30 de agosto de 2020

Ruta 14

Desde que empezó la cuarentena he tenido que viajar ya varias veces a Buenos Aires por razones urgentes y humanitarias. Ningún problema si se tienen todos los permisos y certificados, ya que todas las situaciones están contempladas. Como no hay ómnibus ni aviones, no hay otra que viajar en auto, así que volví en estos días otra vez a la ruta 14, al camino... que siempre es una metáfora de la vida. 

Es mucho más fácil ir que volver. Por el tránsito, solo se extrañan los ómnibus, sobre todo los mañaneros que llegan a Misiones y complican el tramo estrecho de la ruta. La vuelta es cuesta arriba, porque te agarra cansado la parte angosta y sinuosa, sobre todo entre Virasoro y Posadas, pero más todavía porque los controles se ponen estrictos para preservar del contagio a los que vivimos en el paraíso.

Decía que la ruta es una metáfora de la vida porque la vida es un viaje que empieza y se termina, con sus paradas, sus controles, sus peajes... y transcurre en un lugar geográfico. Quizá por eso nos gusta viajar, hacemos peregrinaciones, tours, tienen éxito las road stories y jugamos al golf, que también es un camino. 


Como en La Divina Comedia, a mitad de ese camino entre Posadas y Buenos Aires, hay un hito que parece central por la cantidad de carteles que lo anuncian durante todo el trayecto. Ya no importa cómo se llama el local de artículos regionales que engaña con su fachada, instalado a la vera de la ruta, en la mano que va a Buenos Aires, a la altura de Concordia. Ahí estuvo impidiendo en ese tramo la obra de la autovía, y ahí sigue ahora invadiendo el espacio público. No creo que sus dueños hayan estudiado las consecuencias de esa publicidad, que lo mismo anuncia escabeche de tatú mulita que mermelada de remolacha; pero tanto anuncia que sobrepasa las expectativas del que entra desprevenido y se lleva un chasco fenomenal, porque uno no está para comprar una bondiola diminuta que cuesta un ojo de la cara.

Los tenderetes se han multiplicado porque el mal ejemplo siempre cunde más que el bueno: han surgido como hongos negocios que lo imitan en toda la extensión de la autovía. Algunos hasta quizá sean más antiguos y también más legales –o legales del todo– porque no invaden el espacio público ni contaminan el paisaje, pero convengamos que son los menos. Es así como toda la ruta está plagada de locales de diverso tamaño, gusto y calidad que ofrecen los productos más desparejos, cada uno con profusión de carteles pintados a mano alzada. 

Una de dos: dejadez de la empresa concesionaria o un negocio por debajo de la mesa, pero lo cierto es que la ruta está cada día más invadida por estos locales completamente informales. Y curioso es que policía no falta, porque también hay que pasar controles de fuerzas policiales de todos los colores: soldaditos con barbijo que también invaden la carretera con retenes debajo de cada puente o donde encuentran una construcción que les sirva de garita. 


El más notable está entre Paso de los Libres y Parada Pucheta; es una vieja estación de peaje que nunca funcionó y se convirtió en un campamento desordenado y sucio de Gendarmería que interrumpe la autovía como una ruina de Mad Max. A este viacrucis hay que sumar los radares móviles y fijos instalados como trampas para pescar a los incautos que no logran pasar de 120 a 60 en los 50 metros de carteles ridículos que obligan a reducir la velocidad: es más barato pagar la multa que cambiar las cubiertas. 

Un poco más allá del retén de Mad Max se cruza sobre la ruta provincial 125 por un nuevo puente que se construyó con la autovía y que estuvo clausurado durante años por defectos de construcción, como está clausurado casi desde su inauguración el distribuidor de Cuatro Bocas porque sus terraplenes se desmoronan.

Entre tanto chiringuito, vivero, puesto, tinglado, carpa y pastizales, se pasa la ruta como pasa la vida. Mientras viajaba se me ocurría que la ruta 14 no solo es metáfora de nuestra vida sino que también es un espejo de la Argentina, donde las leyes se cumplen por casualidad y donde nos vamos acostumbrando a convivir con bandidos.

23 de agosto de 2020

Argumento adolescente argentino


El argumento adolescente consiste en rebatir las críticas acusando de lo mismo a los que las esgrimen. Es muy argentino porque somos un país adolescente. Mire:

–Vos sos un vago.
–Más vago sos vos.
–Y sos pichado.
–Pero más pichado sos vos.
–¡Qué mentiroso que sos!
–¡Ah! ¿vos decís siempre la verdad?

Otro diálogo familiar:

–Hija, no estás estudiando nada.
–Isabel tampoco.
–¿Te peleaste con Isabel?
–Ella me pegó primero...

El problema es cuando seguimos con el mismo argumento en la supuesta madurez. Le recuerdo, simplificado, un famoso diálogo entre un intendente del sur y un periodista de Buenos Aires:

–Usted vendió tierras fiscales a precio vil.
–Y a mí me dijeron que usted es homosexual.

Hay uno que es el colmo del argumento adolescente, entre Magdalena Ruiz Guiñazú y Aníbal Fernández (por si le pasa lo mismo que a Magdalena, le cuento que Boston es vos):

–Usted es un autoritario
–¿Y Boston...?

Y en otra conversación el entrevistado había encajado Michigan para significar mí...

–Cuando yo hablo usted me baja el volumen.
–Yo no le bajo el volumen a nadie.
–¿Y a Michigan...?

Lo lamentable es que los periodistas suelen aceptar estas respuestas sin chistar, con lo que demuestran ser tan adolescentes como sus entrevistados. Supongamos:

Periodista: Tenemos pruebas de que usted se quedó con un vuelto.
Funcionario: Con más vueltos se quedó el General Urquiza.
Título: "Con más vueltos se quedó Urquiza".

Cuando el periodismo pregunta a un político o funcionario sobre temas, digamos discutibles, de su gestión, la reacción inmediata no intenta rebatir esos datos sino embarrar a los opositores o al periodista. Así, alegan su inocencia con la culpabilidad ajena, sin advertir que de ese modo lo que sostienen es precisamente lo contrario: la propia culpabilidad. Una conducta adolescente y también contradictoria si uno es de verdad inocente. Digo que una acusación sobre nuestra propia conducta o la de la oposición, a los periodistas nos suele parecer respuesta negativa suficiente, sin advertir que el entrevistado está contestando afirmativamente a la pregunta: si te dicen autoritario y contestás ¿y vos?, estás aceptando que sos autoritario.

16 de agosto de 2020

No hay rey traidor

Espero que no me culpen ahora por haber compartido, hace años, un buen rato con don Juan Carlos de Borbón. Fue durante su primera visita oficial a la Argentina, en noviembre de 1978. Yo estudiaba en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y tenía clase de Procesal con Fernando de la Rúa el día que la UBA le entregaba el doctorado honoris causa. Ese día, en lugar de ir a clase –y de puro caradura– me presenté en el acto de investidura en el imponente salón de actos de la Facultad y en la recepción posterior en la estupenda sala de profesores. Allí me encontré con el director del Instituto de Cultura Hispánica, un buen amigo de mi padre que conocía la relación de don Juan Carlos con mi familia materna. Antes de presentarme a los reyes me dio algunas indicaciones: se les dice majestad, solo debés hablar cuando ellos te pregunten y a la reina no se la toca... Quizá por esta u otras advertencias, nadie se animaba a darles conversación, así que en cuanto nos presentaron me quedé charlando con ellos, contestando las preguntas del rey sobre mi abuelo y mis tías, a quienes conocía bien por haber pasado largos ratos –días enteros– en su casa cuando era cadete de la Academia Militar de Zaragoza de la que mi abuelo era director. Mientras hablábamos trajeron el libro de visitas para que escribiera algo el flamante doctor; don Juan Carlos firmó "El Rey" y doña Sofía "La Reina", como si fueran nuestros legítimos monarcas. 


Debió de impresionar mi confianza a las autoridades, tanto que se acercaron a pedirme si podía acompañar a los reyes a dar un paseo por el edificio: 

–Majestades, qué mejor que un estudiante para mostrarles la facultad...  se jugó el rector de la Universidad. 

Así que salimos desde la sala de profesores hacia el gran hall de las estatuas barrigonas de juristas argentinos, la que da a las vías del ferrocarril que llegan a Retiro. Mientras les contaba curiosidades del edificio o contestaba alguna pregunta sobre mi familia, se me ocurrió llevar a los reyes hasta mi clase, así que bajamos a las mazmorras del edificio a interrumpir a Fernando de la Rúa y el Derecho Procesal. Abrí la puerta y entré de sopetón; detrás venían los reyes, la plana mayor de la UBA y unos guardaespaldas desorientados. Entonces, además de profesor, de la Rúa era senador nacional, pero impedido de ejercer por el gobierno militar.

Ahora, ya rey jubilado, le ha tocado el destierro por bastante menos de lo que hizo cualquiera de sus antecesores, a pesar de lo mucho que le deben España y la democracia española. Es que los reyes ya no son lo que eran hace 200 años y ni siquiera hace 40. En los tiempos de nuestra independencia estábamos más preocupados por librarnos del despotismo monárquico que de España, que aquí llamaban la Metrópoli porque los de acá eran tan españoles como los de allá. Nos hamacábamos entre Napoléon y la Revolución Americana, y aunque Bolívar y algunos de nuestros próceres eran más napoleónicos, al final triunfó el sistema presidencialista norteamericano: una monarquía electiva y bastante absoluta, pero con fecha de vencimiento.

El artículo 56 de la Constitución Española establece que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Es fuerte, sobre todo por lo tajante, pero hay que tener en cuenta que no es muy distinto de nuestras inmunidades y que los reyes que reinan en las democracias europeas son símbolos patrios, como el escudo o la bandera, y quizá un poco más: son la Patria misma. Por eso, mientras haya monarquía, no hay rey traidor: son parte del pacto entre los ciudadanos y la Patria, que los sostiene como el mástil sostiene a la bandera. De paso le recuerdo que la bandera argentina desciende directamente de la Virgen María, pasando por Carlos III y parida por Manuel Belgrano.

Por cierto, tampoco hay rey traidor en las monarquías absolutas que todavía campan en el mundo como campan las democracias mentirosas, las repúblicas dinásticas, las tiranías familiares y las dictaduras vitalicias. Viviremos siempre intentando salvarnos de las pretensiones despóticas que aparecen como hongos en todos los niveles del poder. Está en el código genético de la humanidad, tanto que la historia no es otra cosa que el relato de la lucha por la libertad del pueblo llano frente esas pretensiones despóticas de sus malos gobernantes.

9 de agosto de 2020

Los árboles también dan pájaros


Antes de la pandemia del coronavirus almorcé varias veces en la casa de unos amigos en Paso de la Patria. Todavía se podían hacer reuniones sociales y familiares que –supongo sin saber nada– es la mejor vacuna de todas, la que refuerza el sistema inmune y espanta cualquier virus: abrazar a los hijos y a los nietos y compartir la mesa con los amigos.

La última vez que estuve allí comimos un cordero asado por manos expertas. Entonces volví a contemplar un espectáculo magnífico de aquel quincho generoso. Los dueños de casa inventaron un artilugio bien casero para compartir las sobras del asado con los pájaros que viven en los árboles de la zona. Me cuentan que, cuando ven movimiento en la casa, se empiezan a acercar y en cuanto les ponen comida en ese comedero, aparecen en parejas y por especies como en el arca de Noé: primero vienen los más chicos a comer chucherías y después los más grandes que corren a los chicos y se llevan los buenos pedazos, y al final, vuelven los chicos a limpiar las sobras. No le puedo describir las especies porque apenas distingo un pitogüé de un pirincho, pero recuerdo tordos amarillos, urracas azules, cardenales colorados y una inmensa variedad de aves que se acercaron a compartir con nosotros el cordero.

Pensaba entonces que, además de todos los beneficios de los árboles que nos faltan en Posadas, hay que agregar los pájaros. Ya sabemos que los árboles nos alargan la vida; que su sombra reduce la radiación del sol; que evitan el cáncer de piel; que facilitan el ejercicio; que bajan la temperatura y el gasto de energía; que mejoran la calidad del aire... bueno, además de todo eso y de muchas otras fortalezas, los árboles traen pájaros a la ciudad.

Los pájaros, pajarracos y pajaritos que habitan nuestras selvas están directamente relacionados con nuestros árboles (los pajarones, ya se sabe, son seres humanos bastante pavotes). Las aves tienen sus propios árboles que les dan cobijo y sustento y por eso es tan importante mantener el ecosistema de árboles y pájaros. Quiero decir que traemos eucaliptos de Australia y pinos de Carolina del Norte y por suerte no traemos los koalas ni las ardillas, pero nuestros monos y pica-paú tienen que adaptarse a plantas que nos son de aquí, o no se adaptan para nada. Ahí le erró don Carlos Thays, que era muy buen paisajista pero no tenía en cuenta a las cotorras parlanchinas ni a los loros barranqueros. El mismísimo Sarmiento, con todo el respeto que nos merece su amor por la naturaleza y su pasión por educar al soberano, se fregó en la convivencia de plantas y animales, seguramente porque en aquellos años nadie pensaba en eso.

Es difícil de ver porque se esconde en la vegetación, pero ahora nomás, cuando llegue la primavera, empezará el lamento del urutaú que pasa las noches en la copa de la grevillea nada autóctona de mi vecino. Al atardecer se instala en una rama seca y comienza su conversación nocturna con otro (u otra) que a veces dura toda la noche. ¿Hay en la Argentina algo comparable? Quizá el parloteo de los zorzales del viejo San Isidro, o la chicharra sorda de los coyuyos de Salta, que dicen que no es canto sino el revolotear ultrasónico de sus alas de celofán.

Ahí tiene otra ventaja –y no menor– de los árboles en la ciudad. Por eso tenemos que conseguir sombra y paisaje, selva urbana y sombra nativa en lugar de paseos de cemento, para que nuestros pájaros aniden tranquilos, coman felices y canten alegres desde el Mártires al Garupá. También los monos, que en esta época en que florecen los lapachos hacen equilibrio en las ramas más flacas para comer sus pimpollos como si fuera un festín de garotos en sus cajas de cartón.

2 de agosto de 2020

Somos parte de la naturaleza

Hay un dicho popular que decimos rápido y sin pensarlo mucho, pero es tan cierto que asusta: Dios perdona siempre, los hombres a veces y la naturaleza nunca. Los creyentes sabemos que el amor es parte de la esencia de Dios y el amor perdona siempre, los hombres somos capaces de amar y por tanto de perdonar y en eso nos parecemos un poco a Dios y la naturaleza, en cambio, tiene leyes inexorables que se cumplen a rajatabla; es cierto que Dios las podría suspender, pero no lo hace porque para algo las puso: visto así, los milagros son contrarios a las leyes que Dios estableció para que se cumplan. Eso sí, de vez en cuando muestra que puede caminar sobre el agua o hacer que las vacas vuelen; quizá por eso no hay que asombrarse tanto cuando alguien se cae al suelo ante algún fenómeno que parece sobrenatural: es por la ley de la gravedad.

Recordaba otro dicho que se atribuye a los sabios de la Universidad de Salamanca en tiempos de Cristóbal Colón: lo que la naturaleza no te da, Salamanca no te lo presta. La frase se aplica a los estudiantes, a quienes les recuerda que si la naturaleza no los dotó con inteligencia, los sabios de la universidad no podrán hacer nada por ellos. Y tampoco pensaban demostrar si la tierra era redonda como una pelota o plana como una pizza...

La admiración por la naturaleza hace que nos sintamos espectadores ajenos, como si la viéramos por el canal 64 de Cablevisión. Y no es así: los humanos somos parte de la naturaleza. Somos cien por cien animales. Racionales, pero animales al fin. Somos blancos, negros, amarillos, marrones, petisos, viejos, jóvenes, gordos, flacos, altos, rubios, crespos, peludos lampiños, pelirrojos, morochos, orejudos, narigones... pero somos todos de una sola especie de animales inteligentes y libres que habitamos todos los climas, las alturas y bajuras, las longitudes y latitudes; andamos por tierra, por agua y por aire hasta salir al espacio sideral. Somos depredadores capaces de degradar la naturaleza o conservacionistas incapaces de matar un mosquito. Somos los amos y señores de la creación, pero somos parte de ella y no nos podemos salir por más libertad que tengamos. La naturaleza cuenta con nosotros, convive con nosotros, se defiende de nosotros, se sirve de nosotros, nos regala sus frutos, nos enferma y nos cura, nos parasita y nos mata... y termina engulléndonos, como a todos los animales y vegetales de la creación. 


En plena pandemia de Covid-19 sentimos esa realidad. Seremos los amos y señores pero también somos incapaces de ganarle a un virus invisible que ni siquiera sabemos si es animal, vegetal o mineral. Llevamos meses dándole vueltas a la rosca de la cuarentena porque lo único que atinamos es a escondernos en la caverna hasta que pase la peste. Hemos avanzado mucho pero no hemos avanzado nada, estamos igual que hace dos millones de años y también igual que hace cuatro meses, siempre contando el cuento de la buena pipa.

La naturaleza nos está dando una lección que podemos aprender aunque seguramente la olvidaremos enseguida, cuando volvamos a creernos sabiondos y todopoderosos. Nuestra fucking soberbia nos convirtió en el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Creemos que lo sabemos todo y no sabemos nada. Quiero decir que nos tiene en jaque un virus que ni tiene cerebro ni piensa. Somos tan poca cosa y a la vez nos la creemos tanto que nos hemos convertido en inexplicables.