20 de julio de 2008

Semiología política

En la Argentina los próceres son militares. Las calles tienen escalafón descendente del centro a las periferias y las estatuas llevan charreteras y entorchados. Los generales desafían ecuestres la intemperie en padrillos imposibles de bronce y guano. Los almirantes otean el horizonte inmortales en columnas de granito y floripondio con sus medallas al viento. Los viejos barcos de guerra sobreviven en las dársenas muertas del antiguo puerto de Buenos Aires: allí alegran la vista de restaurantes y tenderetes de moda. Mientras aparezca algo mejor, gastan alas y fuego de cemento para celebrar las batallas de la guerra de las Malvinas. El himno, las banderas y los escudos son símbolos tan militares como los botones dorados y las lágrimas cuando izan la bandera o soplan los primeros acordes del himno nacional en sus cornetas de independencia y libertad: “Oíd mortales el grito sagrado...”

Las banderas tienen una relación secreta con las naciones... o los países vienen empaquetados con colores, olores y sabores. Quizá por eso la patria tiene colores y flor y ave y bandera y también escudo y hasta postre nacional. Los gringos se volverían brasileños si las barras fueran verdes y las estrellas amarillas y España no tendría fuego ni sol con un pabellón anaranjado. Los símbolos patrios rigen la vida, pero no tanto como las comidas o los partidos de fútbol. Boca Júniors es una religión y al argentino que no le gusta el dulce de leche se lo fusila por traidor. Símbolos tienen los clubes, los colegios y las familias. También las empresas, los obispos, los municipios, los regimientos, las academias y los barcos.

Mientras el poder peleaba por sacarle el dinero a los productores rurales, ellos le birlaron los símbolos de la patria. El matrimonio presidencial abusó de las palabras huecas y se quedó sin signos. En 100 días el gobierno perdió hasta la bandera argentina y solo usó las pletóricas de rabia de un partido. Al himno nacional se lo quedaron los opositores y lo cantaron cada diez minutos en las calles al ritmo de sus cacerolas. Las marchas militares dan grima a las autoridades setentistas y hasta los galones de los boy scouts los ponen nerviosos. Para colmo los Kirchner son de Rácing -no de River ni de Boca-, que casi se pierde en las ciénagas del descenso.

El gaucho, las botas, el poncho, el mate, las espuelas y la guitarra son de la oposición campestre que se levantó contra las retenciones exageradas a las exportaciones de granos. También la chacarera, la cueca y el chamamé y ahora resulta que cantar la zamba de la Esperanza es un delito federal porque los gauchos son golpistas. La empanada, el puchero, la mazamorra y el alfajor están desterrados porque la presidente se puso a dieta de grasas y calorías y su marido tiene a raya su colon irritable. La vaca y el caballo son del campo, también los chanchos, las ovejas, los gallinas batarazas y los perros cimarrones. Por eso son opositores el chorizo, el bife, el asado, los chinchulines y hasta el huevo quimbo. El poder perdió también los símbolos religiosos en su pelea con obispos y prelados: se quedó sin la Virgen de Luján, la del Valle y la de Itatí. Perdió la Cruz, pero también la Estrella de David por culpa de Hugo Chávez y sus amigos iraníes y ni siquiera le quedó el turbante del Profeta por que es propiedad de su antecesor y contrincante capicúa. Los ruralistas opositores llevan en sus solapas la escarapela argentina y en sus marchas pasean sin remilgos ni vergüenzas a la Inmaculada y a todo el santoral.

6 de julio de 2008

Neustadt

Tanto predicaba en el desierto que su último libro se llama Escribir sobre el agua. Lo presentó en la plaza Lavalle de Buenos Aires, enfrente de la sinagoga de la calle Libertad, un par de semanas antes de morir. Era ya de noche y hacía frío debajo del gomero y de las estrellas. El acto formal en la librería El Ateneo fracasó por una amenaza de bomba. El rabino Sergio Bergman estuvo locuaz, redondo y cristiano. Y Bernardo, como siempre, no se apartó ni un milímetro de sus monsergas masoréticas. Me acordaba de la presentación de un libro mío sobre el periodismo y la pasión en un restaurante de comida rápida de Callao y Santa Fe. Neustadt estaba un poco molesto por el olor de la cebolla y no lograba entender la metáfora agarrada de los pelos del sándwich y la lectura.

El sábado 7 de junio murió en su casa de Martínez, de un paro cardíaco, como todo el mundo, pero con buena puntería: en la Argentina es el día del Periodista. Había nacido en Rumania el 9 de enero de 1925 y emigró a La Plata con sus padres cuando tenía seis meses. Pasó su infancia pupilo primero en un colegio de hermanos de Lasalle y luego en uno de salesianos. Su madre murió cuando tenía trece años: casi no la conoció. A los catorce su padre lo echó de casa porque quería ser periodista: por ese camino no se llega más que al vicio. Se fue con una maleta chiquita y dos mudas de ropa al diario El Mundo donde ya trabajaba. Llegó lejos. Durante 30 años dirigió el programa con más rating de la televisión y fue uno de los hombres más influyentes de la Argentina. Una vez por semana se paraba el país ante la mesa de Tiempo Nuevo.

Cuando comenzamos la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral se entusiasmó y le gustaba venir siempre que lo invitábamos. En esa época todos los estudiantes querían ser como él. Una vez llegó tarde a una reunión porque venía de una autotransfusión: por las dudas la necesitara alguna vez, llenaba con paciencia un barril de su propia sangre. Ni la sangre ni la plata le cundieron pero sí nuestro reconocimiento. No tuvo hijos y su vida se consumió en soledad a pesar de sus sucesivos matrimonios. Gastaba manías que había que respetar y era muy difícil contradecirlo. Los años de crisis y el gobierno autoritario de los Kirchner lo amargaron hasta la muerte.

Siempre pensé que sería el perfecto fundador de un Centro de Estudios de Medios en Buenos Aires. Sin sucesores directos, y con mucho dinero, podía contribuir con su patrimonio a la creación del fondo para solventar una institución dedicada al estudio del periodismo. La gente conoce a Joseph Pulitzer por los premios más que por su historia y a Nelson Poynter por el Instituto de Estudios de Medios que lleva su nombre. Nadie los recuerda como polémicos, santos, avaros, generosos o corruptos. Así que caí en su casa una mañana de primavera con la idea de convertirlo de un plumazo en Instituto y arreglarle su fama para siempre. Entonces ya andaba orillando los 80 y hablaba seguido de su muerte. Estaba seguro de que, si conseguía viajar con él al Poynter, lo convencería. Pero la agenda de Neustadt había fraguado y no conseguí sacarlo de su letanía perpetua. Así murió el Centro Bernardo Neustadt de Estudios de Medios, frente al Río de la Plata que mirábamos desde el ventanal de su casa colgada en la barranca de Martínez.