30 de julio de 2023

Mentirólogos


¿Puede haber dos verdades, tres, cuatro? ¿cuántas? ¿se puede decir mi verdad, tu verdad, esta verdad, una verdad o solo existe la verdad y las demás son mentira? Todo depende... Historia hay una sola; relatos de la historia, en cambio, hay tantos como relatores y todos pueden ser verdad. Lógicamente, si hay dos contrapuestos porque uno dice blanco y el otro negro, uno será mentira… o los dos, si resulta que es rojo.

Quizás nos confunda que haya casi infinitos modos de decir la misma verdad. Es la eterna discusión entre subjetividad y objetividad: cada uno de nosotros ve las mismas cosas desde su propio prisma, que incluye la luz, el ángulo, el sueño, la comida, la bebida, la edad, la cultura, los prejuicios, la genética, las condiciones físicas... pero ninguno es una excusa para no decir la verdad. Es que el relato de la verdad es una curva asintótica: para conocerla, el sujeto debe acercarse a la realidad todo lo que pueda, aunque nunca la toque.

Los millones de maneras de contar la realidad y la constatación de que —por maldad o por ignorancia— todas puedan ser tanto verdades como mentiras, dan una saludable borrosidad a la vida y también temas de discusión y de conversación. Con los datos, en cambio, no hay nunca dos verdades. Se puede discutir sobre el verdadero color de un vestido o tener versiones distintas sobre un hecho oscuro de la historia, lo que no tiene discusión posible son los resultados deportivos, la temperatura en el lugar que se mide, unas elecciones bien contadas, o los datos que quiera agregar. A esa verdad hay que llegar a como dé lugar para que todos la acepten como única y para que nos pongamos de acuerdo en lo esencial.

En los discursos de campaña la mentira se percibe tan fácil que enternece. Pero al mismo tiempo se documenta el uso político de la mentira en las encuestas, que son información (verdad) para los políticos y desinformación (mentira) para los que votan. 

Para que nadie se sienta aludido, supongamos que estamos viendo una serie estilo Borgen... Resulta que Birgitte Nyborg contrata una consultora que hace la encuesta y le entrega los resultados, discretamente y previo pago. Si son buenos, Nyborg pacta con la encuestadora dar al público unos números más ajustados para que los votantes no crean que no hace falta ir a votar. Si son malos, también mejor que parezca que podemos ganar porque a todos nos gusta subirnos al carro del vencedor. Y si son muy malos, achiquemos la brecha para que los votantes no se desalienten y crean que la pueden dar vuelta. A veces pareciera que ni siquiera hacen el trabajo de campo: copian números de otra y los ajustan a los requerimientos de quien les paga.

Siempre los resultados publicados de las encuestas políticas favorecen al cliente más que los otros, por eso es muy importante saber quién la encarga y aplicarle un coeficiente de mentira. Además, resulta que los mismos políticos que las contratan prohiben publicarlas cerca de la elección y de ese modo reconocen que prohiben decir la verdad a los votantes. Como lo hacen sin remordimientos, hay que suponer que saben que son mentira podrida y que sirven para manipular, igual que la propaganda política, las dádivas y las inauguraciones, que también prohiben al mismo tiempo.

Ya dije que estamos en el terreno de la ficción, pero hay que admitir que es muy parecida a lo que pasa en cada elección y no solo en la Argentina. Los mentirólogos quedan pedaleando en el aire el día de la elección, que es la encuesta definitiva y la única que vale. Lo que no se entiende es por qué antes de la siguiente elección les volvemos a creer todas sus mentiras.

23 de julio de 2023

La mentira como activo

La mentira es uno de los misterios de la libertad humana. Podemos mentir porque podemos elegir entre decir la verdad, no decirla o meter una bola tamaño catedral. No es la única consecuencia, digamos negativa, de la libertad, pero es la que tenemos más a mano. La macana –y el misterio– es que, sabiendo que está mal, muchos mienten igual; y entre los que mienten están los buenos y los malos, pero decía el domingo pasado que si los buenos mienten, es que no son tan buenos. Lo que no dije es que los que han naturalizado la mentira como un recurso para llegar al poder han elegido corromperse, y si llegan, llegan podridos a donde la austeridad y la prudencia son valores elementales.
No podemos cambiar el pasado pero sí podemos cambiar el relato del pasado, y lo podemos hacer porque somos libres. Con el futuro, en cambio, hay una diferencia esencial, porque el futuro se puede cambiar hasta el microsegundo del presente en que deja de ser futuro y empieza a ser pasado. Podemos –y los políticos lo hacen seguido– cambiar de opinión, de principios y hasta de convicciones, por eso no miente el que primero dice que hará algo y después hace lo contrario. Miente, en cambio, el que dice que hizo lo contrario de lo que realmente hizo, o vio, o escuchó, o dijo...

La verdad y la mentira no tienen grados. Se dice la verdad o se miente, por eso la mentira no debe admitirse bajo ningún pretexto, ni siquiera porque hay algo que es mejor que no se sepa: para eso siempre está el silencio.

¿Y qué es la verdad? Aristóteles da una definición muy ontológica: decir de lo que es que es y de lo que no es que no es, lo que supone, primero, la adecuación entre el pensamiento y la realidad. La versión realista y completa de la verdad incluye la correspondencia entre la cosa conocida y el concepto producido por el intelecto, porque saber la verdad es presupuesto básico para decirla. El cínico sabe la verdad pero elige mentir, el necio ni sabe que miente y para el corrupto la verdad no existe.

La libertad de expresión, que es un principio elemental de la vida democrática, no es un derecho a la mentira. Y la garantía constitucional que dice que nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo (artículo 18), tampoco habilita a nadie a mentir. Los jueces deberían ser más estrictos con esta garantía, que no penaliza el silencio para no incriminarse, pero sí penaliza el falso testimonio y el mal uso de esa garantía para incriminar a otros.

Tampoco pueden ni deben mentir los políticos ni los funcionarios. Y lo digo consciente de que la mentira se ha vuelto un activo de la política. Con excepciones cada vez más raras, en la Argentina y en el resto del mundo se miente descaradamente. Hay políticos que mienten sin inmutarse, sin ponerse colorados y capaz que ni mueven la aguja del detector de mentiras, pero todos los vemos mentir porque la vida pública está recontrarregistrada. Con tanto archivo es fácil desmontar las mentiras, pero a los aventureros de la política eso no les importa nada. Están lanzados al poder y para conseguirlo –o mantenerlo– no importan los medios ni el precio porque el negocio del poder supone una ganancia extraordinaria para esa inversión de inmoralidad y mala fama. Además, piensan, la gente se olvida y el público se renueva.

Los periodistas pagados por el poder son funcionales a las mentiras de los políticos y las repiten sin cuestionarlas ni repreguntar. Pero hay un dato infalible para tener siempre en cuenta: cuando alguien asegura que no miente, está mintiendo. Y cuando dice que nunca miente, es porque siempre miente. Los que dicen la verdad no necesitan advertirlo a sus audiencias.

9 de julio de 2023

La mentira de los buenos

Tengo un recuerdo vivísimo y de cierta "gravedad". Un día, detrás de la puerta del comedor de la casa de Hortaleza, protegidos por ella, mi hermano y yo, nueve y seis años, hicimos una solemne promesa: no mentir nunca. De mi hermano, no estoy enteramente seguro; por mi parte, la hice con una seriedad que no se creería posible a esa edad, y que había de condicionar el resto de mi vida


El relato está entre las páginas 29 y 30 de Una vida presente, el libro de memorias de Julián Marías publicado en 2008. Encuentro este entrañable recuerdo de 1920 en el muro de Facebook de un grande de la semiología contemporánea, que cita una tesis doctoral sobre la antropología metafísica de Marías. En esa tesis el autor recuerda que don Julián renovó esa promesa cuando era un joven universitario durante una visita al Santo Sepulcro de Jerusalén. También cuenta que muchos años después, un escritor, inquieto por aquella promesa, le preguntó si la había cumplido y Marías respondió que sí.

La verdad es un bien tan preciado como la vida misma. La necesitamos como el aire para respirar. Vivir en sociedad es imposible sin la verdad; pero en una vida solitaria, de ermitaño, también podemos mentirnos, creernos nuestras mentiras y hacernos un daño imposible de medir... y la primera mentira, solos o acompañados, suele ser la valoración de nosotros mismos. La verdad está grabada en el corazón humano como el amor, la propiedad o la vida. Por eso nos repugna odiar, matar, mentir o robar antes de que nadie nos diga que no debemos hacerlo. Es que no es una exigencia de ninguna ley escrita sino de la misma naturaleza, que rige para nosotros como la ley de la gravedad o el principio de Arquímides. Y por las dudas alguna vez nos confundamos, o para los que les faltan caramelos en el paquete, están prescritas por las leyes positivas, desde los Diez Mandamientos hasta la última norma de cualquier país del mundo, pero primero están escritas en el corazón humano.

Los necios mienten sin saber, porque ni siquiera saben que mienten. Los psicópatas mienten sin que se les mueva un pelo porque se creen sus mentiras. Y los cínicos mienten sabiendo que mienten y que los demás también saben, pero les importa un pimiento.

Desde cuándo hay cínicos en la política, pregunté una vez en una red social. 
Desde Alejandro Magno, me contestó un conspicuo empresario que hacía negocios con el poder.

El cinismo es una escuela de aquella época (unos 400 años antes de Cristo), pero seguro que antes de los cínicos había políticos que mentían descarada e impunemente. La mentira es una herramienta del poder y muchas veces no consiste tanto en decir una cosa por otra, como en ocultar la verdad engañosamente. 

Hoy estamos ante la degradación de la verdad o la naturalización de la mentira. Tan normalizada está que nadie la llama mentira. Hemos acuñado expresiones como fake news, porque en inglés queda mejor para decir noticias falsas (puras mentiras). También decimos posverdad para no decir mentira podrida. Restricción mental se llama hace tiempo a mentir diciendo solo una parte de la verdad (mentira al fin y al cabo). Ahora resulta que hay un engendro artificial al que le pusieron inteligencia aunque no sea inteligente y mienta sin remordimientos. Y están también los algoritmos de las redes sociales, que nos persiguen con las noticias que nos gustan (mentiras como castillos).

¿Miente el militar que engaña al enemigo para vencerlo en la batalla? Claro que miente. ¿Y en ese caso está mal mentir? Lo que está mal es la guerra y la verdad es su primera baja. Y en la guerra pasa lo mismo que en el juego: los enemigos saben que el engaño es la más letal de todas las armas. ¿Miente el futbolista que engaña con un amague al contrario? Engañar al contrario es parte del juego y el contrario lo sabe, como en el póker o en el truco se oculta la verdad (las cartas) para distraer la estrategia del contrario. Por eso me gusta el golf, un deporte en el que la mentira no tiene el más mínimo resquicio y nunca se provoca el error ajeno.

No sorprende que mientan el cínico, el necio, el estratega, el tahúr, el ladrón o el corrupto. Debería sorprendernos, en cambio, que mientan los buenos. 

También le sorprende a Jaime Nubiola –el semiólogo que cita a Marías– la mentira de las de personas de su confianza o de su ámbito más próximo: no me acostumbraré nunca a esto, que personas a las que quiero, por ahorrarse un mal rato o por lo que sea, me digan algo realmente falso. Me consuelo pensando que no pocas veces hasta se creen sus propias mentiras.

Pienso que nadie cuerdo se cree sus propias mentiras. Las decimos conscientes de que mentimos, y nos ponemos colorados o hacemos gestos que conocen bien los intérpretes no lingüísticos. Digo nadie cuerdo porque los psicópatas son capaces de mentir sin que se les note y hay que instalarles un detector de mentiras o hipnotizarlos para averiguar si están mintiendo. La política está plagada de psicópatas a los que nadie hace jamás una de estas pruebas, y a los periodistas nos queda solo la opción de chequear lo que dicen y alertar a las audiencias, pero solemos llegar tarde porque todo el mundo oye a los políticos y casi nadie busca si es verdad lo que dijeron.

Pero volvamos a Nubiola y a la paradoja de la gente buena que miente. Decía al final de la columna del domingo pasado que es incompatible ser bueno con mentir, porque mentir está mal, así que el que miente no es bueno y el que es bueno no miente. Pero me he encontrado muchísimas veces con gente que se cree buena que miente, y con algunos amigos he llegado a la conclusión de que hay toda una generación de esta gente, que coincide aproximadamente con los que son algo mayores que los boomers. Y se nota especialmente en contraste con las nuevas generaciones, a las que les repugna la mentira.

El razonamiento que hacen los de esta generación –lo he oido de sus propios labios– es que para conseguir un bien se puede mentir. Ya se ve que es una mentira selectiva, como la de un jefe que tuve, que inventaba personajes a los que entrevistaba para que dijeran lo que él quería decir. En algunos casos lo hacía con nombre y apellido y recuerdo que uno de esos personajes era alguien real, de carne y hueso, que le había dado permiso para usar su nombre en declaraciones que nunca había hecho. Pero lo más común es decir las mentiras sin nombres: en una reunión muy importante se dijo que... un funcionario del Ministerio aseguró que... un asesor muy cercano al presidente cree que... mentiras atómicas. No crea jamás en estas especies inventadas por periodistas lentos: son todas mentiras.

Ahora imagínese lo mismo pero dicho por un cura, o un pastor, y con la intención de despertar buenas acciones en sus feligreses. ¿Se puede? Claro que no. Nunca se puede buscar un bien con un medio malo. O lo que es lo mismo: el fin no justifica los medios, que es el principio contrario al célebre apotegma de Nicolás Maquiavelo, que se puede enunciar más fácil así: un fin bueno conseguido con medios malos se vuelve malo. Ya que mencioné al cura y al pastor, debo decir que el protestantismo calvinista es mucho más intolerante con la mentira que el catolicismo de la misericordia y el perdón.

¿Y cuál sería la razón para admitir el mal como medio? Hay que bucear en la historia, pero no está tan profundo como para no llegar a ella. Creo que fue una confusión cultural de la generación de la mentira, que entendió que para defender la salud, por ejemplo, se puede mentir. El padre que le pide a su hija que le diga a su vecino que no está, le está enseñando a mentir. La madre que felicita la suerte de su hijo a quien por un error le cobraron de menos en el supermercado, le está enseñando a mentir y a robar. He visto miles de veces estas y otras mentiras en la vida familiar, entre amigos y en la profesión. Mentiras que se celebran como si fueran un premio a la sagacidad del que las dice, que es un mentiroso como cualquier otro.

Tan acostumbrado está el mundo a la mentira que acertamos más cuando sospechamos que nos mienten que cuando creemos en lo que nos dicen. Nuestra sociedad está planificada para la mentira, por eso hay miles de requisitos –y de gastos– para asegurar la verdad en cada trámite, pero así y todo, mentimos.

2 de julio de 2023

Wagner y el amor a la patria


Yevgueni Prigozhin es un empresario ruso –oligarca lo llama la opinión pública occidental– de esos que se quedaron con todo cuando se derrumbó la Unión Soviética. Unos se quedaron con el petróleo, otros con el gas, con los trenes, las minas, los campos, los hoteles o repúblicas enteras... con lo que sea porque los medios de producción eran del estado, como corresponde a un país comunista de verdad. Cuando el comunismo se desparramó, los despojos de la URSS quedaron en poder de la Nomenklatura, la antigua burocracia soviética que se convirtió en oligarquía. Hoy esos mangantes se cuentan entre los personajes más ricos del mundo.

Una de las primeras empresas que creó Prigozhin fue el catering del ejército ruso. Pero no solo cocinaba el rancho para millones de soldados, también tenía muy buenos restaurantes en San Petersburgo y Moscú y era contratado por el Kremlin para dar de comer a Vladimir Putin y sus invitados; por eso se lo conoce también como el chef de Putin. Lo del catering fue solo empezar. Le alcanzó con conocer el estado calamitoso del ejército para que se le ocurriera la idea de fundar uno privado y ofrecer sus servicios a Putin. Así creo el Grupo Wagner, que consiguió sus primeros contratos en la guerra separatista del Donbás en 2014. Luego los soldados de Wagner fueron protagonistas de la intervención rusa en Siria, a favor del dictador dinástico Bashar al-Ásad. También siguieron a la vanguardia de las intervenciones rusas en donde hiciera falta, o protegiendo propiedades e industrias de Rusia y de algunos dictadores africanos, y hasta fueron contratados por Nicolás Maduro para su guardia personal. Entre Wagner y otras empresas, Prigozhin es dueño de cientos de miles de hectáreas en África y de minas de oro y de diamantes que protege con sus soldados.

Los mercenarios son invento muy antiguo, pero los creadores de las Private Military Companies (PMC) son los norteamericanos para sus guerras de ultramar. Son empresas militares privadas, formadas por mano de obra muy calificada, contratadas para operaciones determinadas, de mayor o menor envergadura y por montos inimaginables.

Prigozhin conoce el ejército ruso y también las cárceles porque estuvo trece años preso por delitos de robo, fraude y uso de adolescentes para cometer delitos. Engrosó sus filas con presos, para quienes consiguió la absolución de penas si peleaban en Ucrania durante seis meses. Hasta la semana pasada han sido los mercenarios de Wagner quienes hicieron el mayor esfuerzo bélico en Ucrania, y se calcula que entre muertos y heridos cuentan ya con unas 20.000 bajas. Pero la misma corrupción del ejército que le abrió la ventana para los negocios fue su perdición: nada funciona, todos roban, nada llega a destino. A los mercenarios había que abastecerlos de equipos y municiones desde un ejército corrompido, que no tiene ganas de luchar y que envidia los sueldos, los éxitos y hasta la pinta de los mercenarios. La cosa terminó mal cuando el sábado de la semana pasada, Prigozhin y unos 25.000 mercenarios se amotinaron contra Putin, tomaron la ciudad del Rostov y avanzaron hacia Moscú, dicen que con la idea de mostrarles cómo se gana una guerra. Putin y Prigozhin pactaron la paz el domingo gracias a la intervención urgente del dictador de Bielorrusia y lacayo de Rusia, Aleksandr Lukashenko, que les dio asilo en su país.

Ucrania aprovechó el desorden para avanzar en su todavía lenta contraofensiva. Pero la consecuencia elemental está reclara: Rusia tiene el segundo ejército más numeroso del mundo, pero eso no es nada si no hay amor a la patria, y como consecuencia, hambre de victoria, honestidad, trabajo y orden, que privan sobre la corrupción que lo vuelve inoperante. ¿Cómo va a hacer Rusia ahora para continuar la guerra sin la eficacia de Wagner? Nadie lo sabe. Lo que sí se sabe, y desde la primera guerra de la historia, es que si no hay corazón no hay coraje que valga. Y hasta en las guerras el corazón puede más que las armas.

Lo mismo pasa en todas las actividades humanas y sobre todo en la política: las armas y la plata no son nada contra el amor a la patria.