29 de octubre de 2023

Nadie es dueño de los votos ajenos


Visité hace muchos años el escritorio de una antigua firma propietaria de campos en la provincia de Buenos Aires. Una de las paredes estaba decorada con una foto, en blanco y negro y bastante grande, de un montón de gauchos –unos 50, diría– a la sombra larga y mañanera de un eucaliptal, todos montados a caballo y con pinta dominguera. Junto a ellos se distinguía al patrón; y mirándolos desde el suelo, las mujeres y los hijos de todos ellos. Cuando pregunté qué era esa foto, mi anfitrión me explicó que eran el antiguo patrón con toda la peonada a punto de salir a votar, un día de elecciones. Y siguió: en esa época los empleados votaban lo que decía el patrón y las mujeres no votaban. La escena era posterior a la primera vez que el voto fue secreto, universal y obligatorio, el 2 de abril de 1916, y anterior a la primera vez que votaron las mujeres, el 11 de noviembre de 1951.

Recuerdo también con cierta nostalgia las conversaciones familiares antes de las elecciones, cuando mi madre le preguntaba a mi padre por quién había que votar. Algo que hoy sería impensable, o no tanto; mejor que quede la duda. Es bastante natural que pasen estas cosas entre dos personas que se conocen bien, que se quieren y que tienen los mismos sueños.

Igual que en aquella foto antigua, hoy cada persona vale un voto, pero pienso que aquellos empleados rurales eran tan fieles a sus patrones que votaban sin drama por lo que este les decía: si quieren tener trabajo, que el país prospere y que haya futuro para sus hijos, voten por mi candidato. Nada distinto de lo que ocurre hoy con el cinismo de los discursos, la compraventa de candidaturas, el clientelismo, la movilización, las campañas sucias, el robo de boletas en el cuarto oscuro, el reparto entre los que tienen fiscal de los votos del partido sin fiscal...

Cada persona es libre de votar a quien quiere y nadie la puede ni la debe coaccionar en su elección. Pero además vale lo mismo el voto del candidato que se vota a sí mismo que el del último analfabeto llevado a votar por la movilización de ese candidato. Hoy, 40 años después de aquella elección que ganó Raúl Alfonsín, todavía tenemos que conseguir que los mecanismos electorales aseguren la libertad de votar, cada uno a quien quiera y que ese voto cuente en la suma total. Todavía falta bastante y en gran parte se debe a que la política prefiere que no sea tan seguro el sistema, precisamente para quedarse con votos inocentes.

Nadie es dueño de los votos ajenos. Esta idea debería ser central en las escasas tres semanas que quedan hasta la segunda vuelta de la elección presidencial. Ningún candidato transfiere los votos que obtuvo en una elección a la siguiente ni a ninguna, porque los votos son solamente de los que votamos y cada vez que votamos somos tan libres como las anteriores, y para colmo –y por suerte también– somos libres de cambiar de opinión. Ningún votante obedece a su candidato sino todo lo contrario, pero además una buena parte vota al que le parece menos malo, o no vota desafiando la obligación. Pero, además, si los votos fueran patrimonio de los candidatos, no haría falta la segunda vuelta porque bastaría con sumarles a los ganadores los votos de los perdedores, en una subasta de apoyos como la que estamos viendo en estos días.

22 de octubre de 2023

La loca ley de la otra mejilla

El pasado 7 de octubre, sábado, el grupo terrorista Hamás desató una masacre brutal contra los judíos de Israel. Fue una reacción algo tardía a la represión en abril de palestinos en la mezquita de Al-Aqsa, sobre el antiguo Templo de Jerusalén. Desde la Franja de Gaza lanzaron miles de cohetes (no me atrevo a llamarlos misiles) a la vez que soldados irregulares inutilizaron puestos de control y entraron por la fuerza en Israel. Mataron a todos los judíos que encontraron a su paso y se llevaron vivos a más de 200, entre ellos quince argentinos; también hay ocho argentinos entre los 1.400 judíos asesinados aquel día por Hamás.


La invasión desató una nueva guerra entre Israel y el grupo terrorista palestino, que puede generalizarse en Medio Oriente contra otros grupos y países enemigos de Israel. Por ahora es la expedición punitiva de un país soberano y reconocido por todo el mundo contra un partido político-militar, en el poder en un territorio que cabe en un departamento de Misiones. El fin de Hamás es aniquilar a todos los judíos, porque los alimenta el odio negro y antiguo de haber sido despojados de su territorio y arrinconados en la Franja de Gaza, cosa discutible porque nunca Palestina fue un país soberano y los judíos tienen sobradas pruebas, desde la época de Abraham, de que esa es su Tierra Prometida. Hay otros enclaves palestinos pegados a Israel y gobernados por la Autoridad Palestina (en la que no participa Hamás) pero ninguno tan poblado, tan pobre y tan enojado como la Franja de Gaza, y eso explica que esté en el poder un partido beligerante como Hamás, y que muchos de sus habitantes también sufran las consecuencias de esa beligerancia.

Israel tiene una de las fuerzas armadas más modernas y equipadas del mundo, además de una súper inteligencia y una alianza fraterna con los Estados Unidos. Todo indica que fueron sorprendidos o engañados, pero enseguida respondieron el ataque en todos los frentes y sitiaron la Franja de Gaza dejándola sin luz, sin agua y sin suministros. Cuando esto escribo no habían invadido todavía, pero todos los días bombardean con precisión edificios señalados y barrios enteros donde se supone que están sus enemigos. Han matado ya a más de 4.000 palestinos entre combatientes y civiles, y han dejado una cantidad inmensa de heridos. Después de dos semanas de combates, ayer entraron 20 camiones con ayuda humanitaria para los dos millones de habitantes de la Franja.

Todo país tiene derecho a defenderse cuando es atacado, pero ¿es proporcional la represalia israelí sobre Palestina? ¿y cómo se mide esa proporción? Los relatos de los sobrevivientes israelíes, las filmaciones de celulares y las escenas encontradas en los kibutz, son tan terroríficas que mueven a castigar más allá de todo límite a los que las provocaron, pero ¿se pude hacer eso? Israel dice que va a aniquilar a Hamás, cueste lo que cueste, y si están esperando para entrar en Gaza a sacarlos de sus cuevas es por la seguridad de los rehenes, que Hamás usa como escudos humanos.

No me atrevo a juzgar las pasiones humanas, pero esta guerra parece un retroceso de cuatro mil años en la historia, hasta antes de la ley del talión, que limitó la venganza a la estricta igualdad. El más fuerte no puede tomarse revancha a la medida de la propia fortaleza, a la vez que se protege el resarcimiento del más débil. Pero en estos cuatro mil años el derecho evolucionó, por lo menos en Occidente, y entregó el monopolio de la Justicia y la aplicación de penas a jueces y fuerzas independientes. No se puede cometer un delito para castigar otro, entre otras cosas porque el que lo hace, se rebaja a la condición del delincuente. Arreglar una muerte con otra muerte solo consigue dos muertos y sobre todo suma odio sobre odio, generación tras generación, siglo tras siglo. Por eso es sabia la loca ley que el cristianismo opuso a la del talión: la de la otra mejilla, que supone el amor sobre el odio, pero además resulta que si uno no quiere, dos no pelean.

15 de octubre de 2023

Examen psicofísico


El primer debate entre candidatos presidenciales se llevó a cabo hace 63 años, el 26 de septiembre de 1960, en los estudios de la CBS de Chicago. Los candidatos eran John F. Kennedy y Richard Nixon y habían pactado cinco por radio y televisión durante la campaña a las elecciones del 8 de noviembre de 1960. Finalmente los debates fueron cuatro y el último se realizó a distancia, Nixon en Los Ángeles y Kennedy en Nueva York.

Antes del primero se pronosticaba que el ganador sería Nixon, y el mismo Nixon estaba seguro de que destrozaría a Kennedy solo con su experiencia y su retórica. Pero resulta que Nixon sabía hablar y convencer, pero no tenía ni idea del lenguaje de la televisión. Pierre Salinger, asesor de Kennedy, consiguió no solo la victoria en los debates sino también que gracias a ellos llegara a la presidencia de los Estados Unidos. Mientras Nixon se preparaba estudiando encerrado en el hotel, Kennedy tomaba sol, así que Nixon llegó pálido y Kennedy con buen color. Kennedy (43) era algo más joven y pintón y Nixon (47) era de todo menos buen mozo. Nixon se puso la clásica camisa blanca y Kennedy innovó con una celeste que daba más calidez en las pantallas en blanco y negro. Nixon sudaba y Kennedy estaba lo más Pancho y parece que fue porque Salinger apagó el aire acondicionado del estudio; se calcula que lo vieron 70 millones de norteamericanos.

En la Argentina pasaron dos debates de la campaña para las próximas elecciones generales del domingo que viene. Se emitieron por TV en directo, el primero desde Santiago del Estero el domingo 1 de octubre y el segundo desde la Buenos Aires el domingo pasado, día 8. Al revés que en los Estados Unidos, acá los debates tienen pocos años y son obligatorios por la ley 27.337 de 2016, que modificó, una vez más, el Código Electoral Nacional. En la próxima reforma capaz que nos obligan a mirarlos...

Pero esta columna no es sobre debates sino sobre el examen psicofísico, o psicológico y psiquiátrico que están proponiendo algunos candidatos con bastante sensatez. La propuesta se funda en que no hay ninguna condición de salud física o mental para ser presidente, cuando sí la hay para un chofer de colectivos o un piloto de aviones, que tienen bajo su responsabilidad entre 50 y 500 personas, mientras que el presidente puede chocar un país con 45 millones de habitantes. El artículo 89 de la Constitución establece que, para ser presidente solo se requiere haber nacido en el territorio argentino, o ser hijo de ciudadano nativo, habiendo nacido en país extranjero; y las demás calidades exigidas para ser elegido senador. Y para ser senador, solo agrega el artículo 55 que hay que tener 30 años (curiosamente no dice más de 30 años ni 30 años cumplidos).

Ahora imagínese lo que sería si en lugar de los debates que hemos visto los domingos que pasaron, lo que presenciáramos fuera un examen psicofísico en vivo y en directo de los candidatos, con un jurado de psiquiatras, psicólogos y algún bioquímico o anestesista que analice lo que consumen. Además hay que averiguar si su nivel de abstracción y su edad emocional corresponde a los 30 años que pide la Constitución (este año sería la parte más difícil de pasar), más un chequeo completo de condiciones físicas y, por supuesto, la declaración de bienes patrimoniales y de ahorros en la Argentina y paraísos fiscales, de ellos y sus parientes hasta el cuarto grado de consanguinidad; también de sus cónyuges, novios o amantes y sus parientes hasta el mismo grado. Va a ser una especie de Bailando de la Política, cien veces más interesante que un debate en el que no se debate nada, que es lo que vimos el domingo, mientras esperábamos en vano que ocurra algo distinto.

Además de la utilidad evidente y del rating asegurado, seríamos los inventores del género, del que el mundo se acordará como ahora nos acordamos del debate de Kennedy y Nixon en 1960.

8 de octubre de 2023

No es la economía

The economy, stupid es el eslogan que se hizo famoso durante la campaña electoral de Bill Clinton para las elecciones de 1992. James Carville, el estratega de su campaña, había pegado en las paredes de sus cuarteles generales unos carteles que recordaba los tres temas centrales de la agenda. Uno de ellos se volvió famoso y con el tiempo se completó la frase como It's the economy, stupid! (¡Es la economía, estúpido!) que se puede aplicar a cualquier cosa. Quiero decir que la frase le sirvió a Clinton para ganarle a Bush, pero eso no quiere decir que sea universal ni que sirva para todo y mucho menos a la Argentina, a pesar de lo que puede parecer si uno se atiene a la agenda de las campañas y de los medios que las cubren.

El problema de la Argentina no es la economía. El problema de la Argentina no es la inflación. El problema de la Argentina no es el peso. El problema de la Argentina no es la emisión. El problema de la Argentina no es el dólar. El problema de la Argentina no es el gasto público. El problema de la Argentina no es el Banco Central. El problema de la Argentina no son los 167 impuestos y tasas...

El problema de la Argentina es moral y me da la razón la noticia que ha sido relevante y omnipresente durante toda la semana que pasó.
Pareciera que Martín Insaurralde no cometió ningún delito, como dijo un candidato opositor sobre su aventura mediterránea desde Marbella con una... digamos modelo. Debería ser algo privado que no tenemos por qué juzgar, pero es evidente que hay un enriquecimiento desproporcionado en una persona que toda su vida vivió de magros sueldos del estado. Pero lejos del fuero penal, donde probablemente salga airoso y ya sabemos por qué, la opinión pública juzga y condena la inmoralidad, y es evidente que tamaña ostentación, justo ahora, de un funcionario cuyos ingresos no le alcanzan para pagarse el pasaje a España, le hace daño a la campaña electoral del oficialismo desde que con extrema urgencia le pidieron que renuncie a la jefatura de gabinete de Axel Kiciloff, retiraron su candidatura a concejal de Lomas de Zamora –y su nombre en letras bien grandes en la boleta– y lo borraron de todos los carteles de campaña, en los que aparecía abrazado al candidato a intendente del distrito con más votos de la provincia de Buenos Aires después de La Matanza.

Ni los jueces inmorales, subsidiarios del poder político, pueden arreglar las consecuencias muy serias de un comportamiento privado que se hizo público, porque la sentencia de la opinión pública es inapelable. Nos escandaliza la inmoralidad generalizada, obscena y temeraria, sean quienes sean sus protagonistas.

El problema de la Argentina es moral porque el problema de la Argentina es la corrupción de su clase política, que ha corrompido también todo lo que toca, incluidos la Justicia, el poder económico y el sindical, el periodismo y hasta el fútbol. Los corruptos viven en ese ambiente como peces podridos en agua podrida, y se dan cuenta tarde de que los argentinos no somos como ellos: preferimos el agua clara y fresca de la verdad y la decencia. Y como toda generalización es injusta, estoy seguro de que hay políticos, jueces, periodistas y empresarios decentes, pero confieso que cuesta encontrarlos.

La corrupción es un cáncer que avanza con su metástasis y se propaga por toda la sociedad. Las crisis económicas de la Argentina son el resultado de su grave crisis moral: a nadie le interesa arreglar la economía porque solo les interesa el poder, como al ladrón le interesa el botín, porque el poder es impunidad y la impunidad es el paraíso de cualquier inmoral.

1 de octubre de 2023

Mitad y adolescencia colectiva


A pesar de que esos días se nos llena la boca con la palabra democracia, el acto electoral no es su esencia y tampoco su fundamento. Es apenas una consecuencia de la idea central de la democracia que es la convivencia pacífica de los que piensan distinto.

Antes de que en occidente se instalara la cultura democrática, se lograba la convivencia pacífica venciendo a los enemigos en el campo de batalla. No se crea que fue hace tanto: nuestras guerras civiles del siglo XIX fueron eso y la violencia política tuvo sus destellos hasta bien entrado el siglo XX. Pero el hito de la convivencia nacional fue la Constitución de 1853, que estableció la democracia republicana como estilo de vida, el federalismo que reconoce la soberanía de las provincias, el presidencialismo como forma de gobierno, la separación de poderes que limita el poder político, y un poder legislativo bicameral que representa a las provincias por igual y al pueblo de modo proporcional a los votos. Lastimosamente, en el camino perdimos la elección indirecta.

En el campo de batalla nunca gana el más débil porque fuerte es el que gana y débil el que pierde. Pero sí puede ganar el ejército menos numeroso y perder el que tiene más soldados, porque eso depende de la estrategia y de las tácticas –de la inteligencia– aplicadas a cada batalla. En democracia cada persona es un voto sin importar la condición: da lo mismo si es más fuerte, rico, instruido o inteligente... y la estrategia consiste en conseguir el número suficiente para ganarle al adversario. En la democracia también puede ganar el más inteligente, que es el que conoce la realidad mejor que los demás, el que copia el campo, el que se adelanta a la voluntad popular porque la interpreta mejor que los otros.

Cuando esas mayorías son decididamente superiores, todos tenemos claro quién debe gobernar y quiénes se quedan en la oposición. Pero el problema aparece cuando las principales fuerzas políticas están cerca de lo que en estadística se llama empate técnico, que se da cuando la escasa diferencia impide hablar de ganadores y perdedores. Todo podría ser, incluso que una elección termine tan empatada que la igualdad sea exacta: imagínese que haya que tirar al aire una moneda para saber quien gana porque en la elección sale la mismísima cantidad de votos entre los que disputan la segunda vuelta.

No hay ningún problema de legitimidad cuando, después de contar y recontar papeletas, se gana por escasa diferencia y los adversarios aceptan el resultado. Pero el problema no es la legitimidad del voto sino la actitud de los que ganan por poco pero después se imponen despóticamente a los que pierden, también por poco, cuando es evidente que podría haber ganado tanto uno como el otro, quizá si las elecciones hubieran sido el día anterior o el siguiente.

Imponerle a las minorías el pensamiento de las mayorías es lo más antidemocrático que hay y mucho peor cuando es mínima la diferencia. En esos casos, gobernar para todos implica reconocer que la mitad del país piensa distinto y espera del gobierno la consideración que merece, aunque haya sido el adversario en las urnas.

En lugar de esa consideración, desde antes de nuestra independencia la mitad de los argentinos maltrata a la otra mitad. Para salir de ese laberinto adolescente no queda otra que buscar la unidad, fortalecer la unión con las ideas que nos unen, ceder en las que nos separan y gobernar con todos y para todos. Algo de eso ha dicho esta semana uno de los tres candidatos, entre quienes está el próximo presidente. Pero deberían decirlo –y hacerlo– todos. Sería una señal de que la Argentina está saliendo de la adolescencia y llegando a la mayoría de edad.