29 de mayo de 2022

El Territorio nunca fue un diario

Los diarios –y las publicaciones periódicas aunque no sean diarias– cuentan sus años desde el primer día que salieron a la calle. Eso está bien, pero tampoco del todo, porque los diarios no son hongos: son proyectos que empezaron mucho antes, con bastante trabajo y generalmente con luchas y desvelos que ni nos imaginamos, sobre todo si pensamos en 1925. Pero ya se ve que los diarios tienen la misma condición que los humanos, que celebramos nuestro cumpleaños el día que nacimos y no el día que empezamos a ser un sueño –o una pesadilla– en la cabeza de nuestros padres.

El jueves de esta semana que empieza, el diario El Territorio va a cumplir 97 años desde el primer número, que salió a la calle el 2 de junio de 1925. El Territorio nació en Posadas y en una imprenta llamada La Lucha, que es nombre de periódico y no de imprenta, pero su fundador, el reincidente Sesostris Olmedo, había tenido antes publicaciones en otras ciudades argentinas.

Hace tiempo que venimos diciendo que El Territorio ya no es un diario. Era el título de esta misma columna el domingo 29 de mayo de 2016, cuando estaba por cumplir 91 y los días coincidían con 2022. Ahora, y por las mismas razones que exponía en 2016, me atrevo a gritar a los cuatro vientos que El Territorio nunca fue un diario. Decía entonces que si Olmedo hubiera vivido en nuestros días, no habría fundado un diario pero sí habría llamado La Lucha a lo que hacía. El diario, el papel, la imprenta, son tan circunstanciales como la radio, la televisión... el teléfono, la tablet o la computadora.

El Territorio es periodismo y el periodismo es una pasión a la que le da igual el soporte o la plataforma por la que nos llegue. Y esa pasión del periodismo no es ni más ni menos que la pasión por la verdad, algo tan necesario para vivir en sociedad como el aire para respirar. Ya sabe que los periodistas no somos los únicos que buscamos la verdad, pero sí somos los únicos que la buscamos con urgencia, porque a la sociedad le urge saber qué pasa. Por eso, la verdad del periodismo nunca es una verdad terminada: está siempre en desarrollo.

Pero hay una diferencia que puede haber distorsionado el negocio del periodismo durante todo el siglo XX. La publicidad alimentó las arcas de las empresas periodísticas hasta hacerlas ricas y poderosas: es que la gran circulación –que fue producto de un par de inventos y de la alfabetización generalizada– provocó el gran soporte publicitario que fueron los diarios impresos. Pero esa ecuación se terminó hace rato y hoy el periodismo vuelve a ser solventado por el periodismo. Es una gran noticia, porque nos da la independencia que necesitamos y que la publicidad nos podía cercenar.

En 1982, durante la guerra de las Malvinas, El Territorio llegó a al punto máximo de circulación de su historia, con unos 33.000 ejemplares. Puede multiplicarlo por cuatro, que es el número de lectores que se calculaba entonces por cada ejemplar y aún así es muy poco comparado con la cantidad de seguidores de distintas plataformas, que hoy son quince veces más: suman más de 500.000 y siguen creciendo. Sin embargo y a pesar de esos números, el gran negocio del periodismo dejó de ser la venta de publicidad que le proporcionaba la circulación de casi el único soporte que existió durante gran parte del siglo XX.

El siglo XXI hará del periodismo una actividad mucho más genuina que la del XX. Ya no habrá que comprar el diario, o suscribirse a alguna de sus versiones para leer solo una parte de lo que se paga. Llegará un día en el que se pagará solo lo que se consume, y será mucho más barato porque nada es tan caro como pagar por lo que no se usa.

25 de mayo de 2022

Cables

22 de mayo de 2022

Democracia en la cornisa

La democracia está sintiendo el vértigo que provoca la posibilidad, nada remota, de un paso en falso cuando se anda por caminos peligrosos. Y con lo de la cornisa no me refiero solo a la democracia argentina sino a toda la democracia, por el impacto tremendo que están teniendo las redes sociales en la vida pública de las naciones.


Ucrania es un caso bien actual. Allí se libra una guerra (según von Clausewitz es la continuación de la política por otros medios) relatada en tiempo real, en la que los soldados llevan una cámara en el casco y el celular en la cartuchera. Resulta que hoy podemos ver en una cuenta de Twitter a un francotirador ucraniano reventando un tanque ruso con un lanzamisiles y presenciamos la toma de Mariupol en Instagram como si fuera una Play Station.

No sabemos cómo terminará esta la guerra, pero no cabe duda de que, entre Putin y Zelenski, quien mejor maneja las redes sociales –la opinión pública– es el presidente de Ucrania, que tiene a casi todo el mundo de su lado. Es cierto que todos tendemos a defender al débil que pelea contra el poderoso, pero Zelenski tiene, además, la condición de David: puede ganar.

Lo mismo pasa en la política, digamos pacífica. Si nos preguntaran quién va a ganar las elecciones presidenciales del año que viene en la Argentina, podemos contestar que ni lo conocemos porque no es ninguno de los que aparecen hoy como candidatos. Es perfectamente posible que en junio alguien invente un candidato que gane en agosto, y después no sepa qué hacer. Y esa posibilidad, que es real y que estamos viendo en unos cuantos países del mundo, es la causa del fracaso de esos mismos gobiernos, salvo alguna excepción debida a la suerte. Es que Tik-tok puede servir para ganar elecciones pero no sirve para gobernar.

Las redes sociales son hoy la peor amenaza para los procesos electorales, que no son la esencia de la democracia pero sí un ingrediente elemental. Lógicamente el peligro no son las redes en sí mismas, que como toda cosa inerte, depende de la voluntad de quienes las usan. La impresión rápida es que el mundo será de quienes las sepan aprovechar para manipular a las masas que votan para elegir candidatos. Y da verdadero pavor pensar en esa herramienta a merced de la imbecilidad colectiva o en manos de los que tienen pretensiones despóticas, de los tiranos banderas y de los patriarcas otoñales.

Frente a esta realidad hay tres problemas que resolver.

El primero es el anacronismo de los políticos, que siguen pensando en manifestaciones multitudinarias en las que no juntan a nadie si se las compara con los números de las redes sociales. La inexperiencia anacrónica los deja desnudos frente a los que sí saben y los lleva a confiar en ellos solo para llegar al poder.

El segundo es la velocidad del cansancio social. Lo estamos viendo en la Argentina y es una de las razones por las que probablemente nadie acierte a predecir quién será próximo Presidente de la Nación ni para qué lado rumbearemos.

El tercero es la ignorancia, que es la verdadera pobreza de nuestro pueblo y de cualquiera, la que nos deja inermes a merced de cualquiera que nos quiera manipular. La educación es el remedio contra la manipulación de las redes y también contra la velocidad de los cambios sociales. Un pueblo educado sabrá elegir, pero sobre todo y más que nada, sabrá vivir en democracia, que es bastante más que elegir a las autoridades.

15 de mayo de 2022

Casero y el silencio de los periodistas

 

El viernes de la semana pasada a Alfredo Casero se le soltó la cadena en un programa de televisión. Si no lo vio en directo, quizá lo haya visto por cualquier plataforma digital o linkeado a una red social: con tal de conseguir clics, todos se apuraron a ofrecerlo con la excusa que fuera. Igual, no importa si no lo vio porque ese no es el tema de esta columna. El tema es el silencio de los periodistas, pero voy a describirle brevemente el hecho para que entienda de qué estoy hablando.

Casero estaba sentado a la derecha de Luis Majul en su mesa de LN+ (el canal de TV de La Nación) cuando empezó a levantar presión porque Majul le preguntaba cosas pero no lo dejaba hablar, hasta que en un momento explotó y dio un fuerte puñetazo en la mesa. Ahí empezó un stand-up en el que Casero acusó a Majul y al resto de los periodistas de la mesa de ser cómplices de los políticos. A Casero no le faltan tablas como para improvisar en un set de televisión, así que el espectáculo resultó interesante y quizá también por eso fue repetido hasta el cansancio. Entre las frases que dijo hay algunas imperdibles como "lo primero que hacen es ponerse chupines y ganar plata" referidas a los periodistas críticos del gobierno que cobran buen dinero por ahondar la grieta, a la vez que pregonan a los cuatro vientos que la grieta es una desgracia nacional. Cuando Casero se iba aparatosamente del estudio, Majul le gritó que no le tenía miedo, entonces Casero volvió a la mesa y lo encaró: "cuando alguien dice no te tengo miedo es porque está cagado en las patas..."

La gota que rebalsó el vaso y provocó el puñetazo en la mesa fue una mueca –una burla con la cara– que hizo Majul cuando Casero trataba de articular sus palabras para decir algo muy serio, pero ni esa gota ni ninguna justifica la furia en vivo y en directo de Casero: el que pierde los estribos también pierde la razón porque ya no importan los argumentos ni la lógica: pasa a importar más la forma que el fondo de lo que se dice y ahí se queda todo. Una lástima porque creo que valía la pena lo que estaba diciendo.

El hecho suscitó una discusión generalizada en el ecosistema de los periodistas de todo el país, que se pusieron más del lado de Casero que de Majul. Al final, casi todos hablaron de hartazgo y de que al pobre Casero se le soltó la cadena porque el país no da más, porque la gente está repodrida y todas esas cosas absolutamente incomprobables. Puede ser que estemos un poco cansados de esta Argentina vueltera que nunca termina de llegar al fondo de la grieta, pero eso no justifica la más mínima expresión altisonante y mucho menos un ataque de furia. En realidad nada lo justifica: ser bien educados es más importante de lo que generalmente se cree en esta era dominada por el sentimentalismo a ultranza.

Hay gente que habla mucho y gente que habla poco. Es un condicionamiento de la genética, de la etnia, del carácter o de las pasiones, que no sabemos o no podemos controlar; también puede ser cosa de la voluntad y le aseguro que no es mal ejercicio. Lo malo no es hablar mucho sino hablar de uno mismo, interrumpir con la autorreferencia constante todas las conversaciones: eso es lo que cansa a los que escuchan. Por eso, hable de lo que hable, desconfíe del periodista que habla mucho, porque la obligación del periodista no es hablar sino escuchar. También oír, mirar, tocar, oler, gustar... sentir. Y para todo eso es preciso callarse la boca y contemplar la realidad con todos los sentidos. Si no, nunca sabremos decir la verdad, porque para decir la verdad primero tenemos que acercarnos a la realidad hasta que nos duela; y cuanto más nos acerquemos a la realidad, más nos acercaremos también a la verdad. Oírnos a nosotros mismos solo nos permite hablar de nosotros mismos: esos son los periodistas de las falsas verdades, subjetivos, autocomplacientes, de preguntas inducidas, que pueden gustarnos dos minutos porque piensan parecido o no gustarnos nada porque piensan al revés, pero terminan cansando a sus audiencias porque las hartan y las sobrecargan de sus propias palabras.

8 de mayo de 2022

La Constitución de 1853

El viernes la vicepresidenta nos sorprendió en el Chaco con una declaración maravillosa. Dijo que si le dan a elegir entre la Constitución de 1994 y la de 1853, prefiere la de 1853. También dijo que antes de esas dos prefiere una constitución peronista, refiriéndose seguramente a la de 1949. Y aclaró, por si alguien no se acordaba, que tanto ella como su marido fueron convencionales constituyentes en la de 1994. Sostienen los panelistas de ocasión que lo dijo para tirarle onda a Javier Milei, con la sola intención de ensalzar a quien puede sacarle votos al Juntos por el Cambio. Vaya uno a saber, pero no tengo por qué creer que lo que dijo no sea lo que piensa y no puedo estar más de acuerdo con ese pensamiento, pero por razones bien comerciales: son evidentes tanto el éxito de la de 1853 como el fracaso de la de 1994.

Antes de 1853 hubo en la Argentina otras constituciones, además de los pactos preexistentes que menciona el preámbulo que integra la Constitución desde 1853. Los precedentes más remotos son el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 y el Congreso de Tucumán de 1816, pero la primera Constitución es la de las Provincias Unidas de Sudamérica de 1819. Le siguen la Constitución de la Nación Argentina de 1826, el Pacto Federal de 1831 y el Proyecto de 1852, que convirtió a Juan Bautista Alberdi en el padre de la actual. Fue sancionada en 1853 y refrendada con escasas reformas en 1860, cuando se incorporó Buenos Aires a la Confederación Argentina. En 1898 sufrió dos modificaciones menores relacionadas con cantidades. En 1949 se sancionó la ya citada Constitución Peronista, hija de Arturo Sampay, pero fue derogada en 1956 por un gobierno de facto sin que nadie, hasta hoy, diga esta boca es mía. En 1957 se agregó el artículo 14 bis y un inciso del 67 (funciones del Congreso). La última es la de 1994, que rige actualmente. Igual que el preámbulo, en ninguna de las reformas se cambió la declaración de derechos y garantías establecidas en 1853 bajo la inspiración de Alberdi.

Desde 1810 hasta 1860 la Argentina vivió una larga temporada de guerras civiles, asesinatos políticos, encuentros y desencuentros entre unitarios y federales, caudillos provinciales que convivieron con fracasados intentos de unidad. Por fin, en 1853 y gracias a la clarividencia de Alberdi, se redactó la síntesis de esa Argentina que en pocos años pasó del desorden al orden institucional y nos rigió sin mayores problemas, por lo menos hasta el primer golpe de estado que alteró el orden constitucional en 1930, pero hay que decir que ninguno de los golpes de estado que alteraron el orden constitucional pudo contra ella, ya que volvió a levantarse una y otra vez.

La Constitución de 1853 fue un parto difícil, pero exitoso. La de 1994, en cambio, empezó con un paseo por la quinta de Olivos donde se fraguó el pacto político y terminó entre las ciudades de Santa Fe y Paraná, históricamente constitucionales. No cambió las declaraciones de derechos y garantías de 1853 –la parte que Cristina llamó pétrea, de piedra, inmodificable– pero reformó el periodo presidencial, terminó con la elección indirecta, estableció una curiosa mayoría para ganar en la primera vuelta electoral y subió a rango constitucional los tratados internacionales firmados por la Argentina: todas ideas bastante discutibles. Entre las buenas está el Consejo de la Magistratura, pero por no ponerse de acuerdo los convencionales, quedó para más adelante su conformación, cosa que todavía nos trae dolores de cabeza, especialmente en estos días.

Un viejo profesor español de derecho, don Carmelo de Diego-Lora, sostenía que la mejor constitución es la más corta. La que explica con pocas palabras los principios fundamentales del pacto de convivencia entre los que forman una misma nación. Muchos artículos –decía– no hacen más que embrollar su interpretación. Esos principios están contenidos en la parte pétrea de la Constitución Nacional, la que realmente vale y ha perdurado a pesar de las sucesivas reformas, tanto que podríamos dejar lo secundario para leyes que dicte el congreso con una mayoría calificada y nos quedamos para siempre con el preámbulo y la primera parte de la Constitución de 1853.