29 de enero de 2023

Justicia y opinión pública

Durante la últimas dos semanas hemos presenciado, casi en directo y como si fuera un espectáculo, las audiencias testimoniales del juicio oral a los ocho sospechosos del asesinato de Fernando Báez Sosa, el adolescente de 17 años que fue muerto por una patota de amigos de Zárate el 18 de enero de 2020 en Villa Gesell. Luego, ahora sí en directo, los alegatos de la fiscalía, los particulares damnificados y la defensa de los imputados. Hasta la sentencia, que será pública el 6 de febrero, no se puede aventurar la condena de la Justicia. No es el propósito de esta columna adelantar ninguna opinión sobre semejante asunto: solo me baso en el relato de los hechos, tal cual los conocemos por los medios y fueron relatados en las audiencias y alegatos del juicio oral.

Me parece una barbaridad cualquier condena y no me importa que me tachen de garantista. Quizá lo sea, como el Papa que lo acaba de afirmar de sí mismo, pero no por pensar que la culpa del delito es de una sociedad injusta –que lo es– sino porque las cárceles no arreglan nada. Me alcanza con calcular que si les dan prisión perpetua, algunos de esos chicos pueden salir a los 70 años (por cumplir 70, no por cumplir la condena). Pero además su vida será un infierno en un país cuya Constitución garantiza que las cárceles no deben ser un infierno... Y me dan escalofríos solo por pensar que alguien reclame ese castigo para un ser humano, aunque haya cometido el crimen más aberrante. Todos sabemos que a pesar de lo que diga nuestra Constitución en su artículo 18, las cárceles argentinas son incubadoras de delincuentes, cuarteles generales del crimen organizado y focos de corrupción de los servicios penitenciarios. No sirven para lo que tendrían que servir y ni siquiera cumplen con los estándares mínimos que exigen las leyes.

En todo el debate que se dio en estos días en la opinión pública, casi no se oyó otra cosa que precisamente eso: que se pudran en la cárcel. Supongamos que se lo merecen: la macana es que no arreglamos ninguna otra cosa que no sea fomentar –nunca saciar– la sed de venganza de las persona que ha sufrido la pérdida irreparable de un hijo, un hermano, un amigo... y lamento informarles que la venganza no es un sentimiento muy noble. Sí se entiende, en cambio, el principio constitucional, también consagrado en el artículo 18: la privación de la libertad para los que cometen delitos no es para castigar a nadie sino para garantizar la seguridad de los que no los cometen. Por eso los jueces que dictan una prisión perpetua tienen que estar convencidos de que quienes van a pasar el resto de sus días en la cárcel solo estarán allí porque son peligrosos para el resto de la sociedad.


Provocando ese espectáculo con la intención de mover la balanza de la opinión pública y de los jueces, aparece el abogado de los padres de la víctima (la querella de los particulares damnificados es un derecho, pero no un deber como el de la defensa de los imputados o la acusación por parte del Estado). En este caso fue el patrocinante quien eligió a sus patrocinados y lo hizo ad honorem, pero es el mismo que se enriqueció patrocinando a los asesinos de José Luis Cabezas; a los culpables de la muerte de Rodrigo Bueno; también a Horacio Conzi y a Giselle Rímolo; a Diego Maradona; a Francisco Trusso y a los gerentes de Skanska... y ahora se aprovecha de un caso que le viene al pelo para lavar su imagen ante la opinión pública. 

Con pretensiones de pasarse a la política y conocedor del impacto que tendría en los medios, se instaló como abogado de causas justas, aunque no pudo evitar un estilo agresivo que parece innato. Él y sus socios aparecieron en los medios como si pagaran publicidad, con preguntas inducidas o pasadas de antemano a periodistas y a medios que deberían avergonzarse de vender sus plumas, sus micrófonos y sus cámaras. Y si no se vendieron o pensaron que la causa valía la pena por lo justa, sirvieron de idiotas útiles a las pretensiones políticas de un abogado sin muchos escrúpulos.