31 de octubre de 2016

Premio Nobel


No me gustan los premios. Ninguno. Y lo que menos me gusta es que sea el premio lo que mueva a algunos. El amor propio y no la solidaridad, la superación; el amor a los semejantes, a un ideal o a la patria. Para colmo los que los ganan parecen los mejores, pero no: son apenas los mejores de los que se presentan al premio y el mismo hecho de presentarse los convierte en codiciosos. Los que sí los merecen, los buenos de verdad, no ganan premios porque jamás se presentan a los concursos: no tienen tiempo para esas pavadas.

Hay excepciones, pero muchos premios se ganan a fuerza de personas que influyen en los jurados, por plata nomás. Y hay premios-negocio, creados solo para dárselos al que paga buen billete. Hasta algunos hay tan aguados que todo el mundo los gana (en este caso es más barato, claro, pero al final el negocio es el mismo). Al final a los premiados les pasa lo que a los políticos descartables: se devalúan hasta desvanecerse en la nada, y así nos va.

Acepto que en el caso del Premio Nobel de Literatura tienen algo que ver los gustos y no entiendo cómo lo puede ganar alguien que no escriba en el castellano de nuestra América. No hay narrativa en todo el mundo como la iberoamericana contemporánea, pero el Nobel nos toca solo cada tanto porque parece que también hay que dárselo a un egipcio o un japonés, aunque escriban como la mona. A veces coinciden mis gustos, como este año con Bob Dylan, pero también hay que decir que Bob Dylan le venía mejor al Nobel que el Nobel a Bob Dylan.

Y para los políticos cualquier premio es un botín. Por eso me resulta un despropósito brutal el Premio Nobel de la Paz a las hasta ahora buenas intenciones de Juan Manuel Santos; y me dan unas ganas enormes de sospechar. Este año se lo merecían los White Helmets, los Cascos Blancos que llevan salvadas unas 20.000 vidas en Siria; o los rescatistas de la isla de Lesbos, en el mar Jónico; o una enfermera anónima del Hospital Madariaga, que seguro hizo más por la paz del mundo que Barack Obama o Henry Kissinger, que también lo ganaron.

Si de mí dependiera, le daría el premio Nobel de la Paz al que se le ocurrió mezclar gin con agua tónica: ha hecho mucho más por la felicidad del mundo que todos los políticos desde la época de Hammurabi a nuestros días.

12 de octubre de 2016

Aeropuertos

Marc Augé es un antropólogo francés contemporáneo al que se le dio por llamar no-lugares a los sitios transitorios en los que nos relacionamos los seres humanos. Son no-lugares los hospitales, pero también las autopistas, los supermercados y sobre todo los aeropuertos. Resulta que a medida que pasan los años son más grandes, más anchos, más largos y más no-lugares. Se explica perfectamente que haya gente que viva en los aeropuertos, como en la película La Terminal de Steven Spielberg en la que Tom Hanks se convierte en un náufrago apátrida en un aeropuerto norteamericano. Pero la película es pura ficción basada en la historia real de un refugiado iraní que vivió 18 años en una sala de embarque de la Terminal 1 del aeropuerto Charles De Gaulle de París. Es que si hay no-lugares dentro de los no-lugares son las salas de embarque de los aeropuertos internacionales: la tierra de nadie entre migraciones y el resto del universo.


Hoy los grandes aeropuertos más que no-lugares son no-ciudades o no-países por el tamaño que tienen y sobre todo por la cantidad de habitantes permanentes y transitorios. El aeropuerto de Heathrow, en Londres, recibe unos 75 millones de pasajeros por año. Por el de Barajas (ahora se llama Adolfo Suárez pero sigue quedando en el pueblo de Barajas, en Madrid), pasaron 46 millones en 2015, pero es el único aeropuerto civil de Madrid, mientras que Londres tiene por lo menos cuatro si sumamos a London City, Gatwick y Luton.

La calificación de los aeropuertos debería basarse no en su tamaño, su tráfico o su cercanía. Lo que importa es que esté bien comunicado con la ciudad a la que sirve. Los de Londres tienen estaciones de tren adentro del aeropuerto. Por unas libras se llega en media hora y en trenes expresos a cualquiera de las grandes estaciones terminales de la ciudad que ya era grande hace cien años. Pero eso no es nada comparado con el Underground, que tiene tres estaciones en Heathrow, el más grande y transitado de los aeropuertos de Europa y del mundo. Desde cualquiera de las terminales de Heathrow y por lo que cuesta un pasaje de metro, los viajeros tienen acceso a la inmensa red de subterráneos de Londres.

También llegan el tren de cercanías y el metro de Madrid a las viejas terminales y a la alejada y supermoderna terminal 4 del Adolfo Suárez. La empresa que gestiona el aeropuerto ha inaugurado, además, una lanzadera que lleva y trae del centro de Madrid por cinco euros. Es un autobús vidriado, con wifi y lugar para sus maletas desde donde se puede dar el último adiós a la ciudad.

En los aeropuertos argentinos –y casi todos los sudamericanos, para qué nos vamos a engañar– cuando uno se baja del avión no llega a ningún sitio. Que Dios lo ampare en su soledad y también en la inseguridad que campa como un fantasma en nuestro continente y mucho más en cuanto hay un indefenso, que es lo que somos los pasajeros en los no-lugares de Marc Augé. Lo bueno es que en nuestros aeropuertos es solo un poco más improbable que alguien de Daesh –el Califato que mal llaman Isis– ponga una bomba. Aquí basta con transponer la puerta de salida para encontrarse con la nada. Si no lo han venido a buscar, no hay a dónde ir ni en qué ir y si quiere usar algo parecido al transporte público tiene que prever el doble de tiempo para irse de o para llegar a un sitio al que ya tiene que estar bastante antes si no quiere tener problemas, y todo para un vuelo que dura un poco más de una hora.

El Aeroparque Jorge Newbery de Buenos Aires está incomunicado y rodeado de bandidos. El que tiene Sube puede tomarse un colectivo urbano de los tres que vienen de la Ciudad Universitaria y pasan por la Villa 31. También está el Arbus que todavía debe regentear algún camporista porque no lo lleva a ningún sitio, sale cuando quiere y es bastante caro. Cuando se pasan las puertas de salida aparece de repente el territorio comanche, siempre falto de luz, desordenado, sucio y dominado por mafias codiciosas de desprevenidos. Puertas corredizas anuladas con cintas de peligro le avisan lo que vendrá. Ezeiza es otro caso de ningún-lugar y tiene que rezar para que no le toque un piquete al llegar o salir. Y no le digo nada lo que se siente en aeropuertos del interior; en algunos da miedo salir de la zona de desembarque por el acoso al que lo someten los taxistas, remiseros, mangantes y otros ladrones de ocasión. Para colmo y para más susto, a la Policía de Seguridad Aeroportuaria se le ha dado por llenar los sitios neurálgicos de nuestros aeropuertos con pegotes de bandidos buscados por la policía o perdidos que la Justicia no encuentra por sus propios medios.


Tanta gente concentrada en los aeropuertos los ha convertido en blanco preferido de los yihadistas islámicos, esos guerreros fanatizados que han aparecido en el mundo civilizado para jorobarnos la paciencia a los viajeros. Y para colmo resulta que Bin Laden –o quien sea que haya sido el que usó aviones repletos de pasajeros para atentar contra las Torres Gemelas de Nueva York– les complicó la vida para siempre a los que andan perdidos por los aeropuertos una parte casi central de su vida.

Ya no sorprende que unos extraños de Londres inspeccionen con rayos equis todo lo que otros extraños -extrañísimos- llevan en las maletas, o metan las manos en bolsos ajenos -ajenísimos- y saquen al aire ropa interior usada como si fueran regalos de cumpleaños. Eso pasa hasta en el aeropuerto más pequeño, pero lo notable de Londres es que le hacen esas perrerías a cien millones de personas por año (si las cuentas no me fallan son 274.000 pasajeros por día).  “¿Qué busca?” le pregunté a un guardia civil de Barajas que me revisaba con una especie de papel que sostenía con unas pinzas. “Explosivos” me contestó como si me contara que llueve.

Cada nuevo viaje avisan que hay que estar más temprano en el aeropuerto y tienen razón porque hay que dedicarle tiempo a las vejaciones de la seguridad y también hay que prever que uno se pierde unas tres veces con el riesgo de subirse al avión equivocado. Tanto tiempo de espera ha convertido a esos no-lugares en bazares: tiendas de todo tipo que compiten para sacarles a unos exhaustos cautivos sus últimos billetes. Pero no son los únicos que hacen negocio. Desde el 11 de septiembre de 2001 la familia de Bin Laden o algún gerifalte de Isis debe ser el dueño de la fábrica de escaners de valijas y de todos los sistemas de seguridad que nos han complicado la vida a los pasajeros. No sé si son ellos, pero sí que tenían información para hacer ese negocio. Para colmo, si lo que quieren es incordiarnos la vida a cientos de millones de esforzados viajeros, los del Isis no necesitan ningún atentando más.


Dicen los que saben que los que viajan en avión son todavía un porcentaje muy bajo de la población mundial y también dicen que son siempre los mismos. Alguno se debe agregar al colectivo de viajeros y alguno también lo deja por muerte o por hartazgo. También es cierto que suben a ritmo parecido la cantidad de habitantes del planeta y los aviones en el aire. Eso de ser siempre los mismos es lo que provoca que las conversaciones de pasajeros empiecen un día y terminen el siguiente, cuando nos volvemos a encontrar en el mismo vuelo.

Fue en una de esas charlas del Club de los Viajeros que hablábamos, pasillo del avión por medio, sobre lo pequeño que se ha puesto el mundo gracias a los bajos precios del petróleo, que han abaratado los billetes internacionales de avión. El petróleo se encarece o se abarata por razones que nunca podemos explicar porque no las podemos saber pero sí suponer: casi siempre son estratégicas y relacionadas con la conveniencia coyuntural de Estados Unidos, de Gran Bretaña y de sus aliados en el Golfo Pérsico. Sea como sea resulta que hoy es bastante accesible largarse a recorrer el mundo. 

Y mientras se dispara la cantidad de los viajes también se multiplica la incomodidad. Hace 50 años se ponían la mejor ropa para viajar porque no era cuestión de aparecer así como así en el aeropuerto y menos entre los pasajeros; ellas producidas para la ocasión y ellos con saco y corbata. Además había lugar suficiente para cada uno con su humanidad a cuestas. Todos disfrutaban de buena comida y mejor bebida y las líneas aéreas competían por la amabilidad de sus azafatas pero sobre todo por su menú y su bodega. Los platos eran de porcelana, los vasos de cristal y los cubiertos de metal cortaban y pinchaban sin romperse como los de plasticurri berretongui de nuestros días.

Hoy los pasajeros de viajes largos compiten en mal gusto y los argentinos, además, en estridencia. Las azafatas desparraman fideos recalentados y tiran una cajita de cartón con galletitas en los vuelos cortos. Amarretean la gaseosa en vasitos de plástico, y no vaya a creer que la clase ejecutiva es mucho mejor. Los pasajeros somos cada vez más grandes y los asientos cada vez más chicos. Apenas se reclinan un par de grados y no hay espacio entre butacas para un fémur occidental. Solo un faquir consigue echar un sueñito sin clavarse una pastilla de las grandes de Dormicum. Los bolsos no caben en los portaequipajes y cada año reducen más los kilos permitidos para despachar en la bodega. Para colmo cobran el exceso en lugar de prohibirlo y así confiesan que es para sacarte plata y no porque el avión no aguante la carga. A eso se suman las mil perrerías que nos hacen para prevenir atentados que no pensamos cometer. Cualquiera de ellas sería suficiente para hacer desistir a una dama o un caballero de 1950, pero hoy aguantamos todas las incomodidades si nos aseguran que los aviones van a ser puntuales, que tampoco lo son, así que, para que no linchemos a las azafatas de mostrador nos engañan como en el jardín de infantes.