31 de octubre de 2021

Elegir tiene sus riesgos

Elegir tiene sus riesgos y es parte del vértigo de la libertad, pero la democracia necesita minimizar las debilidades de cualquier sistema electoral, respetando siempre esa libertad y el vértigo que provoca. Adelanto ahora lo que repetiré al final: el sistema parlamentario puede minimizar algunas de esas debilidades.


El primer problema de todo sistema electoral es que es imposible encasillar el pensamiento de millones en unos pocos candidatos, pero es mucho más evidente en sociedades como la nuestra, en la que cada ciudadano tiene su fórmula genial, distinta de las demás, para arreglar el país. El 27 de octubre de 2019, 34.231.895 argentinos estaban habilitados para elegir presidente y vice. Votaron 27.525.103, que eligieron solo entre siete opciones para 34 millones de voluntades. Por suerte el Congreso mejora esa representatividad y el próximo 14 de noviembre hará sus ajustes de medio término para acercarse un poco más a esas voluntades, pero estaremos todavía muy lejos de una representatividad cabalmente democrática mientras sigamos votando a desconocidos que integran la papeleta que metemos en la urna.

Cada uno de nosotros está de acuerdo con una parte del programa o de los principios de uno de los candidatos y no está de acuerdo con otra parte o con otros de los candidatos de la lista. Y si resulta que somos responsables de lo que hacemos y pensamos bien el voto, nos damos cuenta de que el candidato perfecto soy yo mismo, así que el sistema ideal sería uno en que haya la misma cantidad de candidatos que de electores y posiblemente habría empate... o ganaría el que saque dos votos por equivocación de un votante, o por una campaña –bien barata– que solo convenza a uno de las bondades de votar a su vecino.

El imaginario colectivo sostiene que el pueblo no se equivoca cuando la mayoría de ellos elige a sus gobernantes... Y este es otro de los problemas, porque a todos nos consta que eso no es así, que la mayoría se puede equivocar y que de hecho se equivoca, a juzgar por las gestiones de quienes elegimos. Todos –o casi todos– nos hemos arrepentido alguna vez de haber votado por quien votamos. El sufragio universal no nos protege de los errores colectivos, bastante comunes en una sociedad que confía demasiado en la opinión pública.

No faltan ejemplos históricos de gobernantes nefastos que accedieron al poder democráticamente y cuyas aberraciones contaron con el apoyo popular. Que el pueblo haya de tener la última palabra no significa que no pueda equivocarse. El problema es que, por un lado, tenemos una gran facilidad para confundir la discrepancia con el error y a considerar que una opinión diferente es una opinión equivocada. Cuando uno afirma que el pueblo vota mal, lo que esta diciendo es que no vota como a uno le gustaría. Debería resultarnos sospechoso el hecho de que tendamos a pensar que quienes votan mal son los otros. Además, en una sociedad en la que rige el principio de igualdad política, ¿quién dispone de una clarividencia que le permita distinguir, tratándose de cuestiones políticas, entre lo correcto y lo equivocado de tal manera que los demás no tengamos otro remedio que darle la razón? La experiencia histórica nos enseña que el pueblo se equivoca muchas veces, pero no hay ninguna autoridad legitimada para, en nombre de esas equivocaciones, quitarle el derecho de equivocarse... escribió hace unos días Daniel Innerarity en El Correo de Bilbao, y agregaba que la alternancia en el poder es el remedio más eficaz para corregir esos errores.

El sistema parlamentario no es tonto ni ingenuo y constituye un avance notable de los principios elementales de la democracia. Supone el error y que los elegidos pueden engañar o estafar a los electores; también pueden equivocarse o volverse contra democracia. Y mejora la representatividad, por eso establece también los recursos legales para superar los malos gobiernos o para mantener en el poder a los que aciertan.

24 de octubre de 2021

Pueblos originarios


Escribo esto pensando en los autopercibidos mapuches de la Patagonia que el miércoles incendiaron la sede del Club Andino Piltriquitrón en El Bolsón. No es lo primero que queman, y a juzgar por lo que está pasando, seguirá la escalada en Río Negro y quizá en otros lugares del sur de la Argentina –y también de Chile– por culpa de esta insurgencia okupa contra la integridad geográfica de nuestra Patria.

La tesis del título tiene dos presupuestos. Primero que es imposible encontrar hoy pueblos originarios porque estamos ya muy lejos de los orígenes y la historia ha corrido sin detenerse como pasa el agua debajo de los puentes. Pueblos originarios son los que estaban hace miles de años, los primeros humanos que habitaron el suelo, ya perdidos en la noche de la historia: todos los demás serían intrusos para la tesis de los que pretenden la propiedad de la tierra con ese argumento. El segundo es un principio elemental de la historiografía: es un grave error juzgar los hechos del pasado con estándares actuales.

Los descendientes de los pueblos originarios somos el resultado de la mezcla de los originarios con sucesivas oleadas; o los que ocupamos su lugar, por las armas, por las asimetrías, por alianzas, por la casualidad, por el hambre, por las pasiones humanas o por lo que sea. Desde Adán y Eva todas las civilizaciones se integraron con otras nuevas por alguna de esas razones, hasta conformar nuevas razas, nuevas culturas, nuevos idiomas... que aunque alguna vez hayan degradado la civilización anterior, la mayoría de ellas la enriqueció, con un resultado altamente positivo, que permite sostener que hoy estamos mucho mejor que hace decenas, cientos o miles de años. Además, siempre la polinización cruzada ha dado mejores resultados que la endogamia.

Nuestra América salió mestiza gracias a que los conquistadores eran solo varones. La América del Norte, en cambio, fue colonizada por familias. En la América española bastó que los castellanos se bajaran de los barcos para que empezara el mestizaje. En la América anglosajona esa mezcla todavía espera. Y no hay que ir muy lejos para comprobarlo: la colonización española ha hecho mestizos a los correntinos y la inmigración de familias de Europa dejó europeos a la mayoría los misioneros.

A su vez, las migraciones están convirtiendo a Europa en un continente multirracial. Basta con ver un partido de fútbol de selecciones de esos países. Francia, el último Campeón del Mundo en 2018, jugó la final contra Croacia con ocho jugadores de origen africano. Dentro de 100 años el razonamiento de los pueblos originarios expulsaría de Francia a los tataranietos de M'Bappé, Umtiti, Dembelé, Kanté y Pogba, y se quedarán con sus inmuebles, que por cierto serán los mejores de París.
 

¿De quién es la tierra entonces? ¿Del que la compró y la trabaja o del que la reclama para venderla? ¿Del vago que la mantiene improductiva o del migrante que hace grande a su nuevo país? ¿Del que la ama o del que la esquilma? Si los descendientes de los que la tenían hace 500 años somos nosotros mismos, no hay derecho que pueda superar esa posesión, que para colmo está recontradocumentada, mientras el derecho de los supuestos originarios nace de un delirio que parece encubrir un fenomenal negocio inmobiliario.

Pero hay algo mucho más peligroso en el reclamo de los supuestos mapuches: es la pureza étnica en la que basa su derecho cualquier pueblo originario, sospechosamente parecida a la doctrina que hizo delirar a Hitler y produjo la peor tragedia de la humanidad. Tanto desvarió para justificar su derecho, que mandó a buscar los orígenes de la raza aria hasta los confines del Himalaya. Es increíble que solo 80 años después estemos cayendo en la misma imbecilidad.

17 de octubre de 2021

Breve, intensa y urbana

En marzo y abril del año pasado no se hablaba todavía de vacunas y se tenía a la vista en tiempo real lo que pasaba en Europa, sobre todo en Italia y España, donde colapsaron los centros de salud a tal punto que tenían que rechazar pacientes, salvar a algunos y desahuciar a otros, generalmente a los que tenían más edad. Pasó también en algunos lugares puntuales de los Estados Unidos, como Nueva York, y en ciudades de nuestra América como Guayaquil o Manaos; y no pasó en la Argentina gracias a la cuarentena y a la conducta colectiva de los ciudadanos argentinos. Es verdad que fue larga, y también que es imposible saber qué habría pasado si se hubieran tomado otras medidas. El único modo de achatar el pico de contagios fue alargar la cuarentena por un principio físico elemental que ocurre con una montañita de arena en la playa o con la curva de contagios del covid: cuando extiende la base se aplasta la cima, y si se aplasta la cima se extiende la base.

Bueno, al carnaval le está pasando igual que a la pandemia, por el mismo principio, pero aplicado esta vez a las conductas colectivas. Cuando en 1976 el gobierno militar decidió anular los feriados del lunes y martes de carnaval, la fiesta se desparramó por todo el verano: empieza cuando se apagan las luces de la Navidad y termina casi en Semana Santa. En 2010 volvieron a ser feriados el lunes y martes de carnaval, pero la fiesta siguió desparramada, lánguida, devaluada... derrapando en una cantidad variable de fines de semana del verano. Es que la esencia del carnaval son esos cuatro días locos y no 25, 50 o 60. Cuatro días de locura concentrada, intensos, divertidos... con su principio y su final. Desde el sábado al martes, y le concedo el viernes a la noche, pero ni un minuto más.

Para colmo, a los cariocas se les ocurrió la pésima idea de encapsular las comparsas en un sambódromo, que luego fue copiado por cantidad de ciudades de nuestra geografía, siempre tan originales. Fue así que el carnaval no solo se desparramó en el tiempo; también se encerró en corsódromos, quizá con la sana intención de no molestar el tránsito ni la vida normal de los centros urbanos. Parece razonable, pero justamente, al volverse tan largo la molestia terminó siendo insoportable. Un poco en Río de Janeiro, pero más en sus émulos mesopotámicos y guaraníes, se empezó a perder otra condición esencial del carnaval que es poner la ciudad patas arriba esos cuatro días de cada año, con un final a toda orquesta, pero abrupto, terminante, a las 12 de la noche del martes.
 

A la estudiantina le está pasando lo mismo que al carnaval. No era buena idea trasladarla al autódromo, como tampoco lo es hacerla en la Costanera. Debería volver a la avenida Corrientes o a la plaza 9 de Julio, y que se note en la ciudad que los estudiantes están de fiesta. Pero la brevedad, también de los ensayos, debe ser una condición para esa vuelta. Un fin de semana intenso parece suficiente: quizás uno largo o extralargo, pero ni un día más. Una estudiantina corta pero intensa y en el medio de la ciudad parece mucho más recomendable que una lejana y lánguida, a la que solo asistan los padres y hermanos de los secundarios. Hasta los vendedores de panchos van a agradecerlo, porque siempre es mejor vender mil en un día que en un mes, pero además en el centro de la ciudad habrá más gente porque habrá público de verdad.

No es en contra de la estudiantina, ni del carnaval, ni de la cuarentena. Sí de la pérdida de tiempo de los estudiantes y de las molestias prolongadas a los posadeños, que estaríamos hartos del mismísimo Mozart si todos los días durante meses nos pusieran la número 40 a todo lo que da. Y muy a favor de una estudiantina que recupere la esencia original de la fiesta de los estudiantes: breve, intensa, urbana, divertida... con principio y con final tajantes, ineludibles.

10 de octubre de 2021

Dialecto inclusivo


Quizá porque no tuvieron otra cosa que hacer, han proliferado en estos años los hablantes inclusivos en la sociedad argentina. Da lo mismo el lado de la grieta, pero advierto que están casi todos en la misma vereda y déjenme suponer que es para parecer progresistas.

Dialecto inclusivo es esa jerigonza que hablan los que descubrieron que el castellano era machista. La Real Academia Española, que nunca impone nada a los hablantes, ha explicado con pura lógica, que es una pretensión inútil hablar o escribir en inclusivo y recuerda lo que todo el mundo sabe respecto del castellano: usamos el masculino como genérico cuando nos referimos a un grupo de varones o de varones y mujeres, y usamos solo el femenino cuando hablamos de personas, animales o cosas solo de género femenino. Eso no es machismo sino la constante de un idioma que se hizo hablando y se me ocurre que también adorando a las mujeres antes de que quisieran rebajarse al nivel de los varones. Lejos de excluirlas, el castellano las honra como reinas, dedicándoles un tratamiento que no tienen sus vasallos.

Pero además resulta que los que hablan en inclusivo son los que más excluyen a uno u otro sexo porque, como es imposible hablar todo el tiempo con los dos géneros, incurren en constantes exclusiones. Si empiezan saludando a todas y a todos, cuando en el mismo discurso dicen trabajadores –no trabajadores y trabajadoras– se están refiriendo a los varones y excluyen a las mujeres. Se llenan la boca con todos y todas y cuando eligen el nombre para identificar a su propia alianza le clavan Frente de Todos. Si feminizan las profesiones deben masculinizar las que están en femenino, como dentista, periodista y futbolista; si dicen jueza a la juez, deberían decir nueza a la nuez; si dicen mano y no mana están confundiendo al público, igual que cuando dicen problema, teorema, diafragma o dogma; si dicen testigos a los varones deberían decir testigas a las mujeres, si dicen fiscala, también criminala... Son solo ejemplos de miles de palabras que serán siempre motivo de confusión porque no son las vocales las que definen el femenino o el masculino, como no son el celeste o el rosa los que determinan el sexo de las personas.

Hace tiempo que se feminizan algunos cargos que fueron ocupados durante siglos por los varones. Esos femeninos no siguen la lógica de la antigua semántica, que dice que embajadora, generala o presidenta es la mujer del embajador, del general o del presidente. La lógica que siguen esos femeninos es la de la madre superiora, que decimos hace siglos sin feminismos ni machismos, como mayora –que he oído más de una vez en el campo– para la primera de las hijas. Y ni la madre superiora ni la hermana mayora tienen nada que ver con inclusiones o exclusiones.

Algunos inclusivistas ocupan la e para los colectivos de varones y mujeres: dicen chiques porque en pibes la e les juega en contra. Y hay que suponer que los que dicen todos, todas y todes, ponen todes para los que han decidido no ser ni varones ni mujeres, pero entonces los que dicen todas y todos excluyen a los que no quieren tener género, que se llaman no binarios pero deberían ser no binaries... Y están los que, para hacerse los progres, pero sin complicarse tanto, usan solo los artículos en inclusivo y te clavan las y los ciudadanos, o los y las alumnas, así que dicen las ciudadanos y los alumnas: una contradicción abstrusa con cualquier sustantivo que tenga género.

El idioma es lo más democrático que hay. Intentar imponerlo es uno de los reflejos más cabales del autoritarismo, así que cada uno habla como quiere. Pero por favor no excluya a nadie en nombre de la inclusión, no se olvide de ningún género y perdone a sus interlocutores si no lo entienden o si se cansan de oír sus repeticiones interminables. Tenga en cuenta que la mayoría seguimos hablando en nuestro maravilloso castellano.

3 de octubre de 2021

Pensamiento obligatorio


El mejor modo de reconocer el trabajo de un periodista es enojarse ante lo que dice y el mejor modo de no reconocerlo es ignorarlo. Es que a los periodistas nada les reconforta tanto como provocar a los lectores: para eso están. Además, las reacciones son la señal elemental de lectura y como decía un viejo profesor, ser leído es la primera obligación de todo periodista. Lo bueno es que las redes sociales son una oportunidad magnífica para el feedback. Diarios antiguos, como El Territorio, han pasado decenas de años con casi nula retroalimentación de sus lectores: corrían tiempos en los que lo que decía el diario parecía sagrado porque no había modo de corregirlo, porque era muy difícil conocer los errores cometidos en los acontecimientos informados y porque no se interactuaba con opiniones contrarias. Felizmente el periodismo se ha vuelto mucho más cercano al diálogo con las audiencias que al monólogo que lo caracterizó durante siglos.

Cuando conté 273 comentarios a la columna del domingo pasado, dejé de contestarlos (habré llegado a contestar unos 50). Ese artículo resaltaba, una vez más, la desproporción del tiempo dedicado a la estudiantina durante cada año lectivo y me serví para eso del silencio de este septiembre, igual al del año pasado: un regalo impensado que vino con la pandemia y que me parecía que valía la pena capitalizar. No estoy de acuerdo en general con las pérdidas de tiempo y tampoco con la idea de elegir reinas y reyes, por considerarlo una cosificación de las personas, que no tienen ni culpa ni mérito de ser lindos o feos. Había algunos comentarios a favor, pero la inmensa mayoría eran en contra y creo que de ellos fueron solo cuatro los que no argumentaron con un insulto al autor de la nota. Paciencia paisano, que algo estarán queriendo decir...

Digo insultos porque considero un insulto mandar a cualquiera a una isla desierta, que para el caso es lo mismo que que desearle las delicias de un campo de concentración; o sostener que el que piensa distinto es un amargado; o pretender callar al interlocutor a los gritos, con mayúsculas; o afirmar gratuitamente que quien opinó algo debió tener una adolescencia infeliz; o expresar xenofobia argumentando que el que opina carece de derechos por no ser natural de Posadas; o suponer que el paso del tiempo –ser mayor– es suficiente para discriminar a las personas... Muchos de esos insultos, proferidos con nombre y apellido, son suficientes para que el Inadi actúe de oficio, pero ya se sabe que en tiempos de pensamiento obligatorio el Inadi prefiere perseguir a los que piensan distinto en cambio de evitar la discriminación. Esos comentarios ocuparon argumentos ad hominem: a la persona y no a las ideas de la persona. Como si para descalificar el pensamiento ajeno bastara decir que quien lo expresa es un burro, un viejo, un amargado, un extranjero, un improvisado o un idiota.

Insultar al que opina lo contrario nunca es el modo de rebatirlo. Es más que evidente que las opiniones se retrucan con otras opiniones y que, a pesar de ser mayoría o minoría –cosa imposible porque hay tantas opiniones como personas– pueden discutirse las ideas ajenas, pero siempre respetando al que las sostiene. Si las mayorías no respetan la opinión de las minorías caemos en la dictadura del pensamiento y si son las minorías las que imponen su opinión, entonces es tiranía lisa y llana. Y si seguimos así, terminaremos matándonos a machetazos; es el método que la humanidad ha usado unas cuantas veces para terminar con las ideas ajenas.

Confieso que me asustó esa violencia verbal, no por su dirección hacia mi propia opinión –ya dije que lo tengo como un halago– sino por lo que significa como argumento del debate público de las ideas en un país necesitado con urgencia del encuentro de todos los argentinos. Pero ese encuentro jamás debe consistir en la imposición de una opinión, por mayoritaria que sea, sino en convivir todos en un país libre, en el que pensar distinto no sea una debilidad sino una fortaleza.