26 de septiembre de 2021

Lindo silencio de septiembre


El silencio es señal de paz, por eso decimos que no tienen paz los que no pueden dejar de hablar. Es que, en realidad, no pueden dejar de hablar porque prefieren el barullo exterior al silencio interior. Debe ser porque su vida interior les hace más ruido que la exterior. El silencio es necesario para salirse de uno mismo y pensar un poco en los demás, porque es imposible oír a los otros si uno está ocupado haciendo ruido. Pruebe tocar el tambor y va a ver que nadie se acerca a decirle nada.

Por eso el silencio es esencial, entre otras cosas, para ejercer el periodismo. El razonamiento es lineal: solo callándose la boca se puede oír lo que la gente tiene que decir; y a veces no es la gente sino la naturaleza, la historia, la cultura, las ciencias... A eso se llama contemplación y es una actividad elemental para los que quieren oír a los demás. También los creyentes sabemos que no hay otro modo de oír la voz de Dios, que nos habla a través de infinitos canales y con infinitos registros de voz.

Por eso, cuando vea (oiga) en una entrevista que el periodista habla más que el entrevistado, puede estar seguro de que es un mal periodista. Lo más probable es que hable de él (de ella, si es mujer) y que el protagonista sea el periodista y no el entrevistado. Hay muchos casos y muy conocidos de periodistas que tapan con su presencia la realidad que intentan entender y luego la pasan al público en forma de noticias o comentarios defectuosos.

¿Se dio cuenta de la paz que hay en Posadas este mes de septiembre? Es la paz que uno encuentra cuando sale de un ambiente con ruido, como cuando llega al campo y oye el silencio, cuando se acaba el rumor de los autos, el zumbido de las heladeras, el murmullo constante de la gente. Entonces puede oírse la conversación de los zorzales, el soplo del viento entre las hojas de los árboles o el tintineo del agua de una vertiente.

Este mes de septiembre, como el del año pasado, nos sorprendió el silencio gracias a la pandemia del covid. Es curioso que haya que agradecerle algo al coronavirus, pero sí, tenemos que agradecerle el silencio de septiembre, y de agosto, y de julio y quizá también de octubre y hasta de noviembre. Es que tenemos que agradecerle ¡dos años sin estudiantina!

Fueron dos años sin los ensayos de casi todos los días y sin los desfiles y toda la parafernalia estudiantil, pero sobre todo fueron dos años sin la pérdida de tiempo que supone pasarse las tardes tocando el tambor y ensayando pasos en lugar de estudiar. Quiero decir que los que ganaron no son solo nuestros tímpanos y la paz de nuestros espíritus, sino sobre todo el tiempo de nuestros estudiantes, ya bastante maltratado por la pandemia del coronavirus.

Me preguntaba si servirán estos dos años sin estudiantina para darnos cuenta de la necesidad de ejercitar más el cerebro que la pandereta; o de hacerla en carnaval, que es su momento apropiado y para eso cae en verano.

Está bien celebrar la juventud, pero en su justa medida: basta y sobra con un día que alguien instituyó como del estudiante. Imagínese si las secretarias celebraran su día con desfiles y escolas de samba ensayados durante meses... y las madres, los médicos, los empleados de comercio, los periodistas, los bancarios, los veterinarios y los fabricantes de alfajores...

La estudiantina se llama así por los estudiantes, pero para ser estudiante hay que estudiar; si siguen tocando el tambor en lugar de estudiar, corre el riesgo de perder su materia prima.

19 de septiembre de 2021

Sobrecarga de WhatsApp


WhatsApp tiene dos opciones para integrar colectivos de personas en comunicaciones grupales: las listas de difusión y los grupos de chat; los dos incluyen, como máximo, 256 participantes. En las listas de difusión solo habla el que manda los mensajes, llamado administrador. Los grupos de chat, en cambio, son de ida y vuelta: todos pueden hablar porque son una conversación (un chat). Como es lógico, las listas sirven para situaciones muy diferentes a los grupos y son ideales cuando la comunicación debe ser unilateral porque basta con un solo emisor de los mensajes colectivos. Los chats, en cambio, son multilaterales: todos pueden participar con sus aportes, sus datos y sus opiniones. Esta columna es sobre los grupos de chat y algunos de sus participantes.

La historia puede ser así y puede repetirse en situaciones infinitas: gracias a la feliz idea de uno de ellos, los padres de los alumnos de tercer grado arman un grupo de WhatsApp para pasarse noticias sobre sus hijos y el colegio. Feliz idea, digo, porque el grupo se convierte en una charla a distancia sobre intereses comunes. Lo mismo pasa con grupos familiares, de colegas, compañeros de trabajo, alumnos y exalumnos, barras de amigos, consorcios, vecinos del barrio preocupados por la seguridad, deportes en equipo... Hay para todo, pero muchos de ellos ya son imprescindibles, tienen un fin determinado y cada vez estamos en más, con la natural sobrecarga por tanto grupo. Sirven para mantener o prolongar una conversación y el tema es el que se ha establecido de antemano. Son útiles porque ahorran tiempo y facilitan la comunicación necesaria.

Como son una conversación continuada, no hay ninguna necesidad de saludar cada vez que se entra y si uno saluda no hacen falta 132 respuestas al saludo. Para felicitar por los cumpleaños están los mensajes privados, pero se entiende que alguien prefiera hacerlo en el grupo: en ese caso no es obligación que los 47 integrantes feliciten ensayando cada uno un mensaje más original que el anterior. Lo mismo con los agradecimientos: 89 gracias son un poco mucho, aunque sea con emojis de aplausos o de pulgares para arriba. Otra cosa: a los grupos mejor mandar textos que mensajes grabados; por la brevedad, pero sobre todo porque es imposible recordar el contenido de esos mensaje y en lugar de verlos de un pantallazo hay que volver a oírlos enteros cada vez, con sus saludos y sus frases inútiles y repetidas.

Pero además, en todos los grupos hay uno, dos, tres integrantes –que hoy me van a tildar de argel– que no se pueden contener y mandan opiniones políticas, chistes, consejos saludables, pornografía... Así, en el grupo de padres de tercero, el 25 de mayo uno sube una grabación de 16 minutos con el himno nacional cantado por un coro de mudos; otro día aparece un video que muestra cómo quedaron los corderos que mató un puma en La Pampa; después viene el de las gorditas haciendo strip-tease; un chamamé en el festival de Cosquín; los Simspon con diálogos sobre la actualidad económica; memes de políticos diciendo incongruencias; chistes sobre el alcohol que tomamos; sobre lo viejos que estamos; sobre maridos, mujeres y suegras; fotos de parrillas repletas y selfies de los que se están comiendo el asado... Todos los mensajes van con sus respectivos aplausos, pulgares, botellas que hacen ¡pum!, tortas, brindis y cañitas voladoras.

Este es un llamado a la solidaridad: si tiene que mandar un mensaje personal a uno de los integrantes del grupo, mándeselo directamente; los demás no tienen por qué enterarse. Pero sobre todo respete a rajatabla el fin de cada grupo. Intervenga solo cuando sea necesario y sea breve y conciso. Tenga en cuenta que cada uno de los interlocutores entenderá su mensaje de un modo distinto, y cuanto más largo y complicado, más equívoco será el mensaje.

12 de septiembre de 2021

Lo que me enseñó mi gato


Desde que me mudé de casa empecé a tener un gato, no porque lo quisiera sino porque la nueva casa vino con un gato viejo que nunca se acostumbró a nuestra presencia, entre otras cosas porque no nos pusimos de acuerdo en un dato fundamental: él pensaba que la casa era suya y yo que era mía. 

Un día el gato se murió y lo enterramos en el fondo del jardín. Ese día empezaron a rondar los ratones de un arroyo cercano, así que nos agenciamos un gatito cachorro, negro como el carbón, gracias a la generosidad de unos amigos. Venía con el consejo de castrarlo cuanto antes, además de darle algo contra los parásitos. Como no tenía ninguna experiencia con gatos, pregunté por qué había que castrarlo y me explicaron que así no andaría peleando, se quedaría tranquilo en la casa y estaría menos expuesto a enfermedades.

Se me ocurría que, si lo queríamos para ahuyentar ratones, mejor sería un gato entero, con carácter, que cuide su territorio y que tenga ganas de pelear con cualquier animal que se lo dispute. Pero esa no fue la verdadera razón para no castrarlo, por lo menos hasta ahora... Me pregunté si le gustaría que lo castre y la respuesta en mi conciencia fue inmediata: ¡estás loco! ¿cómo lo vas a castrar, si lo único que le importa en la vida es comer la rica comida que le regalás todos los días y andar con las gatas del vecindario? Si le dieras a elegir, preferirá un millón de veces las heridas de la pelea con otros gatos y hasta la mismísima muerte antes que perder su condición de macho de la cuadra.

Hasta aquí la historia de mi gato, que cuando caza un ratón viene a mostrarlo como un trofeo, y cada tanto desaparece un par de días para volver agotado a comer y dormir, pero con cara de galán satisfecho. La cuento para volver sobre la idea que motivó esta columna hace un par de semanas: la lección de los carpinchos de Nordelta, en el partido bonaerense de Tigre. Es cierto que ellos estaban primero, pero ese no es el punto porque los humanos debemos convivir con el resto de la Creación, entre otras cosas porque si no lo hacemos, nos extinguiremos como cualquier animal que termina con las especies que lo alimentan.

Hay dos términos de la ecuación de la supervivencia que hay que tener en cuenta: somos depredadores de animales, vegetales y minerales y también somos parte esencial de la naturaleza: quiero decir que la naturaleza cuenta con nosotros como cuenta con el sol, el hidrógeno y el oxígeno. Depredamos sin piedad el litio, la sal, el agua; quemamos las selvas, los bosques y los pastizales, arrinconamos hasta la extinción a las yacutingas, los yaguaretés y las harpías... Pero también somos capaces de cultivar cereales para alimentar a todo el mundo; de criar ganado para usar su leche, su carne y su piel; de depurar el agua contaminada para reciclarla hasta el infinito; de inventar transgénicos, vacunas y máquinas que multiplican nuestro esfuerzo para aumentar exponencialmente los frutos de la tierra. Las especies animales que menos peligro corren son las que más matamos –y también las que más castramos– como bovinos, ovinos, porcinos o gallinas. Cuando se terminen las corridas de toros se extinguirán los toros bravos; y si desaparecieran los diarios desaparecerán también inmensas extensiones de bosques que se plantan para fabricar papel prensa.

Somos parte de la naturaleza. Solo tenemos que convivir con ella porque dependemos unos de otros, los humanos, los carpinchos, los naranjos y el agua fresca. Pero por ser libres, somos, además, la única especie capaz de degradarla y a veces pareciera que estamos empeñados en ese objetivo. Eso no es inteligencia humana: es angurria, mezquindad, egoísmo... algo que no tiene ninguna otra especie animal y que mi gato me lo recuerda todos los días.

5 de septiembre de 2021

Voto obligatorio

En las elecciones provinciales del pasado 6 de junio votó alguito menos del 60 % del padrón electoral de Misiones, un 12 % menos que en las elecciones de 2019. Le recuerdo, por las dudas, que votar es una obligación, como pagar los impuestos o parar cuando el semáforo se pone rojo.

Votar es obligación en la Argentina desde la ley 8.871, sancionada en 1912 –la llamada Ley Sáenz Peña– que estableció el sufragio universal, secreto y obligatorio, pero solo para los varones entre los 18 y los 70 años. Faltaban casi 40 años para que las mujeres también pudieran votar: tuvieron que esperar hasta el 11 de noviembre de 1951. El voto fue obligatorio, entonces, desde 1912 hasta –más o menos– cuando el documento nacional de identidad se unificó con la cédula de identidad en el carnet con onda tarjeta de crédito que hoy tenemos: pienso que desde entonces, al complicarse la certificación del voto, pasó a ser una obligación de derecho pero no de hecho.

En tiempos de la Libreta de Enrolamiento o del Documento Nacional de Identidad (DNI), que también era una libreta pero más chica, cada votación constaba con el sello y la firma del presidente de mesa, que se estampaba en el último casillero vacío de unos cuantos que tenían esos documentos en sus páginas. Las libretas servían también para anotar los datos relativos al servicio militar de los varones. La de enrolamiento era más grande que un pasaporte y contenía hasta un mapa político de la Argentina, la letra completa del himno y las ilustraciones del escudo, la bandera y la escarapela nacionales. En esa época, el documento de las mujeres era más chico, y se llamaba Libreta Cívica.

Los documentos-libreta certificaban no solo la identidad y el estado militar sino también también cada voto. Si faltaba el sello de la última elección, podían complicarse algunos trámites, pero también podían impedir salir del país o cobrar una multa por no votar.

El estado tiene medios para saber quiénes votaron y quiénes no y por tanto quiénes son pasibles de sanciones por no votar, pero esas sanciones hoy son una multa y tan irrisoria que ni vale la pena intentar cobrarlas. De cualquier modo, esa obligación se había vuelto irrelevante cuando, mucho antes del cambio en los documentos, los gobiernos empezaron a amnistiar a los que no votaban poco tiempo después de cada elección.
 
Es curioso que en un país donde el voto es obligatorio, los candidatos tengan que rogar a la gente que vaya a votar. Dicen los panelistas de los canales de televisión que las razones del escaso porcentaje de votantes están entre la pandemia y la apatía por la política. Puede ser. También dicen que, a nivel nacional, la abstención favorecerá al oficialismo y perjudicará a la oposición. Otro puede ser. Pero si el voto es obligatorio y la capacidad de sancionar corresponde al gobierno, sorprende que sea la oposición la que insiste con su cantinela para que vayamos a votar, mientras que el oficialismo y su aparato de campaña pasan completamente de recordar a los ciudadanos que tienen que cumplir con esa obligación cívica.
 

Nuestro porcentaje de abstención es el de cualquier país en el que no es obligación votar: más bajo que el de Francia y de Alemania, parecido al de España y un poco más alto que el de los Estados Unidos. El voto obligatorio en la Argentina cayó en desuso sin que nadie lo derogue, quizá porque no nos gusta que nos obliguen a hacer nada. Por eso estoy seguro de que en un país de retobados, como el nuestro, mejoraría la participación si el voto no fuera obligatorio.