11 de septiembre de 2019

Cabo Chamical


Ya se cumplieron 50 años de la llegada del hombre –del primer humano– a la Luna. Fue Neil Armstrong quien puso el pie, pero como él mismo lo dijo, representaba en ese acto a toda la humanidad. Todos los que teníamos uso de razón hace 50 años nos acordamos perfectamente de aquella transmisión. Fue en directo, cuando todavía era complicado hablar por teléfono entre Garupá y Posadas. Aunque la estación terrena de Balcarce no estaba todavía oficialmente inaugurada, fue esa la antena que hizo posible la transmisión para la Argentina del alunizaje y los primeros pasos de Armstrong sobre el polvo gris de Selene.

Curiosamente me tocó verla en la estación del Automóvil Club de Chamical, en la provincia de La Rioja. Digo curiosamente porque Chamical era entonces nuestro Cabo Cañaveral. Allí estaba la base de lanzamiento de cohetes espaciales de la Argentina. Se llamaba Centro de Experimentación y Lanzamiento de Proyectiles Autopropulsados Chamical (CELPAC) que llegó a poner un cohete a 100 kilómetros de la Tierra. El CELPAC fue desmantelado en 1974 y en 1981 se rehabilitó como Base Aérea Militar, dedicada a la experimentación con drones.

Aquella noche iba a ser larga y fría en los llanos de La Rioja. Había que instalarse lo mejor posible en el suelo de baldosas del bar del ACA para aguantar la espera frente a un televisor familiar que los dueños de la estación de servicio trajeron de su comedor. En esa época había, como mucho, un televisor por casa. Esos aparatos tenían la pantalla entre cuadrada y ovalada, algo convexa por causa del sistema de rayos catódicos que los hacían cúbicos y pesados. Aquella tele con sus antenitas para cazar ondas, además de chica y en blanco y negro, como todas, estaba puesta encima de una mesita baja. Ver, lo que se dice ver, veíamos poco, pero intuíamos casi todo porque estábamos acostumbrados; además la Luna al natural también viene algo borrosa y en blanco y negro.

No sabemos a ciencia cierta si aquella hazaña se coronó el 20 o el 21 de julio de 1969. Neil Armstrong pisó el suelo de la Luna a las 22.56 del domingo 20 de julio… pero de Houston. En la Argentina faltaban cuatro minutos para que terminara el 20 y en casi todo el mundo (Europa, África, Asia y Oceanía) ya había pasado algunas o unas cuantas horas del lunes 21 de julio. Ya se ve que al final se impuso la NASA y su sede de Houston.

Por una de esas conexiones imposibles, el Hombre en la Luna dio lugar a otro invento argentino: el Día del Amigo.

Inspirado por una extraña conexión entre el alunizaje y la amistad, el 20 de julio de 1969 se le ocurrió a un dentista de Lomas de Zamora mandar mil postales a conocidos de todo el mundo en las que decía que los astronautas representaba la amistad universal y cosas por el estilo. Recibió 700 respuestas y ni lerdo ni perezoso patentó el Día del Amigo. La idea cundió en la Argentina y parece que un poco en Uruguay y Brasil. En el resto del mundo el Día de la Amistad es el 30 de julio, declarado así por las Naciones Unidas a iniciativa de un paraguayo. En el Perú lo promueve cada primer sábado de julio una conocida marca de cervezas, que son los que más ganan con estas cosas.

Propensos como somos al sentimentalismo, pero sobre todo al consumo, el Día del Amigo se sumó en la Argentina a la larga lista de días de algo. Está demostrado que somos unos capos para trasladar valores universales a nosotros mismos. Será por ese inveterado amor propio que en lugar de exaltar la paternidad, la maternidad, la amistad, el trabajo o la igualdad entre varones y mujeres… celebramos a mi-papá, mi-mamá, mi-amigo, mi-mujer, mi-secretaria, mi-novia, mi-trabajo o mis-trabajadores… Por eso no celebramos el Día del Amigo sino el Día de Mi-Amigo... justo lo que pretendía el que lo inventó...

Como no hay mal que por bien no venga, al final los días de algo siempre vienen bien para celebrar lo que sea. Aprovechemos.

Desayuno en Brickell Point


Supongo que todos tenemos, de vez en cuando, serias tentaciones de desaparecer. Me refiero a hacerse humo, pasar a la clandestinidad o como lo quiera llamar. Salir un buen día de casa a comprar cigarrillos y desaparecer para siempre. Se entiende que no se trata de morirse, que es un modo de desaparecer y también puede ser una tentación, sino de dar un giro absoluto al relato de la propia vida y convertirse en otra persona: una que empieza de cero, sin la mochila del pasado y sin que nada condicione su futuro. Hacerse humo implica dejarlo todo en un minuto de la vida: la familia, los afectos, la ropa, la billetera, las cuentas, las tarjetas de crédito, el trabajo, la casa, el auto… Hay que estar bastante mal de la cabeza, pero no me diga que no lo piensa cada vez que siente en la nuca el aliento opresor de los impuestos, de los intereses usurarios, de un patrón desalmado o de la pesada carga del desamor.

Bastante seguido aparece en las noticias que gracias a Facebook se encuentran hermanos perdidos hace 40 o 50 años. Pero, desde 1969 a 2019 además de 50 años han pasado unas cuantas cosas en las tecnologías y hoy estamos más fichados que un preso de Sierra Chica: quizá por eso –solo por eso– me da envidia la libertad que implica no tener nada, la que muestran los homeless de las grandes ciudades, los latinoamericanos que cruzan la frontera de los Estados Unidos o los africanos que se mandan en chinchorros por el Mediterráneo. Son como nuestros bisabuelos, que llegaron a estos puertos con una maletita de cartón y un documento que nadie verificaba.

Para probar que se puede vivir sin dinero un día robé un desayuno en un hotel de lujo de Miami. Claro que está mal y no es para imitar, pero estaba decidido a hacer el experimento el día que entré como un pasajero más a un súper hotel de Brickell Point y me senté en una mesa del comedor. Me serví varias veces salmón ahumado con alcaparras y me fui tan campante igual que como entré. En esos hoteles no preguntaban la habitación porque nadie suponía que podía haber colados. Creo que soy uno de los causantes de que ahora averigüen un poco más y que esos lugares estén llenos de sensores que hacen que cualquier colado salte eyectado del asiento y termine con sus huesos en la prisión del Chapo Guzmán.

El mundo avanza y se supone que es para mejorar la vida de los que lo habitamos. Pero en estas cosas está retrocediendo y tengo la horrible sensación de que hoy somos menos libres que hace 50 años. Las tecnologías deberían ser de libertad pero también sirven para que todo deje rastro. Alguien sabe qué colectivo tomamos, cuánto pagamos en el bar, que microondas compramos, a qué hora pasamos por el peaje, el libro que estamos leyendo y qué tiramos a la basura. Somos más que nunca esclavos de nuestro pasado y también de lo que tenemos. Estamos vigilados todo el tiempo por cámaras y micrófonos invisibles. El Hermano Mayor se entera de todo y nos manda al campo de concentración de la opinión pública si nos apartamos un pelo de lo que considera correcto.

La consecuencia más nefasta del registro de nuestro pasado es que nos encadena al mundo de los necios en lugar de liberar nuestra inteligencia para usar la capacidad de elegir como personas libres. El pasado registrado vuelve difícil cambiar, corregir errores, empezar de nuevo, convertirse… que es la costumbre de los sabios.

Sería lógico que no me importara que se enteren de lo que hago o digo si no hago ni digo nada fuera de la ley, pero el efecto suele ser el contrario por el sencillo razonamiento de pensar que si igual van a sospechar de mi conducta, mejor sería portarme mal y seguir comiendo de garrón salmón ahumado en un hotel de lujo de Brickell Point.

Gracias a Nicolás Maduro


No podemos conocer de antemano las consecuencias que, con el transcurrir de los años, tendrán los acontecimientos que estamos viviendo hoy en el mundo. El calentamiento global, las epidemias, el avance del integrismo islámico, internet o las grandes migraciones del siglo XX y lo que va del XXI… Basta con presenciar un mundial de fútbol que gana con justicia Francia con jugadores como Kanté, Sissoko, Mbappé, Pogbá o Umtiti.

Las migraciones han cambiado ya varias veces la historia de Europa, desde los bárbaros sobre el Imperio Romano; los escandinavos, anglos y normandos en las islas británicas; los moros en España y el sur de Italia o los turcos en Grecia y parte de los Balcanes. Europa está cambiando su fisonomía étnica como la cambió el esclavismo o los mexicanos en los Estados Unidos, pero antes fue la colonización europea en todo el continente americano, desde Alaska a Tierra del Fuego. Esas mismas migraciones provocan muros, guerras, negocios y hasta cambios profundos en la política. Desatan a la vez el auge de los nacionalismos y las broncas de Francisco ante el egoísmo endogámico de los que quieren ser puros.

Si hay una constante de las migraciones es que son imparables; son el resultado de grandes asimetrías, desequilibrios de la economía política (o de la política económica), de las distintas regiones de un mundo desigual. Y esta claro, por lo menos para una parte importante de nosotros, que no queda otra que aceptar la realidad de estos cambios sociales capaces de transformar la identidad de naciones enteras. Hoy, muy a pesar de la cultura supremacista anglosajona, se habla castellano en todo Estados Unidos; hay negros en todas las selecciones menos en la Argentina y mezquitas en todas las ciudades europeas. En cada barrio de nuestras ciudades hay un supermercado chino y un senegalés nos vende anteojos en cada vereda del país. A favor de las migraciones hay que anotar las fortalezas de la polinización cruzada en contra de la endogamia sobrecargada; será por eso que a los rubios les gustan las morenas y a los morenas les gustan los rubios y no digamos nada de éxito de los pelirrojos, ellas y ellos en los lugares donde son minoría.

Son por lo menos cuatro millones los venezolanos que han dejado su país para empezar una vida nueva más allá de sus fronteras. En Buenos Aires cada día se nota más la presencia de venezolanos capaces de abrirse camino donde a los argentinos solo se nos ocurre protestar. ¿Qué influencia tendrán con el tiempo los inmigrantes venezolanos, chinos o senegaleses en la Argentina? No me cabe duda de que será tanto o más positiva que la de millones de europeos y de oriente medio que llegaron a nuestro país despoblado de fines del siglo XIX y principios del XX. Hoy basta con disfrutar de la amabilidad contagiosa de los venezolanos que sirven en los restaurantes, manejan los taxis o te atienden en un negocio cualquiera. Quizá sea esto lo que convierta definitivamente a la Argentina en una nación de gente educada y trabajadora. Y habrá que agradecérselo a Nicolás Maduro.