6 de febrero de 2020

Queremos sombra

Si algo tiene Misiones es sol… especialmente en verano, cuando se pone fuerte y persistente. Si vive en Posadas, póngase protector solar y dése una vuelta por la Costanera en algún momento del día, desde que se asoma por el este hasta que se esconde por el oeste; va a comprobar en su epidermis que el astro que nos sonríe desde la bandera calienta como la gran siete. El sol es vitamina (sintetiza la vitamina D) y basta con diez minutos cada tres días, pero en Suecia o Tierra del Fuego; en nuestra latitud es cantidad suficiente el sol que tomamos sin querer mientras vivimos. Más que eso nos quema, nos da cáncer y nos mata.

¡Queremos sombra! Me atrevo a interpretar el grito de muchos que no tienen más remedio que caminar de noche para hacer su ejercicio cotidiano, o salir en las horas más peligrosas de la siesta, cuando Febo asoma asesino, a pescar la sombra mezquina de alguna palmera inútil para la sombra.

¡Queremos sombra! También en lo accesos y en las rutas de Misiones, en las que no hay sombra porque nadie plantó jamás un árbol. Bueno, sí, hay un lugar: al llegar a Concepción de la Sierra por el camino de Apóstoles se puede probar la delicia de un camino en galería, pero piense que así pueden ser todos. Lo mismo se puede decir del acceso de tacuaras al Instituto Gentilini en San José. Vivimos en una región de árboles gigantes, que pueden dar sombra a todas las rutas de Misiones: solo hay que plantarlos y esperar a que crezcan.


¡Queremos sombra! En el yunque del sol que son nuestras instalaciones de frontera, en las terrenos desolados que rodean el acceso, el muro y su mural. Para eventos ya hay espacio de sobra en la explanada de la cascada, pero que sea solo ese y ninguno más.

¡Queremos sombra! En las márgenes del Zaimán, del Vicario y del Mártires, que podrían estar protegidas del sol de justicia por sus propias galerías vegetales… y en las costas del Paraná, donde puede haber sombra de árboles bien regados en lugar se sombrillas de cemento bien pagadas.

¡Queremos sombra! Que proteja nuestros pasos de los rayos del sol, en todas las ciudades de la provincia, pero especialmente en Posadas. Hay bastante sombra en sus calles y plazas porque alguien pensó que los que veníamos después de ellos íbamos a querer sombra. Y no la hay, en cambio, en la extensa franja costera que nace en las márgenes del Mártires, allá por el aeropuerto, y termina en el arroyo Garupá. Es un parque lineal de kilómetros donde abunda el cemento y escasea la sombra.

Toda la costanera de Posadas pide a gritos árboles que den sombra. Y no basta con los que hay: sombra no es la que dan unos arbolitos cada tanto sino la que hay en el interior de la selva. Sombra es frescura vegetal que impide que pase ni un milímetro de sol.

Deberíamos poder caminar desde el arroyo Mártires al Garupá bajo la sombra fresca de la selva misionera, por una picada pensada para caminar, trotar o correr; para disfrutarla a cualquier hora del día o de la noche. Una selva urbana, lineal, planeada y cuidada para que disfruten los habitantes de las ciudades.

Es cierto que hay que esperar años para que crezcan los árboles, sobre todo los más nobles, pero por eso hay que plantarlos ya mismo y también mantenerlos y reemplazarlos cuando se mueren. Hay que olvidarse del tiempo que tardan en crecer; ese tiempo es inútil para la política porque los árboles no dan votos al que los planta… no dan votos pero sí el recuerdo imborrable y agradecido de las generaciones que vendrán.

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El frío y el calor son cosa de la naturaleza y tienen que ver con la inclinación de los rayos del sol, la rotación y la translación de la tierra y, por supuesto, el lugar del planeta en el que uno esté. Pero para convivir con el frío o el calor el hombre aprendió a domesticarlos.

La calefacción se inventó cuando el primer ser humano consiguió domar el fuego, hace unos… 700.000 años. En cambio con el calor la cosa fue muy distinta: durante siglos y siglos los humanos solo consiguieron abanicarse para calmarlo un poco. Los que querían ponerle hielo al whisky tenían que sacárselo a la naturaleza: cosa más o menos fácil en Escocia en invierno, pero imposible en los lugares más templados del planeta. Con la electricidad aparecieron los ventiladores, que no son otra cosa que abanicos eléctricos. La máquina de frío es un invento de mediados del siglo XIX, que llegó a las casas en forma de heladera casi en el XX. El aire acondicionado fue patentado por Willis Carrier durante el caluroso verano de 1902 en Nueva York. Parece que lo que buscaba era secar ambientes húmedos, pero enseguida se dio cuenta de que también los enfriaba –misterios de la serendipia que está presente en todos los inventos.

Nuestros antepasados no tan lejanos valoraban la sombra porque no tenían otro modo de combatir el calor. No eran de balde los techos altos, las paredes anchas, las puertas gruesas y las ventanas con postigos y celosías. Ventilaban las casas con el aire fresco de la mañanita y cerraban todo antes de que pique el sol. Quedaban el resto del día en penumbras y en silencio y las siestas eran deliciosas. Copiaron la sombra vegetal de la selva, el aire puro que baila entre las plantas y las caricias frescas del lino y el algodón. También plantaron sombra en las calles, plazas y paseos, con buenos árboles que nos protegen del sol, a nosotros más que a ellos.

Pero un mal día nos olvidamos de la sombra, quizá porque nos apuramos más de la cuenta o porque pusimos nuestros veranos en manos del aire acondicionado. Fue así como el calor se igualó con el frío: si a nadie se lo ocurriría hace 300 años vivir sin calefacción en Río Gallegos o en Estocolmo, tampoco lo hacemos hoy sin refrigeración en Posadas o en Eldorado. En los Estados Unidos el aire acondicionado volvió prósperas ciudades como Miami o Los Ángeles y decadentes otras como Chicago o Detroit –deberíamos pensarlo y aprovecharlo a favor de Misiones.

Quizá haya sido por esta razón que la sombra se nos volvió esquiva en nuestras plazas, explanadas, paseos, teatros y anfiteatros, canchas, pistas de patinaje, mesas de ping pong, muros, costaneras, pavimentos, escuelas, rotondas, escalinatas y arroyos disciplinados.

Más arriba proponía un grito sediento de sombra. Porque el sol calienta y da vida junto con el agua, pero también mata. Todos sabemos a esta altura de la historia que el sol es tan peligroso como el humo del tabaco. Hay que evitarlo y más si uno tiene piel blanca y ojos claros. Pedía entonces que tapemos el sol con selva, que es lo que crece siempre que además hay tierra y agua, justo lo que abunda en Misiones. Nada raro: la naturaleza lo hizo durante milenios aquí mismo y nosotros lo destruimos para instalarnos en la jungla de cemento, esa que da sombra cuando no hace falta y sube la temperatura hasta cinco grados.

Pedía entonces un corredor verde, pero para humanos y en las ciudades, porque necesitamos la sombra que nos defienda del sol, pero también necesitamos la selva si no queremos terminar viviendo en un desierto, aunque sea de pinos. Es que la sombra que necesitamos en Misiones no es de cemento ni de eucaliptos en fila, es la de la selva paranaense: la nuestra, la autóctona, la proveedora de nuestros remedios, el refugio de nuestros animales, la protectora de nuestro suelo, la generadora de la lluvia que arrulla nuestro sueño cada vez que viene mansa.

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Foto 1. Trece tristes vacas flacas en fila buscan la sombra de un arbolito solitario en un potrero de Corrientes. Como esa, en un día soleado de verano, se pueden tomar 500 fotos parecidas en los 300 kilómetros de la ruta 12 que separan Posadas de Corrientes, y habrá parecidas en Chaco, Formosa, Salta, Santa Fe, Santiago del Estero… Las vacas y los caballos sufren con los rayos del sol como todos los mamíferos, como usted y como yo, y por eso en cuanto encuentran una sombra tratan de aprovecharla para descansar del calor; pero resulta que no alcanza porque los potreros en los que pastan no tienen sombra. A la vera de las rutas se las ve buscando tregua en los carteles, pero más allá apenas un miserable arbolito consigue darles sombra a algunas de ellas. La regulación de la temperatura del cuerpo se lleva gran parte de la energía que debían usar para engordar, y así, a pleno sol, cuesta mucho más tiempo y trabajo producir carne o leche. Con un poco de sombra la producción mejora notablemente, por eso no se entiende por qué los potreros no tienen sombra suficiente para la hacienda que pasta en ellos. Puede ser pereza o puede ser ignorancia, pero sobre todo es poca inteligencia para hacer negocios.

En Misiones, por suerte para el ganado y sus propietarios, se va imponiendo la cultura silvopastoril en la que conviven la hacienda y el monte. No es una novedad en la historia de la ganadería: en toda Europa y especialmente en España, donde hace más calor, si el ganado no vive en establos, pasta en dehesas salpicadas de encinas o alcornoques que les dan la sombra que necesitan. A su vez, las encinas dan bellotas a los cerdos y los alcornoques corcho a los vinos. Ya se ve que no es un invento local la explotación silvopastoril que hoy se está imponiendo en Misiones para que convivan en buena armonía árboles y animales.


Foto 2. En la avenida Rademacher, entre Trincheras de San José y la avenida Mitre de Posadas, está la parroquia de San Vladimiro. Hace ya unos años, cuando se instalaron tres cúpulas doradas en la iglesia, talaron cuatro añosos ibira-pytá solo para que se puedan ver en todo su esplendor las nuevas cúpulas relucientes. En defensa del párroco, hay que decir que fue antes de la encíclica Laudato-si’ de Francisco, pero también hay que decir que haber terminado con la sombra en esos metros de la avenida Rademacher es una macana del tamaño de la iglesia y sus tres cúpulas. No es el único caso en Posadas, donde cada frentista decide talar los árboles de su vereda como si fuera dueño absoluto y después busca sombra en frentes ajenos para estacionar su auto.

Las autoridades municipales deberían elaborar un plan maestro para conseguir que haya sombra en todas las calles y veredas de Posadas y entregar a los frentistas los árboles para que los planten y mantengan durante los próximos… 400 años. Hay que multar al que se le muere o estropea un árbol y obligarlo a plantar uno nuevo (de paso esas multas pueden reemplazar algún impuesto ridículo).


Foto 3. La chacra 78: una propiedad privada que todos llaman El Acuerdo y que quizá haya visto muchas veces al pasar por la avenida San Martín, entre Bustamante y Andresito. El Acuerdo es un pedazo de monte misionero que va quedando en medio de la ciudad, que debe preservarse en la medida de lo posible, haciendo compatible la voluntad de sus propietarios con las necesidades de oxígeno y sombra de los posadeños. El Acuerdo también tiene unos cuantos eucaliptos, una especie que no tiene nada que hacer en Misiones, pero por lo menos dan sombra.

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Con los rayos del sol está empezando a pasar hoy lo que hace años ocurrió con el humo del tabaco. Los mayores recordarán que vivíamos en una nube de humo. Empezábamos a fumar a escondidas a los doce o trece años. Los grandes fumaban aunque hubiera chicos en el mismo ambiente cerrado y también fumaban las mujeres embarazadas. En las casas había ceniceros por todos lados, también en la mesa porque fumábamos entre plato y plato y antes del postre. Fumábamos en el cuarto donde dormíamos; fumábamos al levantarnos, en ayunas, el cigarrillo que nos acuchillaba los bronquios; fumábamos en la cama al irnos a dormir y corríamos el peligro de quedarnos dormidos y que la brasa del cigarrillo queme mantas y sábanas y nos ahogue a nosotros. Y fumábamos en el baño, tanto que algunos portarrollos de papel higiénico venían con cenicero incorporado. Fumábamos sin usar las manos cuando escribíamos a máquina, lavando los platos o cosiendo calzoncillos.

Fumábamos en los vestuarios y algunos llegaban a fumar mientras jugaban al fútbol. Los ómnibus y los aviones tenían sector de fumadores en la parte de atrás, así que fumaban los de atrás porque querían, pero también los de adelante aunque no quisieran. Todos éramos fumadores, unos activos y otros pasivos, en ómnibus, aviones, oficinas, hospitales, reuniones de trabajo, cines y teatros, clases de la facultad, comidas, fiestas, bares y restaurantes. Hasta que nos llegó la conciencia de lo mal que nos hace el humo a todos: a los que quieren fumar y a los que no quieren pero se tienen que tragar el humo ajeno. Fue así que fumar pasó a ser una actividad privada, de marginales irresponsables que si se quieren suicidar con el tabaco no deben de ningún modo contaminar con su humo a los que no quieren. Así es nuestro mundo, donde te podés suicidar, pero sin salpicar.

Bueno, resulta que el sol es tanto o más peligrosos que el humo del tabaco o cualquier humo que metamos en nuestros pulmones. Los rayos del sol arrugan la piel, dan cáncer, acortan la vida… matan. Nueve de cada diez cánceres de piel son por culpa del sol y nosotros tan tranquilos tomándolo como lagartos, casi desnudos (y sin casi), como si fuera lo más glorioso del planeta. Solo por nuestra salud deberíamos exponernos al sol del verano tan abrigados como en pleno invierno o cubiertos como los beduinos en el desierto (esos sí que saben lo que mata el sol y no tienen un pelo de tontos).

Es cierto que los filtros solares son bastante más eficaces que los filtros de los cigarrillos, pero cuestan un ojo de la cara. Ya hay colectivos de dañados por el sol que están pidiendo que los protectores solares se incluyan como remedios preventivos en los planes de salud, lógicamente para aquellos que deben exponerse al sol por su trabajo, pero también para aquellos que quieren ir a la playa y no tienen plata para comprar un filtro que los proteja.

En poco tiempo más tomaremos conciencia clara y colectiva de lo peligroso que es el sol para todos, pero especialmente para los que tienen piel blanca y ojos claros. Nos parecerá un suicidio andar al sol sin protección, así que lo trataremos de impedir en nosotros y en nuestros semejantes. Y las autoridades sanitarias intentarán prevenir, que es el modo más barato de cuidar la salud de los ciudadanos.

2 de febrero de 2020

Yverá

Colonia Carlos Pellegrini es un pueblo correntino situado sobre la laguna del Iberá –casi una isla entre los esteros– que nadie sabe por qué tiene nombre de político lejano y no se llama Yverá o Paso del Yverá. Aquel domingo salí con tiempo de Posadas porque allí me esperaban unos amigos para almorzar butifarra, chorizos y entrañas asadas en la matera de una linda casa a metros de la laguna.

El camino por las rutas provinciales 41 y 40 desde la nacional 12, recorre 140 kilómetros de tierra que suelen estar en buen estado si no llueve; y cuando llueve hay que pasar algunos bajos que pueden volverse infranqueables para un auto normal. Pero hace una semana el tiempo estaba muy bueno y el camino también. Lo que no estaba bueno es el clavo que se hincó en la cubierta trasera izquierda de mi auto y que, en lo que tardé en darme cuenta, dejó la goma hecha jirones; nada que no esté previsto por los fabricantes, que para eso ponen una rueda de auxilio y las instrucciones para cambiar la rueda estropeada. Pero la de auxilio estaba tan bien asegurada contra robos que fue imposible destrabarla con las mismas herramientas provistas por el fabricante y siguiendo al pie de la letra las instrucciones del manual del propietario.

Por ese camino pasa cada tanto buena gente y es lo que pasó esta vez. Primero llegó una pareja en dirección a la ruta 12, cuyo conductor me ofreció ayuda y prometió llamar a mis amigos del Yverá para avisarles que llegaría tarde a almorzar. Poco después llegó otra camioneta con cuatro ocupantes, esta vez con rumbo a la Laguna; los dos varones intentaron sin éxito destrabar la rueda, hasta que convinimos con las mujeres en que lo mejor sería que me acercaran a mi almuerzo y después ver cómo me las arreglaba para recuperar el vehículo. Así que me subí al todoterreno y seguí disfrutando del camino, esta vez en compañía de estos buenos samaritanos que me dejaron en la puerta de la casa en la que todavía ni habían prendido el fuego.

Terminamos tarde de almorzar. Después de la siesta, que tampoco fue corta, partí colado en un auto que volvía a Posadas. A unos 60 kilómetros nos encontramos con mi auto tal como lo había dejado, subido todavía al gato y con su auxilio imperturbable. Probamos de nuevo destrabar la rueda, pero ni nuestra inteligencia práctica, ni nuestras teorías, ni la técnica del fabricante sirvieron para nada…

Hasta que pasó un tractorista de Forestal San Francisco, una empresa misionera que tiene explotaciones por esa zona. Un capo. Se zambulló debajo del auto y después de casi una hora de maniobrar con una pinza y un par de fierros, destrabó la rueda de auxilio. Nunca nos dijo su nombre a pesar de pedírselo, solo recuerdo los brackets en sus dientes cuando celebraba su triunfo sobre nuestra incapacidad urbana.


Con las cuatro ruedas y gracias al tractorista anónimo, se me vino la noche cerrada en el resto del viaje a la Laguna. Tenía que ir despacio, para cuidar mis ruedas, porque era de noche y porque no tenía ningún apuro. Comprobé que viajar por ese camino, a oscuras, despacio y con las luces altas, es una experiencia alucinante. De día había visto ñandúes de buen tamaño, garzas, pacas, caranchos, bandadas de pirinchos y cantidad de pájaros que no conozco. También me encontré, en una sombra del camino, con dos motor home todoterreno de familias holandesas que disfrutaban del aire libre: parecían cruceros con ruedas, aptos para llegar con su propia casa a donde hiciera falta. Pero de noche aparecieron los carpinchos, los zorros y venados que salen a saludar de las zanjas o los potreros. Hay que decir que también aparecen algunos caballos, pero para el caso son animales que también hay que cuidar.

El lunes pude cambiar la cubierta en lo de un amable gomero del Yverá que justo tenía una usada de la medida de la mía, y agradecí al Cielo la pinchadura que me dio la oportunidad de conocer mucho más de lo que hubiera conocido sin ningún percance.