26 de febrero de 2023

Un año en guerra


La guerra cumplió un año. No hay nada que festejar, pero sí hay algo que celebrar: Ucrania sigue luchando contra un invasor temible, desproporcionado y atroz. Y no es que resista en un reducto cada vez más chico y asilado de su geografía: lo ha hecho retroceder an algunos frentes y lo contiene en las provincias separatistas y prorrusas del este. Es cierto que Rusia logró abrir un corredor al norte del mar de Azov, hasta la península de Crimea que se apropió en 2014, pero lo hizo a costa de destruir ciudades como Mariupol. Eso parece no mosquear a los ucranianos, que se muestran dispuestos a retomar la rebelde región del Dombás y también la península de Crimea en este segundo año de la guerra.

Del año que pasó queda Vladimir Putin aislado del resto del mundo ya que ni Xi Jinping está convencido de apoyar esa locura. Por el otro lado, a Ucrania la apoya gran parte de las potencias occidentales, sobre todo Estados Unidos, la NATO y la Unión Europea, que vaciaron sus arsenales de armas vencidas para ayudarlos a luchar contra el invasor; lo interesante es que ahora han empezado a entregar armas de última generación... 

Es cierto que Rusia tiene –o tenía– el segundo ejército más poderoso del mundo, pero le juegan en contra dos factores cruciales: la corrupción que campa en su logística y complica sus movimientos y las pocas ganas de sus soldados de luchar en una guerra que no mueve la aguja del patriotismo. A pesar de sus ingentes fuerzas armadas, Rusia ha tenido que contratar un ejército de mercenarios sin patria –que incluye presos sin esperanza– para sus operaciones de vanguardia.

No se puede someter a un país por mucho tiempo, a no ser que se extermine a todos sus habitantes y se arrasen todas us ciudades... y ni siquiera así. Putin creía que si instalaba un gobierno títere en Ucrania conseguiría un país vasallo, pero tuvo que retirarse de las puertas de Kiev cuando vio que solo iba a lograrlo con tierra arrasada. Entonces concentró sus esfuerzos bélicos en el corredor que une Crimea con la Madre Rusia.

Me puedo equivocar, pero todo indica que, como van las cosas, antes del 24 de febrero del 2024 se terminan los días de poder de Putin. Lo que no sabemos es si su final será en modo Nicolae Ceaușescu o Erich Honecker, los tiranos comunistas de Rumania y Alemania Oriental. El efecto dominó caerá sobre Bielorrusia y su presidente Alexander Lukashenko y otros dictadores títeres de Rusia que mandan en estados desmembrados de la antigua Unión Soviética.

El mal supremo no es tanto la guerra como la agresión. Cuando uno es agredido no le queda más remedio que luchar contra el agresor hasta vencer o morir. Es la pelea por la vida y por la libertad y no hay fuerza humana que pueda contraponerse. La guerra es un enigma, una enfermedad del proyecto humano que desde Caín y Abel –y antes también– certifica que el conflicto está en nuestra naturaleza caída. No queda otra que tratar de evitarlas y de minimizar sus consecuencias.

Los invasores armados causan desastres y se van como vinieron. En cambio, los que prosperan hace siglos son los imperios comerciales, que dominan fabricando, comprando y vendiendo Coca Cola y ChatGPT; Disneylandia y CNN; petróleo y gas; agua, litio y cobre; trigo y cebolla.... Y para completar el panorama vale la pena recordar que esos imperios no solo fabrican, compran y venden información, alimentos, energía o sueños; también tienen el monopolio de las armas.

19 de febrero de 2023

Madres rusas


Pasé unos días del invierno de 2016 en Luarca, un puerto de pescadores en la Cornisa Cantábrica. Lo bueno es que allí era verano... pero no voy a contar mi veraneo con amigos asturianos, playas escondidas entre los acantilados, delicias del mar y de la tierra y largas partidas de mus, sino de algo que se encuentra en muchos lugares de Asturias, Galicia, el País Vasco o Extremadura: las casas –a veces verdaderos palacios– de los indianos. En Luarca hay varias imponentes, pero dos están una enfrente de otra y se llaman Villa Argentina y Rosario. La Villa Argentina ahora es un hotel y Rosario sigue siendo la imponente casa señorial de una familia que hizo su fortuna en esa ciudad de Santa Fe.

Unos cuantos años antes hablé cuatro palabras con un viejo vasco que cuidaba el estacionamiento de un club de golf en el valle de Ulzama, en Navarra. Al reconocer mi acento me confesó que había emigrado a la Argentina, donde vivió varios años, pero con tan poca suerte que tuvo que regresar a España tan pobre como salió. Nunca se animó a volver a su pueblo y sus parientes seguían convencidos de que sería rico en la Argentina.

Muchos inmigrantes, de esos que vinieron con una mano adelante y otra atrás, volvieron a Europa a mostrar su fortuna. Otros volvieron como vinieron, porque no les fue bien, porque extrañaron su tierra o porque se les dio la gana. Y otros –no conozco la proporción pero alguien la habrá estudiado– se quedaron aquí, se hicieron argentinos y hoy llevamos su sangre en nuestras venas. A veces esa vuelta a los orígenes se ha dado en la segunda, la tercera o la cuarta generación, y tiene cierto olor a fracaso del sueño de los abuelos porque ellos también vinieron a empujar a la Argentina hacia el progreso, la libertad y el bienestar que no encontraban en su tierra.

La Argentina es un país generoso: tiene los brazos abiertos a todos los hombres del mundo que quieran habitar su suelo. Lo dice el preámbulo de la Constitución, pero no solo el preámbulo. El artículo 20 establece que los extranjeros gozan de los mismos derechos que los nacionales y no están ni siquiera obligados a hacerse argentinos, pero si quieren, lo consiguen con solo vivir dos años en el país, periodo que se acorta a tres minutos si el extranjero lo solicita alegando servicios a la patria. Los constituyentes de 1853, conscientes de que había que poblar la Argentina, establecieron una curiosa preferencia por la inmigración europea, pero además quedó legislado (artículo 25) que el gobierno federal no puede restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes.

Cuando llegaron nuestros abuelos nadie les preguntó si se iban a quedar mucho o poco, si iban a volverse ricos o pobres. Los funcionarios de migraciones apenas podían transcribir sus nombres de unos pasaportes maltratados. Y aquí estamos nosotros, hijos, nietos, bisnietos o tataranietos de los parias de aquellos años, que venían a buscar una nacionalidad amigable.

La generosidad y los brazos abiertos argentinos se mezclaron en estos días con cierto nacionalismo barato, cuando en los medios nacionales aparecieron con destaque cantidad de rusas embarazadas que llegan a la Argentina a parir a sus hijos solo con el fin de gozar de nuestros derechos en todo el mundo; derechos que no tienen como rusos por culpa del frenesí invasor de Vladimir Putin. Pueden enseñarnos mucho y también ayudar a levantar este país, quizá tanto como los venezolanos, los chinos o los senegaleses, que no son europeos pero eso ahora no importa tanto. Nos debería bastar con saber que son parias y que su nacionalidad es tóxica, para recibirlos con los brazos abiertos. El problema no son las madres rusas sino los que trafican con la urgencia humana.

12 de febrero de 2023

Más pena no significa más justicia


Dediqué las últimas columnas a los dos juicios orales de este verano, en Dolores (provincia de Buenos Aires) y en Santa Rosa (La Pampa). El primero por del asesinato de Fernando Báez Sosa, muerto a golpes y patadas por ocho amigos de Zárate en la salida de un boliche en Villa Gesell el 18 de enero de 2020. El segundo, por el asesinato de Lucio Dupuy, el chico de cinco años maltratado, abusado y luego muerto a golpes por su madre y la pareja de su madre el 26 de noviembre de 2021.

Los crímenes son todos repudiables, pero el de Dolores conmovió especialmente a la opinión pública debido a la autopromoción de un abogado manipulador. No critico la conmoción en sí misma, que no tiene nada reprochable, sino la exageración, la desproporción entre la culpa y la pena, omnipresente en las coberturas periodísticas desde Dolores. No es un tema fácil y puede ser que provoque reacciones airadas: no me preocupa porque provocar es la función principal del periodismo.

La pregunta que quiero plantear es la que contesto en el título: ¿Más justicia significa más pena? Pero hay otras... ¿Se puede gritar a los jueces que solo la prisión perpetua es justicia? ¿Es lícito intentarlo, sabiendo que está mal porque los jueces nunca deben dejarse influir en sus sentencias por la opinión pública? ¿Se puede tachar como injusta una sentencia porque fue más benévola de lo que nos gustaría? Y hay otra más brutal: ¿Se puede desear el mal? Creo que nadie me va a decir que sí, pero si planteara la pregunta de otro modo, quién sabe... ¿Se puede desear el mal a quien hizo el mal? ¿Se puede castigar a quienes nos hacen daño? ¿Se puede torturar a quienes nos lastiman? No se puede. De ningún modo.

¿Y se puede arruinar la vida de unos adolescentes que no son asesinos por naturaleza, por más pavotes y culpables que sean? Sí. Se puede porque la ley lo establece, pero... ¿nos podemos alegrar por esas penas que convierten el resto de sus vidas en un infierno? Yo creo que no. ¿Y qué es peor, matar o desear la muerte? Las dos cosas son casi igual de malas...

La ley del ojo por ojo y diente por diente fue superada hace 2000 años. El cristianismo consiguió cambiarla por todo lo contrario y mejoró notablemente la vida en sociedad: el perdón, que es el remedio de verdad. Y por si hubiera alguna duda, los cristianos le pedimos a Dios que nos perdone a nosotros según nuestra propia capacidad de perdonar. Pero una cosa es el cristianismo y otra las leyes penales; una cosa es el delito y otra el pecado.

¿Alguien piensa que la cárcel arregla algo? La Constitución (artículo 18) dice que deben ser sanas y limpias y que no son para castigo de nadie, lo que hace ilegales todas las exigencias de castigo, hasta las de las Madres de Plaza de Mayo. Pero además dice que deben ser sanas y limpias, lo que hace también ilegales todas las cárceles en las que se mortifica a los presos más allá de la falta de libertad, que ya es muchísimo. Pero además todos sabemos que las cárceles argentinas no reforman a los presos sino que los vuelven peores. Y también que para reformar a un delincuente no es una buena idea hacerlo convivir entre otros delincuentes. Estoy seguro de que las generaciones futuras se horrorizarán de lo que hacemos hoy con los que cometieron delitos como ahora nos horrorizamos de la esclavitud.

Una madre, indignada con algo que escribí, me decía que me quería ver a mí con un hijo asesinado por esos monstruos, a ver qué pensaba. Pienso que intentaría perdonarlos y también que me alcanzaría con un hijo en el cementerio como para pedir que ocho más estén muertos en vida, sufriendo una tortura interminable e insoportable –completamente ilegal– en una cárcel argentina. Y también pienso que si tuviera un hijo asesino, haría lo que sea por salvarlo de esa tortura, aunque fuera tan ilegal como una cárcel argentina.

5 de febrero de 2023

El otro juicio


En Santa Rosa (La Pampa) terminó esta semana el juicio oral a las asesinas de Lucio Dupuy, el chiquito que murió el 26 de noviembre de 2021 a causa de una golpiza en su propia casa. Su madre, Magdalena Espósito, y la pareja de su madre, Abigail Páez, fueron declaradas culpables de homicidio con agravantes. En el caso de la madre los agravantes son el vínculo, la alevosía y el ensañamiento. Su, digamos novia, tiene cargos de homicidio agravado por alevosía y ensañamiento y también por el delito de abuso sexual ultrajante cometido contra el chico de cinco años. El fallo declaró solo la culpabilidad y las condenas serán dadas a conocer el 13 de febrero, pero con estos cargos se descarta que les darán prisión perpetua a las dos: 50 años en la cárcel sin ninguna posibilidad de excarcelación ni reducción de pena.

Refiriéndome a las condenas de los asesinos de Fernando Báez Sosa, que se darán a conocer mañana, decía el domingo pasado que no arreglan nada. Y repasaba una sabia garantía constitucional que establece que en la Argentina las cárceles no son para castigo de nadie sino para seguridad de los que están libres. Por eso, los jueces que dictan condenas tan graves deben estar convencidos de que esas personas serán peligrosas para la sociedad, por lo menos hasta que cumplan los 70 años, edad a la que podrán salir por otra medida humanitaria del sistema penal argentino, que supone que a esa edad ya nadie es peligroso.

¿Es mejor para la sociedad que Abigail y Magdalena pasen el resto de sus vidas en una cárcel que, para colmo y en contra de la ley, es lo más parecido a un infierno? Lo pensaba –y lo escribía– sobre los todavía sospechosos del crimen de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell, que a todas luces parecen ser los asesinos, pero no unos perversos criminales seriales, sino unos adolescentes bastante pavotes, víctimas a su vez de una descomunal operación de opinión pública montada por el abogado querellante de los particulares damnificados, a quien le importa un comino arruinarles la vida para siempre si consigue la fama que necesita para ser candidato a gobernador de Buenos Aires.

No vale pedir justicia y después solo conformase con los fallos que nos gustan. Es intrínseco a la Justicia (ahora con mayúscula) su independencia de la opinión pública y de cualquier otra intromisión de cualquier influencia y de cualquier poder, incluidos el ejecutivo y el legislativo. Así funciona el sistema republicano, que supone la garantía esencial de igualdad ante la Ley y de desigualdad ante la Justicia, porque Justicia es la aplicación de la Ley a cada caso en particular. Ciega es la Ley, no la Justicia, que tiene los ojos bien abiertos.

No puede ser que para la opinión pública sean buenos los jueces que fallan a nuestro gusto y malos los que no. Y eso no quiere decir que no haya jueces corruptos, que los hay, pero no son corruptos porque nos disgusten sus sentencias sino por otra razón, que siempre es la misma y de color verde. La República tiene sistemas para defenderse de esa corrupción: hay que confiar en ellos y perfeccionarlos cada vez más.

Finalmente algo sobre la violencia intrafamiliar. A pesar de lo que uno supondría, dicen las estadísticas que en la Argentina el castigo a los niños es endémico, permanente y creciente. Y no tiene nada que ver la condición de la madre porque no hay madre en el reino animal que mate a sus hijos, o que en caso de peligro no dé la vida por ellos. Entonces ¿cómo puede una madre matar a un hijo de cinco años? No hay respuesta de la naturaleza, pero sí intenta encontrarla la psicología humana.

Solo los humanos podemos ser egoístas. Pero tan egoístas que el amor a nosotros mismos es capaz de pudrir, y convertir en odio, hasta el amor de una madre a su propio hijo. Y lamento comunicarle que el egoísmo es una de las señales más características de este tiempo que nos toca vivir, por eso el remedio no está en las cárceles mientras en las cárceles no se enseñe a amar a los semejantes.