6 de octubre de 2015

El sirito de la playa


La foto del sirito Aylan Kurdi en la playa turca de Ali Hoca Burnu se convirtió en el icono de la tragedia. Fue tomada por la fotoperiodista Nilufer Demir, que llegaba al lugar a la vez que los rescatistas que encontraron el cadáver. Junto con sus padres y su hermano Galib de 5 años intentaban llegar a la isla griega de Kos. La guardia costera turca los detuvo cuando intentaban salir, pero finalmente los liberó y vamos a suponer que no fue por dinero. Entonces consiguieron un gomón y se hicieron a la mar remando hacia la isla de Kos, pero al poco tiempo y a unos 500 metros de la costa, el bote empezó a hacer agua y entró la desesperación. Uno de ellos se paró y el gomón volcó. El padre de Aylan y Galib es quien contó cómo sus hijos se le resbalaron de las manos y cómo tampoco pudo salvar a su mujer. También murió otro de los acompañantes en aquel bote desgraciado.

No había que ser Mandrake el mago ni el profeta Malaquías para saber que esto iba a pasar, porque pasa siempre que hay estas desigualdades tan cercanas y a veces lejanas. Ocurre hace 50.000 años y seguirá pasando: con tal de conseguir paz y libertad, gente de todas las condiciones navegan entre tiburones, subidos en llantas recauchutadas de tractor se lanzan al mar de la China en botes destartalados, atraviesan muros enmarañados de alambre de púa, se esconden en los compartimientos de los trenes de aterrizaje de los aviones, caminan por desiertos infernales o se pierden en la selva del Congo.

Lo que ocurre ahora con los refugiados sirios en Europa es lo que pasó a fines de los años 70 con los boat people del sudeste asiático que escapaban de las venganzas sociales que siguieron a la Guerra de Vietnam y salían de sus países con lo puesto en barcos muy precarios. Pero no hay que ir a buscar a los desplazados por las guerras o las persecuciones políticas. Cualquier gran migración es impulsada por la búsqueda de un mundo mejor y expulsada por la miseria. La Argentina es producto de esas desigualdades: nuestros abuelos o bisabuelos emigraron de toda Europa, Japón o Medio Oriente y no vinieron porque no les gustaba la comida o el clima de sus países. El problema era que no había comida y la Argentina prometía una vida mucho mejor, llena de abundancia y de paz.

En toda América hay sirios y libaneses a quienes decimos turcos porque traían pasaporte del Imperio turco: apellidos muy establecidos del Ecuador, la Argentina y Brasil (no hace mucho había más libaneses en San Pablo que en Beirut) son claros testimonios de esa migración, y muy conocidos dada su relación sensual con el poder político. A veces por culpa de un funcionario de migraciones se llaman Romero o Flores, pero siguen siendo tan turcos como los Saadi o los Manzur.

Las migraciones no son buenas ni malas. Lo bueno es el sueño y malo es lo que se deja. Pero entre el sueño y lo que se deja aparece el negocio de unos cabrones que se vuelven millonarios con el tráfico de personas. La desesperación por salvar la vida propia y de los familiares más cercanos hace subir el precio de billetes sin garantía en vehículos frágiles y sin control de nadie. Los traficantes de personas se frotan las manos cuando alguna autoridad dificulta el tránsito de sus pasajeros, porque eso encarece el costo de su contrabando al paraíso prometido.

Europa no podrá evitar la estampida de emigrantes de África y del Cercano Oriente con controles, muros, zanjas o cañones. Pongan lo que pongan serán rebasados por las masas hambrientas y sedientas de pan y de agua, pero empachadas de programas soñados de la Deutsche Welle. Si quieren que los sirios se queden en su casa, tienen que convencerse de que ellos también lo quieren: huyen de la guerra y del hambre, no de sus casas y sus afectos.

Si los húngaros o los alemanes no los quieren, hay lugar y parientes de sobra en nuestra América para alojar a los que se tienen que ir de su tierra perseguidos por el califato que degüella a quienes no piensan como ellos. Antes y ahora siempre fue su casa.