17 de diciembre de 2023

Juramentos degradados

Toca siempre después de las elecciones, sobre todo de las que tienen lugar cada cuatro años, cuando se eligen las autoridades ejecutivas nacionales, provinciales y municipales, pero también la renovación de la mitad de la Cámara de Diputados y de un tercio de la de Senadores de la Nación, además del resto de los integrantes de los todos los órganos legislativos de todos los niveles.

Los juramentos son inútiles además de anacrónicos; tan anacrónicos como la banda presidencial o provincial, el bastón de mando y otras formalidades huecas de nuestras democracias adolescentes. Para confirmar su anacronismo, se jura en castellano antiguo, un idioma que no se habla desde el siglo XVIII, ni siquiera en España. Pero las razones de la lógica y del tiempo, por más que son reales y valiosas, se vuelven secundarias ante lo que hemos visto durante los juramentos de estas últimas semanas.

Jurar significa poner a Dios por testigo, en este caso de la promesa de buen desempeño. Por eso quienes tienen fe juran por Dios y sobre los Santos Evangelios, o solo por Dios si no son cristianos. Quienes prefieren no tomar el nombre de Dios en vano, o no tienen fe, lo pueden hacer por la Patria o por su honor, pero el problema es que la Patria no puede ser testigo de ningún juramento porque para exigirnos su cumplimiento alcanzan y sobran las leyes que condenan a quienes cometen delitos. Dios, en cambio, sí que lo se los va a exigir a todos, tarde o temprano, en esta vida o en la otra, y sin necesidad de que medie juramento alguno. Por eso parece más adecuada la fórmula de los representantes misioneros ante su cámara provincial, que juran a la Patria y no por la Patria (igual fórmula tiene el Senado de la Nación). Los que prefieren jurar por su honor, quizá lo hagan porque saben que no les va a pedir cuentas, sobre todo después de despreciarlo.

 

Se ha impuesto la lamentable costumbre –cada vez más difundida– de jurar por cualquier cosa. No voy a hacer una enumeración, pero recuerdo una diputada nacional que juró por su novio. Otros, que no juran sobre los Santos Evangelios quizá porque no creen, ponen la mano encima de la mesa donde estaban los Santos Evangelios, pero ahora no hay nada. Fue el caso de tres diputados nacionales de Misiones, pero también de muchísimos otros, y resulta de lo más gracioso verlos imitando el gesto, como si el gesto fuera lo importante y no los Evangelios que están sosteniendo el gesto. Otros fueron a jurar con sus familias o parte de ellas, posiblemente para salir en la foto como en los casamientos. Y uno juró con una camiseta con la leyenda Nunca Más, tan anacrónica como el lenguaje del siglo XVIII de la fórmula que utilizó. ¿Habrá sido para evitarnos estos espectáculos que el nuevo presidente decidió tomar en privado el juramento de sus ministros?

Si nos atenemos a las leyes, todos esos juramentos son nulos o por lo menos inválidos, porque no cumplen con los reglamentos que establecen unas fórmulas muy precisas para hacerlo. Y si son nulos y no pasa nada, es porque los juramentos se han vuelto una formalidad superflua, un acto egoísta para decir y hacer lo que quiero, un narcisismo tan centrado en la autoafirmación que reniega de la función pública, dice Fernando Savater, refiriéndose a estos juramentos y el más difundido de los males de nuestra era.

Por su invalidez manifiesta, los juramentos apócrifos ni siquiera colocan en la categoría de perjuros a quienes no los cumplen. Y como todo acto que se deconstruye, después se degrada y al final se desnaturaliza y termina siendo inútil. Más nos valdría dejar de hacerlo y resolver las tomas de posesión con la firma de un papel en el que conste el nombramiento y la aceptación. Los deberes de funcionario público no se adquieren por juramento, el honor no se tiene porque uno lo declame y la existencia de Dios no depende de nuestra fe.