25 de abril de 2016

El gin de los apóstoles


Después de asistir a un tablado flamenco en Triana volvimos a Sevilla caminando y bastante cansados porque el día había sido largo. Veníamos de una reunión de diarios americanos que se celebraba en Cádiz por ser 2012 el año del bicentenario de la Constitución progresista y liberal, llamada La Pepa porque fue jurada en esa ciudad el día de San José de 1812. Esa Constitución es contemporánea de las que se empezaban a dar las nuevas democracias americanas que entonces se independizaban de España. Y Cádiz era en 1812 el bastión de la independencia española porque las tropas de Napoleón no la pudieron tomar a pesar de asediarla durante casi dos años.

Al salir del tablado de Anselma decidimos volver caminando al hotel, así que cruzamos por el puente de Triana hacia Sevilla para seguir por alguna calle del Arenal. Pero cuando cruzamos el Guadalquivir, exhaustos y sedientos, nos topamos con un bar que todavía estaba abierto, con mesas en la vereda y vista al Guadalquivir y a Triana. Pasamos al lado de un grupo de chicas que tomaban una bebida con pinta refrescante en copas de esas bien grandes y redondas que ponen en los restaurantes cuando pedís un vino caro. Era gin-tonic, nada especial, pero pedimos los nuestros y nos sentamos en la mesa de al lado.

Conocíamos el yintónic pero no aquel gin-tonic. No tenía nada que ver con el de los veranos de nuestra adolescencia y con el que te sirven en casi todos los bares de la Argentina: un vaso aburrido con hielo (con suerte tiene una rodaja de limón) y una medida de gin acompañados de una botella plástica de Paso de los Toros. Aquello era otra cosa: las copas grandes impiden aguar la bebida porque caben enteras la medida de gin y la botellita de agua tónica mas los hielos, que no se derriten porque están congelados a… 50 grados bajo cero. Cuando los encargamos, el mozo empezó con la retahíla consumista: había una variedad inmensa de marcas de gin –ginebra le dicen en España– y de aguas tónicas y no se mezclan así como así. Además se podían aderezar con otra inmensa cantidad de especias, cada una de ellas procesada al gusto del consumidor o del bartender.

El viaje de 2012 fue largo, no tanto por el tiempo como por la vuelta que dimos a más de media España, pero desde aquel bar a orillas del Guadalquivir no dejamos de tomar gin-tonics cada vez que pudimos. Terminamos sabiendo más de gin y de agua tónica que de castillos y periódicos. El gin habitual del gin and tonic, como le dicen los ingleses, es el London dry gin, del que conocemos algunas marcas inglesas originales y otras malas imitaciones argentinas. La ginebra es el gin holandés, o, mejor dicho, el gin es la ginebra de Londres, ya que es anterior al gin. Gin es apócope de ginebra y ginebra (genever en holandés) viene del nombre del enebro o junípero (juniperus communis) con cuyas bayas se aromatiza el aguardiente de malta, cebada o centeno que es su base. El resto es ponerle lo que los conocedores llaman botánicos, que no son otra cosa que hierbas para aromatizar el gin o la ginebra. La ginebra es más dulzona y el gin es seco y cada gin y sus ingredientes casa con su propia agua tónica. Ya no se le pone solo limón al gin-tonic: lleva además combinaciones de aromas producidos por frutas, cáscaras, esencias, berries verdes o maduros, crudos o quemados…

Bueno, resulta que la semana pasada pedí un gin-tonic en un bar de Buenos Aires y me preguntan si lo quiero con Príncipe de los Apóstoles. Me acordaba de ese gin –que supuse español– por haberlo tomado en un sótano de moda camuflado guaú en una florería del codo de la calle Arroyo, pero esta vez me puse a mirar la botella: es argentino y está aromatizado principalmente con yerba mate además de eucalipto, peperina y pomelo rosado.

El inventor es Renato Giovannoni, un bartender a quien todo el mundo conoce por Tato. El nombre y la marca del gin es el mismo que le puso el jesuita belga Nicolás del Techo –se llamaba Nicolas Du Toit– cuando la trasladó en 1641 desde el oriente al occidente del Uruguay porque los bandeirantes las atacaban para conseguir indios mansos que les sirvieran como esclavos. En 1644 el fundador le cambió en nombre por Santos Apóstoles Pedro y Pablo y en 1652 se instaló donde hoy está la ciudad de Apóstoles, capital de la yerba mate. Los guaraníes la consumían en tiempos de Nicolás del Techo y los jesuitas la popularizaron en toda esta parte de América. Tato le puso Príncipe de los Apóstoles a su gin aromatizado con mate para honrar a la tierra, a los guaraníes y a los jesuitas que inventaron el mate.