28 de marzo de 2018

Dresde y Candelaria


La antigua reducción jesuítica de la Candelaria está arruinada porque solo quedan en pie algunos muros de canto. Durante un temporal veraniego que azotó el sur de Misiones, se cayó uno de esos pocos muros que todavía estaban en pie. Las ruinas de Candelario están arruinadas y también están presas porque la antigua reducción permanece encerrada desde 1943 en la Unidad Penal 17 del Servicio Penitenciario Federal. A pesar de su excelente conducta está a punto de cumplir 75 años de condena.

Que las ruinas se arruinen sería lo más normal. Eran ruinas antes y lo seguirán siendo después del derrumbe de uno de sus muros. Es más: el muro caído pasa a integrar la mayoría de la reducción, de la que queda apenas alguna pared de piedra y en muy mal estado por la acción sobre todo de la vegetación. Mantener ruinas es un contrasentido del tamaño de un castillo. Todo el mundo sabe que el modo más eficaz de mantenerlas no es poner en valor las ruinas: lo que hay que poner en valor son las reducciones.

Dresde, en el valle del Elba, es la capital del estado federado de Sajonia. La antigua ciudad medieval fue destruida por un incendio en 1685 y sobre ella se construyó una bellísima ciudad barroca que era el orgullo de Alemania. Entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, doce semanas antes del fin de la Segunda Guerra Mundial y para vencer la resistencia alemana, los aliados la bombardearon con cientos de toneladas de bombas explosivas e incendiarias que provocaron tormentas de fuego de más de 2.000 grados centígrados. La ciudad se convirtió en una caldera en la que murieron 40.000 personas. Del centro histórico no se salvó nada: las piedras con las que se construyeron los palacios, iglesias, puentes, teatros y castillos se derritieron como la lava de un volcán.

Pero si hoy usted va a Dresde se va a encontrar con la ciudad barroca que fue. Falta alguna iglesia de las que estaban antes del bombardeo, pero hay que saber mucho para darse cuenta. Los alemanes reconstruyeron Dresde a nuevo y hoy podemos admirar esa ciudad como antes de los desastres de la guerra, o mejor todavía: los palacios que antes no tenían luz eléctrica ni agua corriente ahora sí que tienen y no hay un solo caño por fuera de las paredes.

Bueno: así es Europa, el continente que ha sido campo de batalla de todas las guerras desde el Imperio Romano a nuestros días. Una y otra vez destruyeron ciudades enteras y una y otra vez las reconstruyeron y cada año superan el número de turistas. Es la comprobación empírica del dicho castizo que asegura que no hay mal que por bien no venga. Ahora tengo la molesta impresión de que si en estos 500 años más occidentales del continente, hubiéramos tenido en América las guerras que se desataron en Europa, los americanos del sur viviríamos entre ruinas. Y la molesta impresión la tengo solo por comprobar que en lugar de reconstruirlas, nos empeñamos en conservar arruinadas las únicas ruinas que tenemos de un pasado de gestas gloriosas.

Se pueden reconstruir las misiones, empezando por San Ignacio Miní, Santa Ana o Santa María la Mayor... En otros casos, como Apóstoles o Concepción de la Sierra, se pueden recuperar las antiguas iglesias porque los pueblos siguieron vivos y evolucionaron en ciudades actuales. Después están las construcciones más abandonadas como Loreto, Mártires o Candelaria, pero ninguna de todas ellas sufrió lo que Dresde: nuestro patrimonio es mucho más fácil de reconstruir que una catedral barroca alemana del siglo XVIII.

Lo hicieron en Dresde y en toda Europa y también en el caso mucho más cercano y parecido de las misiones de Chiquitos, en Bolivia. Pero en nuestro caso de hay una razón mucho más evidente: la provincia se llama Misiones, no Ruinas.