17 de mayo de 2017

Dragón del Iberá

Cuando los españoles y portugueses llegaron a América se encontraron con dragones, leones y tigres. No existía la National Geographic Society ni había zoológicos, así que los animales eran como se los imaginaban por relatos bastante fantásticos y por alguna pintura o escultura tan dudosos como la imaginación de los conquistadores. Hasta que los conocieron de verdad y se acabó el misterio: ahí está en la Casa Botines de Gaudí, justo en León, la estatua de San Jorge chuceando por su lomo a un yacaré del Iberá.


Dragones eran los lagartos y caimanes que pueblan nuestros humedales. Tigres eran los jaguares, que es el nombre genérico de origen quechua para los felinos manchados de América (panthera onca). Leones eran los pumas, la misma especie (puma concolor) en todo el continente. El sustantivo pantera también es común a todos estos animales que, de vez en cuando, salen negros. Todavía hay confusiones con los pumas y jaguares parecidas a las de los dragones con los caimanes. Los Pumas se llama el seleccionado de rugby argentino, a pesar de que lleva un jaguar en su escudo; y leones y tigres se sigue llamando a pumas y jaguares en muchos sitios de América, especialmente en el campo. Además y para que quede constancia, están presentes en la toponimia en castellano de toda América. Leones, en la provincia de Córdoba, es la Capital Nacional del Trigo. Y Tigre, en la provincia de Buenos Aires, es el puerto y la puerta de los porteños al delta del Paraná.

Leones, tigres y yacarés vivían tranquilos en todo el continente cuando había muchísima menos gente que ahora. En realidad, había poquísimos humanos antes de la conquista, porque había menos en el mundo, pero también porque el crecimiento vegetativo de los aborígenes americanos iba a su ritmo. Quiero decir que eran pocos porque querían y no porque se los comieran los animales salvajes, con quienes convivían sin demasiados contratiempos, cuidándose los unos de los otros.

Los leones pero de verdad campeaban en toda Europa hace 4.000 años, antes de que los corrieran a flechazos los antepasados de los que ahora los protegen; la toponimia y la iconografía antigua de Europa no me dejan mentir. Son más peligrosas las leonas que los leones y mucho más parecidas a nuestros pumas por no usar melena; es que ellas son cazadoras y ellos unos vagos perdidos: su ocupación es comer lo que le traen sus parejas, fecundar todas las leonas que pueden e impedir que se acerquen otros machos a comer lo que no es de ellos, en los dos sentidos. Los leones (ellos y ellas) andan en manada, se devoran rebaños enteros y les da lo mismo si es de gacelas o de gringos con anteojos y borceguíes. Los tigres de verdad, los jaguares y los pumas, en cambio, son solitarios y cazan sigilosos, como el gato de mi casa cuando acecha una paloma incauta; y para colmo los pumas también ronronean como el pesado de Tomy. Entre un león, macho o hembra, y sus parientes pumas hay una gran diferencia de tamaño y de peso y lo mismo pasa entre los tigres de Bengala y los yaguaretés, o como se llamen en cada lugar de América.

Los humanos adultos ahuyentamos a los pumas y a casi todos los animales, que no son tan tontos como para acercarse a un depredador de buen tamaño que anda en manadas, con palos y a los gritos. Los pumas no tienen la culpa de ser pumas, ni los jaguares, ni los caimanes… Ningún animal la tiene y tampoco nosotros. Y si fuéramos un poco más humanos aprenderíamos a convivir con ellos como aprendimos a convivir entre nosotros, que somos mucho más peligrosos; respetaríamos su hábitat y buscaríamos el modo de compartir el planeta en el que navegamos juntos, como en el Arca de Noé.