
Esos baluartes conocieron aturdidos la guerra entre España y los Estados Unidos en mayo de 1898. Se oye todavía la conversación de los cañones entre el fuerte de San Cristóbal y la flota de acero inoxidable del presidente cazador de osos. No logró don Manuel Macías, el gobernador, asustarlos con una procesión de rogativa, como ahuyentó el obispo a los británicos que invadían la ciudad en 1797: armó a las mujeres y los niños con rosarios, antorchas y simpecados y los enfrentó a la invasión nocturna de guiris blanquitos que escaparon espantados ante lo que suponían un ejército en pie de guerra. Ni se agenciaron la disentería que devolvió al mar a los ingleses en 1598: después de seis semanas de fiebres y diarreas se les escapaban los ojos de la cabeza.
Cavilaba entre esas murallas y ese mar sobre San Juan y los corderos. La ciudad está llena de ellos: de bronce, de mármol, pintados, en el escudo de la ciudad, en la bandera, echados y parados, con banderín y sentados sobre siete sellos. Grandes y chiquitos: los de la plaza del Quinto Centenario son por lo menos borregos. Si el Cordero de Dios es Jesucristo y no San Juan, el cordero representaría al Salvador y no al Precursor, por más que haya sido el Bautista el que señaló al Cordero de Dios. No lo logré dilucidar esos días por mucho que me rompía la cabeza y sigo sin entender porqué representan a San Juan con un cordero que es símbolo del Cordero de Dios, que no es San Juan.
Andaba en estos pensamientos inútiles por la calle de San Miguel, en la tierra de nadie entre el barrio La Perla y el cementerio, cuando un topetón descomunal me pegó en la espalda y me tiró al suelo de bruces. Doblado y dolorido en el pavimento vi horrorizado un carnero bastante grande que se preparaba para otra embestida. Me levanté como pude, corrí hacia el muro del cementerio, que en ese lugar forma una esquina, y lo salté como un torero. Me quedé entre los muertos un buen rato mientras sopesaba mis magullones y espiaba al carnero por encima de la pared. Volví maltrecho al hotel cuando la pista quedó libre del borrego. Todavía me pregunto cómo se entrometió en mis enredos semiológicos.