12 de septiembre de 2011

El animal que hace fila

Aquel año hacía fila cada quince días en el Banco del Pacífico de la avenida Víctor Emilio Estrada de Guayaquil, para cobrar mi salario. Era imposible prever la cantidad de gente que habría en la cola, pero debían ser unas 50 personas, todas embretadas entre esas cintas retráctiles que seguro inventó un pervertido en un sótano oscuro de Estocolmo. Pero más que la habilidad del pervertido me asombraba la de los minotauros bancarios expertos en laberintos de plasticurri expandido en salas de seis por cuatro. Todo a propósito para que no nos colemos los que aguzamos nuestra libertad en estas situaciones límite, apretados por las cornadas del hambre. Nos ponen uno detrás del otro como fichas de dominó en una serpentina zigzagueante de la que no nos podemos escapar. Así avanzamos, como un tren del que caen los vagones al abismo a medida que alcanzan el filo del precipicio.

El hombre es un animal que hace filas, así que esos días me vestía de psicólogo social y me preparaba para divertirme como un marciano que observa a los humanos desde una cámara Gesell. La genética me hizo bastante alto, por lo que podía ver a todo el mundo desde mi atalaya fortificada con anteojos bifocales.

Un día un vecino de cola me preguntó si era extranjero... Estaba claro que era un personaje extraño en ese colectivo, pero no tanto por mi altura como por mi facha de sapo de otro pozo. No tenía ni idea de cómo comportarme y no conocía los códigos de acero de los profesionales de la fila: tipos a sueldo solo para estos menesteres. Algunos cobraban por ocupar el lugar hasta que, al llegar al final, los reemplazaba un Master del Universo de traje brillante y zapatos puntiagudos.

Una vez me llevé una novelita fácil para aprovechar el tiempo mientras avanzaba la cola con su cadencia de pan y queso. Me concentré en la lectura hasta que los 25 que estaban adelante dieron un paso hacia la meta y quedó un espacio de medio metro que llenó de ansiedad a los 25 de atrás. “¡Siga!” me gritaron a coro con un estruendo. Cuando los miré extrañado me preguntó furioso uno que abusaba de su segundo de autoridad: “¿usted lee o hace la fila?” Tuve claro desde ese momento que la fila es cosa seria y que requiere toda la concentración del caso. Tan atentos hay que estar que no se puede permitir la menor distracción ni propia ni ajena, como en los semáforos.

Recuerdo también un episodio que ocurrió entre dos que hacían la cola más atrás, a barlovento de las cajas. En un momento preciso uno de ellos, bien irritado, le preguntó al vecino: “¿qué le pasa? ¿es maricón?” El otro, entre atónito y furioso apenas atinó a balbucear “¿q q qué?”. “¡Me está tocando todo el tiempo!” le contestó el toqueteado que debía tener algunos complejos en el placard. Los demás esperábamos una buena pelea que terminó en nada; aborregada como todas las filas que conozco.