17 de abril de 2017

El puma asesino


Unos 20 minutos después de las seis de la tarde del domingo 21 de septiembre de 1997 un puma se llevó a Ignacio, el hijo de año y medio del guardaparques tucumano que vivía en una casa cercana a los circuitos turísticos de las cataratas del Iguazú. Una hora después encontraron el cuerpo de Ignacio en la selva, no muy lejos de la casa. Estaba destrozado por las garras y los dientes del puma. El martes los guardaparques mataron a una hembra vieja que no tenía nada que ver con el episodio y el intendente del parque tuvo que parar la cacería porque los pumas no tienen la culpa de ser pumas.

Era evidente que los responsables de la muerte de Ignacio eran sus padres, que ya tenían suficiente penitencia: la muerte de un hijo agravada con la propia responsabilidad. Pero en los días que duró viva la noticia en la agenda informativa, la televisión de Buenos Aires mandaba puma asesino en sus títulos. No se les ocurría que es imposible que un animal asesine a nadie porque no es sujeto de derecho y no tiene responsabilidad ni libertad para serlo. Además no había que preguntarse qué hacía el puma cerca de la casa del guardaparques sino qué hacemos los humanos en la selva. Unos días después me enteré de que el puma aparecía seguido a buscar la comida que el guardaparques le dejaba con la idea de hacerse amigo del animal...

En marzo de 2017 apareció otro puma en las cataratas. Debe ser nieto o bisnieto del que atacó a Ignacio. Y durante una semana entera se escandalizaron los medios de Buenos Aires porque conocieron la orden del jefe de guardaparques de reducirlo vivo o muerto. Las instrucciones para encontrar al puma autorizaban a los funcionarios a dispararle para proteger su propia vida o la de los visitantes del parque, un caso evidente de defensa propia… solo que, como decía, el puma no tiene la culpa de ser puma.

El puma es uno de los animales más versátiles de América. La mismísima especie –puma concolor– habita desde Alaska a Tierra del Fuego. Vive un promedio de ocho a doce años y pesa entre 50 y 70 kilos (las hembras son más chicas). Ahora me entero de que no rugen como los otros grandes felinos y sí ronronean, como los gatitos. Y también como a los gatitos no les gusta nada que les invadan la casa. Son tímidos y se dejan ver poco por animales más grandes como nosotros.

No estaría de más decirles a los turistas que no pensamos matar al puma porque ellos quieran ver cómo caen millones de litros de agua en los saltos del Iguazú. Y lo que estaría genial –y seguro que atraería a muchos más– es la ruleta rusa del puma. Bastaría con poner carteles que lo adviertan: “Usted puede ser atacado por un puma”. Sería una acción de marketing sensacional y de paso les explicamos a los paseantes que somos nosotros los que molestamos al puma y no el puma el que nos estropea la visita a las cataratas.

Me hacía ver un amigo en estos días que casi a la par del puma de Iguazú apareció un aguará guazú paseando por una calle de Santo Tomé. El aguará es un zorro orejudo y grandote de patas largas que habita los esteros de Corrientes. Quizá algún científico haya estudiado la nueva conducta de los animales silvestres, que se aplica a todas las especies y sobre todo a los pájaros de las ciudades, cada día más atrevidos. Mientras, me aventuro a lanzar una hipótesis esperanzadora: los animales se nos acercan porque nos hemos vuelto más humanos.

Pero ojo, que aunque nosotros seamos más humanos los pumas nunca dejarán de ser pumas.


La fotos del puma y del aguará fueron tomadas por quienes los vieron.