10 de abril de 2018

Facebook no era gratis


George Orwell imaginaba en 1949 qué iba a ocurrir en 1984, pero en 1984 no pasó nada de lo que Orwell presagiaba... El título fue un error de Orwell, que de profeta no tenía ni un pelo, aunque hay que reconocer su efecto marquetinero antes de 1984. Quizá hubiera sido mejor titularla The Big Brother y no situar en el tiempo a 1984, que trata más de la tiranía de la mentira que del tirano que usa la tecnología para espiar a todo el mundo.

Y si Nicolás Maduro se parece cada día más a Zacarías, el dictador protagonista de El otoño del patriarca, Facebook se está pareciendo al Gran Hermano que vigilaba con su ojo omnipresente a todos los habitantes del país imaginario de Orwell. No es que nos hayamos enterado ahora de que Facebook podía saber de nosotros más que los que más nos quieren, pero resulta que caímos en la cuenta de que Facebook negociaba esos datos con quienes estuvieran dispuestos a pagarlos.

Descubrimos, al fin y al cabo, que Facebook votaba por nosotros a fuerza de conocer los datos que hasta sin querer vamos incluyendo en la red social, que también es propietaria de Instagram y de WhatsApp. No nos molestaba tanto que conocieran algunos de nuestros gustos porque nos gusta que nos pongan a mano lo que nos gusta. Es lo que hace Netflix cuando pretende que nos guste una película, o Booking cuando nos ofrece alojamiento en los lugares donde hemos estado, o una cadena de electrodomésticos que sabe que hemos comprado un lavarropas. Ni más ni menos que lo que nos ofrece un dependiente de cualquier tienda para completar nuestra compra, o las estanterías de un supermercado con mercadería expuesta en los lugares por donde saben que vamos a pasar con nuestras necesidades a cuestas.

Ahora es imposible saber si Trump ganó gracias a Facebook, entre otras cosas porque en la política cínica de hoy en día todo es posible, hasta reprochar a Hillary Clinton por haber sido ingenua y no pagar más a esa empresa o a otras para contrarrestar el efecto Facebook.

Nos gusta que nos pongan a mano lo que nos gusta, pero lo que no sabíamos es que podían cambiar nuestros gustos para que nos guste lo que otros quieren que nos guste. Siempre es mejor negocio cambiar los gustos de la gente que fabricar esas extravagancias que le gustan a la gente. Y se ganan montañas de dinero... o se ganan elecciones, que es lo que pasó con Facebook y una empresa inglesa, en Estados Unidos, el el Brexit británico y parece que en otros países. Ahora es imposible saber si Trump ganó gracias a Facebook, entre otras cosas porque en la política cínica de hoy en día todo es posible, hasta reprochar a Hillary Clinton por haber sido ingenua y no pagar más a esa empresa o a otras para contrarrestar el efecto Facebook.

Las audiencias aprenden de los medios. Es una vieja tesis que vale la pena tener en cuenta una vez más ahora mismo. Nadie nos va a explicar hoy cómo usar un libro o el diario porque aprendimos a hojearlos hace siglos, pero le aseguro que cuando alguien empezó a cortar los rollos de papel y encuadernar libros, nadie sabía cómo era eso de pasar páginas una detrás de otra. Las primeras películas de cine espantaban al público con filmaciones de lo más osadas, como una locomotora que se acercaba peligrosamente a la cámara. Hoy para espantar al público tenemos que inventar escenas que en la época de la locomotora hubiera terminado en suicidios colectivos. Y si a mi abuelito le hubieran anunciado que lo eligieron presidente de los Estados Unidos le habría dado un síncope, pero si se lo dicen a uno de sus tataranietos, pediría el Air Force One y empezaría a dar órdenes, porque vio 800 películas de presidentes de los Estados Unidos y sabe perfectamente cumplir su papel.

Veamos la positiva: la modernidad dura un instante y los presagios de Orwell son imposibles porque no se puede manipular ni a una generación. Eso es lo que va a pasar con Facebook y las redes sociales, pero mientras nosotros aprendemos hay unos vivos que se aprovechan de los que pensábamos que Facebook era gratis.

5 de abril de 2018

El sueldo de los obispos


Apareció en la agenda pública de la Argentina el tema de los sueldos de los obispos. Todo empezó en las redes sociales, después en los medios y finalmente, como si hubiera estado preparado, el Jefe de Gabinete Marcos Peña soltó en el Congreso que el aporte total a la Iglesia de este año será de 130.421.300 pesos y que mensualmente los obispos diocesanos reciben 46.800 pesos y los obispos auxiliares y jubilados cobran 40.950.

Entre unos y otros y sin contar los que residen en otros países (hay uno que trabaja de Papa en Roma) los obispos argentinos suman 130, pero además de ellos, hay otros sacerdotes y seminaristas que cobran sueldos, asignaciones y subvenciones, algunas contempladas en la cifra global y otras que salen del tesoro por otras cuentas que no mencionó Peña. Hay cantidad de actividades que realiza la Iglesia que son ayudadas por el estado, entre otros motivos porque le sale más barato y es más eficaz si las realiza la Iglesia: baste con mencionar el trabajo de Cáritas en todo el país. Además están las exenciones impositivas a unas cuantas actividades solidarias y de ayuda a los más necesitados, que realiza la Iglesia en cualquiera de sus organizaciones horizontales o verticales.

El artículo 2 de la Constitución Nacional establece que el Gobierno Federal sostiene el culto Católico Apostólico Romano. Está bien adelante, en la zona fundacional de la Constitución y es cierto también que el verbo sostener aplicado a unas ideas o una religión resulta ambiguo, ya que no implica estrictamente el sostenimiento económico. Lo curioso es que dice "el Gobierno Federal" y no "la Nación Argentina" que es lo que convierte a la Argentina un país no confesional: es su gobierno y no su pueblo el que sostiene el culto. Además, y por la misma razón, la Iglesia Católica es una persona jurídica pública necesaria como lo es el Estado Nacional, es decir que no se atiene a las normas habituales de las personas jurídicas privadas ni depende de una inscripción o rendición de cuentas ante la Inspección General de Justicia.

Nos guste o no, es la Ley Suprema de la Nación que rige desde 1853 y fue confirmada en 1994. Pero la cuestión del sostenimiento del culto es anterior, concretamente de 1822, cuando Bernardino Rivadavia confiscó a la Iglesia una cantidad inmensa de bienes: hospitales, orfanatos, asilos, cementerios, colegios, universidades... Y también se quedó con otros inmuebles que la Iglesia usufructuaba para mantener sus actividades. Ese proceso respondía a un principio regalista de la época que incluyó el estatuto civil el clero y se llamó desamortización. Si le restamos a la desamortización los sueldos y subvenciones de 200 años, da como resultado que Estado Nacional nunca devolvió ni el 1% de lo que le sacó a la Iglesia. Es decir que todo bien con dar al César lo que es del César, pero el César todavía le debe a Dios miles de millones.

Lo del sueldo además tiene un cariz político. El estado dejó sin rentas a curas y obispos al confiscarles todo posible sustento, pero a cambio les prometió mantenerlos. Terrible cosa porque el que te paga es siempre tu patrón, así que el sueldo de curas y obispos se convirtió en un modo de exigirles contrapartidas. La cuestión del sostenimiento pudo convertirse fácilmente –y de hecho se convirtió más de una vez en nuestra historia no tan lejana– en una pérdida de independencia para la Iglesia.

Los obispos deberían actuar antes de que la necesidad de distracción promueva el fin del pago de sus sueldos. Se trata, más que nada, de salvaguardar la libertad de la Iglesia para realizar sus tareas pastorales. Eso requiere el compromiso de los católicos de ocuparse de sumar anualmente los 130 millones y muchos más. Hoy es fácil incluirlo en las liquidaciones de impuestos como para que cada uno decida a quien aportar un porcentaje mínimo, que multiplicado por cientos de miles dará, sin tanto esfuerzo, la cantidad que el estado pasaría a la Iglesia para que lo distribuya como mejor le parezca. Es el viejo sistema alemán, que rige también hace unos años en España y en otros países europeos de cultura cristiana.

4 de abril de 2018

La patria América


La patria es un concepto bastante amplio. Patria es donde nacimos y también donde morimos. Lo de nacer está claro para nuestros países de inmigrantes pero no tanto para los de emigrantes: para ellos patria es más donde están enterrados los antepasados. Así que la patria parece tener que ver con la cuna y con el cementerio. Donde están enterrados nuestros antepasados es la madre patria, que para cada uno será la que le toca. España es la madre de la Argentina porque de ahí desciende la patria, pero también Italia es la madre de los descendientes de italianos, Polonia de los polacos y Alemania de los alemanes...

Patria también es una mezcla de Argentina y corazón. Cuando decimos ¡Viva la Patria! expresamos que somos capaces de dar la vida por ella y cuando decimos ¡Vamos Argentina! pensamos más en un festejo futbolero que en la tumba del soldado desconocido.

En el concepto escolar la patria viene siempre con escudo y con bandera, con San Martín y con Belgrano, con los granaderos y con el himno nacional. Pero patria es también el barrio, la ciudad y la provincia. Patria es el valle, la selva, el río y la laguna. La patria está en la tierra mojada, en los olores de nuestra infancia, en el mapa del colegio y también en nuestra cabeza y en el corazón.

Y a quién le cabe duda de que nuestra patria grande es América. Latinoamérica, que es el nombre equivocado de la América Mestiza... o la América que solo limita con el Canal de Panamá y dos océanos, que es la América del Sur o Sudamérica. Nuestra América es tan patria como la Argentina –o Misiones o San Isidro– entre otras razones porque es la patria con la que soñaron San Martín y Bolívar, la que todavía se está gestando entre los Andes, el Amazonas y la Patagonia.

Seguro que tenían la idea de patria de nuestros fundadores quienes en 1949 decidieron que las universidades nacionales argentinas serían gratuitas no solo para los argentinos sino también para todos los latinoamericanos que quieran estudiar en ellas. Fue el decreto 29.337 (primer gobierno de Juan Domingo Perón) el que lo estableció con un criterio magnánimo y también con la inteligencia de que sería mucho más efectivo para la integración de la Argentina con el resto del continente.

Grandes y antiguos países tienen carísimos esquemas de difusión de sus culturas. Francia la Alianza Francesa; el Goethe Institut los alemanes; la Cultural Británica el Reino Unido; la Asociación Dante Alighieri los italianos y el Instituto de Cooperación Iberoamericano de los españoles. Todos ellos mantienen sedes y personal en cantidad de ciudades el mundo. Bueno, la Argentina decidió en 1949 que su programa de extensión cultural sería aceptar gratis a todos los ciudadanos latinoamericanos y sin más exigencias que las mismas que se exigen a los argentinos. Y no hay decreto, pero deberíamos aplicar el mismo rasero de las universidades a quienes vienen a la Argentina a curarse en nuestro sistema sanitario nacional o provincial. En este caso hay, además, serísimas razones de solidaridad entre hermanos.

Una notable cantidad de latinoamericanos hoy estudian y trabajan en la Argentina y parece que el número va en aumento. También han aparecido voces de rechazo y otras que piden reciprocidad como si el amor al prójimo o la hospitalidad fueran contrapartidas de obligaciones recíprocas. Integra nuestra identidad como nación el tener los brazos abiertos a todos los habitantes del mundo, tanto que está incluida en el preámbulo de la Constitución Nacional. Y el más mínimo gesto de xenofobia a nuestros compatriotas latinoamericanos es tan anti-argentino que da asco.