien años no existía la OMS y tampoco se contaban los enfermos ni los muertos. Por eso, los datos que tenemos de aquella pandemia son los que consiguieron averiguar los historiadores. Así que nos podemos imaginar lo que dentro de 100 años dirá la historia de lo que pasó con la pandemia del Covid-19. Leerán las mismas estadísticas que tenemos ahora y ojalá les horrorice saber que todos los días contábamos los enfermos y los muertos en una contabilidad macabra. En 2121 ya sabrán si eran o no verdad los datos que daba cada país a la OMS en 2021. Habrán averiguado, por fin, por qué algunos se contagiaban y otros no. Se sabrá cuál de las vacunas surtió más efecto o cuáles eran medio truchelis. Investigarán si el paciente cero fue un cocinero de Wuhan que hacía puchero de murciélago o si el virus se escapó a propósito de un laboratorio, como dicen esos que encuentran complot en todo. Además podrán comparar con perspectiva los datos, que seguramente darán conclusiones sorprendentes, como que no se contagiaron los que se lavaban los dientes tres veces por día, los que tomaban dos medidas de whisky o los que tenían una planta de alcanfor en el jardín.

Del recuento de difuntos mejor ni hablar. En 1919 no los contaron porque no querían alarmar a los soldados que partían a frente y prefirieron confundirlos con los muertos provocados por el gas mostaza o por la ofensiva alemana en la segunda batalla del Marne. Hoy hay más facilidades para contar lo que sea, entre otras cosas porque cada vez hay más ojos mirando... pero si queremos vivir en paz deberíamos apearnos de la manía de contar muertos y enfermos de lo que sea. Lo que tenemos que hacer es curarnos, no contarnos.

Pero el relato de 2121 que va a ser para alquilar balcones es la historia del fin de la pandemia. Esto termina en una especie de fiesta universal, un boom de nacimientos, de consumo masivo de cosas ricas y el mundo entero celebrando la vida. Ahora faltan vacunas pero dentro de unos meses se acabarán el vino, la cerveza, el champagne y la grappa. Tan es así que la historia de la juerga de la desescalada eclipsará a la de la pandemia y sus sucesivas cuarentenas, que nos tuvieron encerrados y distanciados durante tantos meses, la que quebró a miles y miles de comerciantes, terminó con gran parte de la industria del turismo y la gastronomía, vació los restaurantes, los shoppings, los aviones, los teatros, los cines, las canchas, los corsos y los bailongos... y solo llenó de dinero las cajas fuertes de los laboratorios.

Es la historia repetida del fin de cada catástrofe, desde el diluvio universal a nuestros días. La humanidad se saca las ganas con cada arco iris después de la tormenta y actúa como una sola persona, aunque seamos miles de millones.

Dios quiera que además despierte una nueva solidaridad. Una nueva economía basada en la alegría de compartir y no en la amargura del egoísmo. Una nueva igualdad de oportunidades para todos, que no discrimine a nadie. Y una nueva hermandad entre la humanidad y el resto de la Creación.

2 de mayo de 2021

Pfizer

Buscando los motivos por los que no nos estamos aplicando la vacuna Pfizer en la Argentina llego a una conclusión tremenda: no la tenemos porque la empresa Pfizer es más poderosa que la República Argentina.
La historia es incierta porque el gobierno ha sido parco en dar información sobre el caso, probablemente por las contradicciones a las que lo sometió la cruda realidad. Lo que todos sabemos, porque lo dijeron ellos mismos, es que nos habían prometido decenas de millones de vacunas que nunca aparecieron porque el gobierno nacional se negó a conceder lo que Pfizer pedía a cambio. Y lo que pedía a cambio teníamos que buscarlo...

Según los más serios informes de prensa, Pfizer pedía inmunidad casi absoluta para su producto: no tener responsabilidad civil ni penal por ningún hipotético estrago que pudiera causar la vacuna. Pfizer no respondería ni en el caso de su propia negligencia, y la Argentina debía hacerse cargo del pago de todos los juicios que pudieran ocasionar las consecuencias adversas de la vacunación. Las cláusulas del contrato especificaban, además, que el estado argentino debía garantizar esa responsabilidad con sus bienes soberanos. Como es habitual, cualquier controversia debería dirimirse en la jurisdicción de los tribunales de Nueva York, donde Pfizer tiene sus cuarteles generales.

Después de prometer millones de vacunas y ante estas pretensiones de Pfizer, el gobierno argentino se negó a aceptar sus condiciones y nos quedamos sin las vacunas prometidas. Siguió entonces la aventura de conseguir vacunas en Rusia y en China, ya que las otras prometidas por AstraZeneca tuvieron problemas logísticos y siguen sin aparecer. Fue en este escenario que la Sputnik primero, y la Sinovac después, empezaron a llegar con cuentagotas. Hay una pregunta que queda latente: ante la emergencia... ¿no habría sido mejor aceptar las condiciones de Pfizer, traer las vacunas y después enfrentar las consecuencias como lo hemos hecho tantas veces? Al fin y al cabo, las condiciones son como el seguro: solo se cumplen si ocurre el accidente.

El punto está en otro lado. En el poder de las farmacéuticas, capaces de imponer condiciones a países soberanos y ganarles en las negociaciones. Y resulta que ese poder ha aumentado precisamente con la pandemia del Covid 19. Solo en Estados Unidos, hasta septiembre de 2020, quince laboratorios generaron más de 121 mil millones de dólares en valor de mercado. Entre enero y septiembre del año pasado, Pfizer había generado 20.000 millones de dólares de ganancias; Novavax 17.700 millones y Moderna 2.230 millones. La alemana BioNTech incrementó el valor de sus acciones en 88 % y las de la británica AstraZeneca subieron un 20 % en la bolsa de Londres. La firma Pfizer, que fue fundada en Estados Unidos en 1849 por Charles Pfizer, actualmente tiene un patrimonio de 170 mil millones de dólares.

Decía Alain Minc en La nueva edad media que nuestro mundo marcha hacia una época parecida a aquella en la que los caballeros templarios podían imponerse a un rey soberano, el poder estaba en los palacios y en los castillos, pero también y a veces mucho más, en los monasterios o en los bancos. Por momentos mandaba más un prestamista que un duque, un abad más que un rey y un conde más que el emperador.

Así es en todos los negocios, en las relaciones de poder entre países o personas físicas y jurídicas: cuando hay una negociación, siempre será difícil ganarle al más poderoso. Es la razón por la que los países chicos tienen los mejores diplomáticos: los grandes no los necesitan. Pfizer y el gobierno argentino están mostrando esa realidad. Y si seguimos por este camino, quizá la Tercera Guerra Mundial no se libre entre países sino entre laboratorios.