18 de octubre de 2018

Candelaria, Ricci y Bergoglio

La misión de la Nuestra Señora de la Candelaria había sido fundada por Roque González el 2 de febrero de 1628 en el actual territorio de Río Grande do Sul, pero diez años después no aguantaron más a los bandeirantes que atacaban las reducciones para llevarse los guaraníes a sus plantaciones; entonces se mudaron al Paraná, primero a la margen derecha y luego a la izquierda, cerca de la desembocadura del arroyo Igarupá. Allí está todavía lo que quedó de la antigua Candelaria, pegada a la nueva Candelaria que creció donde estaba asentado el pueblo. La iglesia y el colegio quedaron desiertos cuando se llevaron presos a los curas en junio de 1768. En 1940 la Dirección General de Servicios Penales compró por 40.000 pesos moneda nacional las 157 hectáreas de la estancia que contenía lo que quedaba de la antigua reducción. En 1943 el Estado Nacional encargó al Servicio Penitenciario Federal el cuidado de las ruinas (debían pensar que se podían escapar).


Resulta que cuando se fundaban nuestras misiones, moría en China Mateo Ricci, un jesuita que en estos días cobra especial relieve. Había nacido en Macerata (hoy Italia) en 1552 y murió en Pekín en 1610. Ricci era un bocho en aquella península renacentista. Uno de esos genios que sabían todo lo que se podía saber: matemático, geógrafo, astrónomo, filólogo, filósofo… que un buen día larga todo, se hace jesuita y se va a la China. Desde entonces dedicó su vida y su ciencia a cristianizar a los chinos. Pero Ricci no fue el primer misionero ni el primer jesuita que llegó a la China: desde la época de Marco Polo y detrás de los mercaderes venecianos y genoveses, llegaron algunos franciscanos que solo atinaron a intentar trasplantar el cristianismo, pero por más que lo intentaban no prendía en los chinos. Luego Francisco Javier y los primeros jesuitas llegaron a las costas de China en las naves de los comerciantes portugueses del siglo XVI. Pero fue Mateo Ricci el primero que se atrevió a entrar de verdad en la China con una audacia que nadie entendió en su tiempo: decidió adaptar el cristianismo a las costumbres, al modo de pensar y al lenguaje –vehículo del pensamiento al fin y al cabo– de los chinos. En cuanto llegó a Macao, Ricci se dio cuenta que tenía que cambiar su atuendo y su aspecto si quería entrar en el corazón y en la cabeza de los chinos y se convirtió en un sabio chino, una especie de mandarín. Pero resultó que algo puramente formal, que hoy nadie reprocharía, le valió la reprobación de sus contemporáneos que pensaban que estaba devaluando la fe.

Tanto China como nuestras Misiones fueron abandonadas por los jesuitas cuando una sombra misteriosa de la historia provocó su expulsión de los reinos de Portugal en 1759 y España en 1767 y luego su disolución por el Papa Clemente XIV en 1773.

Estoy seguro de que la historia de Francisco Javier y de Mateo Ricci ha ejercido una inmensa fascinación en generaciones de jesuitas y sin dudas en Jorge Bergoglio, el jesuita argentino que trabaja de Papa en el Vaticano y que está consiguiendo lo que no consiguieron ni Ricci ni Javier ni ninguno de los que lo precedieron en el intento.

El Papa, China y la Argentina

Pasó bastante inadvertido el 22 de septiembre de 2018 uno de los acontecimientos más fuertes en lo que va del siglo XXI. Jorge Bergoglio, el argentino más universal, será recordado en la historia por este hecho y no por las peleítas de adolescentes inmaduros en las que muchos de sus compatriotas intentan involucrarlo.


Resulta que después de años de negociaciones, la Santa Sede consiguió unir a la Iglesia Patriótica China con la Iglesia Católica Romana. Puede parecerle una exageración eso de que es uno de los acontecimientos del siglo XXI, entre otras cosas porque todavía falta el 82 % del siglo, pero por eso mismo se lo voy a tratar de explicar. Como temo que si lo intento con los que no conocieron el comunismo se me va a agotar este espacio y el de otros siete blogs, me conformo con aclarar para los millennials y post-millennials que el comunismo era una ideología que había cuando los más grandes éramos chicos y a esa ideología no le gustaban las religiones. Karl Marx, el inventor alemán de lo que terminó en comunismo gracias al ruso Vladimir Ilich Ulianov (Lenin), describía las religiones como el opio de los pueblos. Es que para Marx la religión adormece a los ciudadanos y por tanto impide la revolución; ya se ve que tenía una concepción integrista de la religión, como la puede tener una persona que las juzgara conociendo sólo el fundamentalismo islámico.

Como Mao Zedong, el fundador comunista de la República Popular China, no lograba terminar con el cristianismo, se le ocurrió controlarlo. Fue así que en 1957 puso a la Iglesia Católica de China –eran apenas tres millones– bajo la órbita de la Administración Estatal de Asuntos Religiosos. A partir de 1957 si querías ser católico (no solo católico: hizo lo mismo con varias confesiones cristianas y no cristianas) tenías que ser de la llamada Asociación Patriótica Católica China. Esto no es una novedad, la Iglesia de Inglaterra, la de Suecia, la de Noruega, de Dinamarca, de Rusia, de Grecia, de Armenia y unas cuantas más… son iglesias cristianas separadas de Roma y dependientes, hace más o menos tiempo y de diversos modos, del poder político de esos países; en todos ellos la Iglesia Católica pasó por situaciones parecidas a las de la China contemporánea y no han resuelto todavía la cuestión –esencial en cualquier cristiano– de la unidad con san Pedro.

Fue así que casi todos los católicos chinos se pasaron a la Iglesia Patriótica, que conservó los templos, santuarios, catedrales y el resto de características de la Iglesia Católica, pero dejó de estar unida al Papa (Mao y sus sucesores podían tolerar el opio de los pueblos pero no que una autoridad extranjera se inmiscuyera, como creían, en los asuntos internos de China). Los católicos chinos que querían seguir unidos a Roma tenían que practicar en la clandestinidad y eso les podía costar la vida o la cárcel. No sé si porque los héroes son escasos o por estrategia, parece que la mayoría de los católicos le hicieron pito catalán al comunismo y siguieron practicando su religión en la onda patriótica pero cruzando los dedos, a la vez que los Papas recalcaban al mismo tiempo la ilicitud y también la validez de los sacramentos y del culto mientras se respetara la sucesión apostólica de los obispos, y a esa la respetaron a rajatabla. Fue así como en 60 años los católicos chinos pasaron de 3 a unos 20 millones.

El sábado 22 la Santa Sede y la República Popular China firmaron un acuerdo provisional que permite a la Iglesia Católica ejercer libremente su culto, y lo que es más sorprendente, se disuelve la Iglesia Patriótica que vuelve a ser la Católica de Roma. En el mismo documento el Papa reconoce a los obispos patrióticos y los recibe en la Iglesia, y pasan a depender de su autoridad los 20 millones de católicos de China con sus casi 5.000 templos entre catedrales, parroquias, capillas y santuarios. A partir de ahora los obispos serán propuestos por China y nombrados (o rechazados) por el Papa.

China –con un quinto de la población mundial, llamada a ser la primera potencia– le abrió las puertas a la Iglesia Católica. Las consecuencias de este hecho son imposibles de calcular, pero le aviso que no serán solo religiosas… y las provocó un argentino que trabaja de Papa en el Vaticano, mientras sus detractores vernáculos siguen enojados porque no hace lo que ellos quieren que haga, o no dice lo que ellos quieren que diga.

8 de octubre de 2018

Tortuguitas en el asfalto

El título principal de un diario de Catamarca anunciaba que el concejo municipal había prohibido las tortuguitas en las calles de la ciudad. Curioso, me adentré en la noticia a ver qué era eso de prohibir unos animalitos inocentes, inofensivos y simpáticos en la vía pública de todo un valle. Ahí me enteré de que los lugareños llaman tortuguitas a las tachuelas que pone el municipio en el pavimento para reducir la velocidad de los vehículos.


Me dieron ganas de felicitarlos por el progreso intelectual colectivo inmenso que significa darse cuenta de que las tortuguitas, los lomos de burro, vigilantes acostados, chapas muertos, lomadas, túmulos o como se llamen, son una regresión a la época de las cavernas.

Supongo que la idea de llamar tortuguitas a las tachuelas que evitan que andemos rápido por las avenidas se debe a que parecen tortugas en fila, o quizá también porque los que las ponen son funcionarios lentos... No sé si son mejores o peores que las lomadas, pero me alcanza con que no me rompan la paciencia, además del auto, el día que me olvido de que están ahí; es que hay algunos imposibles de pasar con autos normales sin raspar su barriga.

Pero lo que me atormenta de las tortuguitas no es el auto roto: eso tiene arreglo. Lo terrible –tenebroso diría– es que se trata de la confirmación más palmaria de nuestra incapacidad por hacer cumplir las leyes. Las tortuguitas son la materialización de un razonamiento que podría enunciarse así:

La ley dice que hay que transitar a 30 kilómetros por hora. No tengo recursos legales para hacerte bajar la velocidad, así que si vienes a más de 10 km/h te rompo el tren delantero...

Sería como si en lugar de controlar la velocidad con un radar direccional, le tiraran con un misil antitanques al que viene más rápido de lo permitido; es la lógica de la época en que no había leyes y mandaba el más fuerte.

Imagínese por un rato las tortuguitas como lo que realmente son: baches, obstáculos que también nos hacen reducir la velocidad. Hacemos un pavimento perfecto para que los automóviles circulen cómodamente y después lo malogramos con un obstáculo para romper el tren delantero de un Hummer en Afganistán, del mismo modo que lo rompería un bache profundo de bordes bien filosos, producto del descuido de la autoridad. No se entiende para qué pavimentan las calles si después las destrozan con estos artefactos rompecoches.

Mejor y mucho más barato sería dejar las calles destruidas, que así vamos a ir todos despacito y nuestras ciudades recuperarán el encanto vintage de la época de la colonia.