30 de enero de 2012

Un rinoceronte en las sierras de Córdoba

Tengo que confesar que un día maté una vaca. Dicho así, ahora, puede parecer criminal, pero en este mundo carnívoro y voraz debe ser de lo que más se mata, junto con pollos y chanchos. Y eso sin contar hormigas, mosquitos y moscas que se matan de gusto nomás.

Alguien los tiene que matar, lo más humanitariamente posible, para comer sus lomos, pechugas y jamones. También tengo que confesar que maté un cordero y hasta un lechón, para comer entre compinches con pan fresco y vino tinto. Y aviso que soy de los que piensan que no hay mejor destino para un cordero o para un chanchito con nombre y apellido. Pero lo de la vaca fue otra historia: la maté con aire de torero y estilo de Hemingway.

Era estudiante de Derecho en la Universidad de Córdoba y me arreglaba con lo que podía para mantenerme en esa ciudad que no era la mía. En esos días había dejado mi trabajo de las madrugadas en el mercado de abasto y hacía algunas changas para seguir juntando los poquitos billetes que me permitieran algo más que comer y dormir en La Docta: administraba una finca en las sierras durante el tiempo que, por muerte de su casera, había quedado sin cuidador.

La casa principal soportaba cierto abandono los días de semana, sobre todo el parque, que era pasto fácil para el ganado del vecino: apenas un capítulo de la eterna lucha entre agricultores y ganaderos. Y ya se sabe desde la época de don Ulpiano que tiene obligación de deslindar el que cría ganado y también que si una rama de níspero pasa al fundo vecino, los nísperos no son tuyos sino suyos.

El vecino era Hormiga Negra, un gaucho malandrín que no pensaba cuidar a la vez sus vacas y mis flores. Cada vez que llegaba yo a la finca, el parque estaba perdido de bosta, de pisotones y de mordiscos a las plantas que aguantaban sin chistar el atropello. Así que un buen día lo denuncié a la policía. Me dijeron en la comisaría que tenía que avisar al matadero municipal, que ellos secuestrarían las vacas y el vecino pagaría la pastura contra su devolución. Vinieron a arrear las vacas, pero camino del matadero sorprendí al funcionario entregando los animales a mi vecino por cuatro pesos. Fue entonces cuando resolví aplicar la estrategia que resulto súper eficaz.

La semana siguiente atropellé a las vacas con una pistola que tenía escondida en la casa. Las perseguí a los tiros por la cañada divertido como un enano. Hasta que una de ellas se puso brava, dio media vuelta y me encaró meneando su cabeza y su barrigota como un rinoceronte en la sabana africana. Me planté y le vacié el cargador mientras se acercaba a todo galope. Cayó fulminada, como caen los rinocerontes en las películas de cazadores, a un metro de donde yo estaba.

Aunque se merecía un trofeo encima de la chimenea de aquella casa, de la pobre vaca no queda más recuerdo que este relato, que cuento con el vértigo de la primera vez.

3 de enero de 2012

Sueños de libertad

A nuestra América mestiza se la puede definir de muchos modos. Uno de los que más me gusta es su geografía escandalosa: una columna vertebral de piedra y chocolate que sostiene, con ríos enamorados de los pájaros, su alucinante selva de chicha y miel. También la definen su lengua y su credo, sus ancestros, su historia colonial y su común independencia republicana.

Pero lo mejor de nuestra América no son los ríos multicolores, ni los Andes imperiales, ni los bosques dulzones del trópico. No son nuestros padres ibéricos, ni nuestra historia común, ni nuestra heroica independencia, ni el cristianismo popular. Lo mejor de nuestra América es la genética libertaria de su gente que llevamos indeleble en nuestra identidad mestiza, acholada, desvergonzada, dulce y amarga, pecadora y piadosa al mismo tiempo… pero siempre libre.

Nos distingue del resto del mundo nuestra ansia infinita de libertad, marcada a fuego en cada célula de nuestra identidad. A los conquistadores les bastó con tocar la tierra americana para contagiarse de una libertad que no tenían en sus países de origen. Luego los siguieron los inmigrantes de todo el mundo que se cobijaron en nuestra geografía. Y los que no resistían el aire libre se volvían con la cabeza gacha a la seguridad del sistema en el que todo está previsto.

A partir de la primera década del siglo XVII los españoles que pasaban a América traían todos El Quijote de la Mancha en su morral. Ya en la travesía leyeron a la luz esquiva de una vela que por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida. Esas ansias se mezclaron con las americanas en cuanto pisaron este suelo y ante el escándalo de los que piensan en gran parte del mundo que sin vida no se puede ser libre, al sur del Río Bravo no queremos vivir sin libertad. Esa genética se conformó en un crisol de 300 años y explotó hace ahora dos siglos, cuando fraguó la raza americana y se reveló ante el despotismo de reyes y virreyes de España y Portugal y sus plomizas burocracias.

Pero de vez en cuando, como una pesadilla recurrente, aparece todavía algún tiranito en el continente. Son la reencarnación de los déspotas de antaño, con ínfulas de virrey y ademanes de Santo Oficio. Audaces sin fundamento que en lugar de servir a los ciudadanos se sirven de ellos, los maltratan como vasallos y los ahogan con impuestos y reglamentos. Se adueñan del gobierno y del estado, que convierten en su patrimonio. Debajo de ellos, hay siempre unos bandidos aprovechados que medran con la desgracia de la mayoría reprimida por el déspota. Ahora esos aprendices de Luis XIV han puesto a su servicio la democracia, que entienden como la imposición a todos de las ideas de una mayoría efímera, en lugar de la convivencia pacífica de los que piensan distinto.

La buena noticia es que los tiranos tienen los pies de barro. Desde la época de Nabucodonosor su astucia consiste en esconderlos de la vista del pueblo. Antes lo hacían con oropeles, ahora con una diarrea escabrosa de palabras. Los derrota la audacia y la valentía de un solo inocente que se anime a lanzar la piedra que los derrumbe.