10 de noviembre de 2014

Sueños escondidos


Era estudiante en la Universidad de Navarra, en España, cuando veía atravesar por el medio del campus a peregrinos que hacían el Camino de Santiago. En cuanto empezaba la primavera y hasta bien entrado el otoño pasaban por Pamplona miles de personajes con pintas muy parecidas: ellos y ellas pero no tan jóvenes, con sombrero de lona, bolsillos en todos lados, bastón y una concha de vieira colgando en la mochila. Bajaban desde la Fuente del Hierro hacia el valle del Sadar. En el edificio central de la universidad, de estilo algo herreriano, sellaban el carné de peregrino y luego seguían viaje hacia los pueblos dos Cizur –el mayor y el menor– y se perdían en la cuesta del Perdón. La mayoría llevaba un par de días o tres según hubiera empezado en Roncesvalles o el Saint Jean de Pied de Port, del lado español o del francés de los Pirineos. Pero había algunos que venían de mucho más lejos.

Como los fines de semana no tenía tanto que hacer, el decano de la facultad me invitó un buen día a acompañarlo con otros amigos a arreglar el Camino. Eran miembros de la Asociación de Amigos del Camino de Santiago y se pasaban gran parte de los fines de semana de invierno haciendo mantenimiento de la calzada que ya tiene más de mil años y en algunos trechos hasta dos mil. Cruza todo el norte de España de este a oeste y termina en Santiago de Compostela, ya cerca del Finisterre, el Fin de la Tierra, la punta más occidental de esa península de Asia que es Europa. Aquel trabajo consistía, sobre todo, en reponer y renovar, muertos de frío, las señales que marcan el recorrido, especialmente en los lugares donde es más fácil perderse como las bifurcaciones y encrucijadas que son el tormento del caminante. El Camino está jalonado de pueblos antiquísimos y algunas ciudades de casco medieval como Pamplona, Burgos, León, Astorga, Ponferrada… Muchos de los puentes que cruzan los ríos son romanos y casi todos ellos son usados todavía por autos y camiones; el tiempo no ha hecho más que fortalecerlos. En esos años de estudiante conocí el Camino pero solo en territorio de Navarra, desde Roncesvalles hasta Viana o desde la tumba de Rolando hasta la de César Borgia.

Lo que no sabía es que había empezado a soñar con el Camino en aquellos años azules de estudiante. A soñar, pero sin conciencia de soñar. Y lo digo porque por fin a los 60 años anduve de pueblo en pueblo como uno de aquellos romeros franceses, alemanes, holandeses, belgas, italianos, suizos… que pasaban por Pamplona con sus pantalones desmontables y sus fantásticos zapatos de travesía.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que hace muchos años que guardaba cosas para hacer el camino, como un sombrero de tela de algodón que compré en Bruselas en las liquidaciones de Navidad de 1991 y que perdí en Ponferrada 23 años después. Debe ser lo más viejo de todo lo que preparaba inconsciente para ese viaje con el que soñaba sin darme cuenta. Las últimas fueron un par de camisetas dry-fit, de esas que se secan en minutos después de lavadas, que son imprescindibles para caminar ligeros de equipaje, que es el mejor modo de viajar. Hay muchos más, entre ellos algunos libros de historias y fotos del Camino que se salvaban del naufragio de cada mudanza.

Dicen que mientras dormimos siempre soñamos y que solo nos acordamos del último sueño: del que duró segundos antes de despertarnos o del que nos despertó sobresaltados por lo fuerte de su contenido. Del resto no sabemos nada, pero algo podemos vislumbrar desde el único que nos acordamos: podemos saber más o menos por dónde van los tiros.

Esa es mi primera consecuencia –no la más importante– de mis días en el Camino. Estoy ahora convencido de que nos pasamos años haciendo cosas sin saber que tienen un fin. Son anhelos inconscientes del corazón que un buen día se despiertan y se juntan como las partes de un rompecabezas.

Los sueños escondidos se pueden descubrir en un color preferido, una pequeña manía o en algo que guardamos sin saber para qué, como el sombrero de algodón belga que perdí en un rincón de Ponferrada.

2 de noviembre de 2014

El arrugue


El Jefe de Policía de la provincia de Misiones se había enojado conmigo porque contamos algunas verdades en el diario. Los hechos eran irrefutables y de una gravedad poco común: lo involucraban directamente ya que se trataba de una orden -arbitraria y fuera de lugar- salida de su propio despacho. Pero el señor comisario general debía pensar que por conocernos lo trataríamos de minimizar o nos callaríamos. No fue así: el diario cumplió con su deber y con los lectores.

El problema a partir de aquellos días de 2006 era volver a enfrentarme con el jefe de policía, que entonces parecía un chorizo a punto de reventar; en la Argentina cuanto más alto es el grado mas pesa la barriga que adorna a los policías.

Un día ocurrió, cuando caminaba solo y a buen ritmo por la costanera de Posadas, que une y separa la ciudad del río Paraná, que a esa altura es el lago infinito de la represa de Yacyretá. Decía que caminaba por la costanera cuando vi venir en sentido contrario a Su Excelencia el Inmenso Jefe de Policía de la Provincia con varios guardaespaldas en pleno ejercicio de jogging.

Los custodios eran cuatro fisicoculturistas, con camisetas apretadas y anteojos oscuros, que rodeaban al abultado comisario general en yoguineta reglamentaria. Si no me matan, estos tipos por lo menos me tiran al río, pensé. Se me ocurrió cambiar de rumbo, pero pudo más la conciencia: si el jefe tiene problemas conmigo no es porque yo haya hecho ninguna macana sino porque las hizo él. Así que enfrenté altivo el pelotón que se acercaba amenazante.

A pocos metros el comisario arrugó y se cruzó de vereda, seguido por sus guardaespaldas.