7 de noviembre de 2008

A freír buñuelos

“Adolescentes ¿ellos o nosotros?” gritaba rebelde el título de una revista que tuve en mis manos por los años 60, cuando yo lo era sin remedio. Creo que el autor era Rodolfo Patuel, un tipo que llegó a pensar mucho y que se nos murió pronto. En aquellos días éramos rebeldes a los catorce y entusiasmaba endilgarle a los mayores su condición bastante precaria, por lo pronto más que la nuestra, a juzgar por el contenido del artículo. Al final concluía que los verdaderos adolescentes son los mayores porque les pasa lo mismo que a los que lo son por derecho propio, pero multiplicado por su edad.

Todavía los semiólogos discuten la etimología de la palabra. Parece que no viene de adolecer que según los diccionarios significa "...padecer alguna dolencia habitual; caer enfermo; tener o estar sujeto a vicios, pasiones o afectos, o tener malas cualidades, causar enfermedad o dolencia". Es decir que los adolescentes serían gentes a las que les faltan plata, aptitudes y hasta salud. Carestía de lo que fuera era lo que nos vendían entonces. Pero ahora resulta que entre los romanos la adolescentia no era una edad en la que se adolecía de algo o se sufriera. Dicen que en latín la palabra proviene del verbo adolesco, que no deriva de ad y doleo, sino de ad y oleo, un verbo que expresa la idea del ungido, "del crepitar de los fuegos sagrados; los que llevan y transmiten el fuego; el crecer, desarrollarse, desenvolverse la razón, el ardor". Los semiólogos son capaces de engañarnos a todos...

Sean tipos que carezcan de razón o de salud o se abrasen en el fuego sagrado, que es tres cuartos de lo mismo, se puede descubrir a un adolescente más por sus desplantes que por sus padecimientos. Son las respuestas adolescentes las que me están preocupando en nuestra América trasnochada de ideologías. Pero resulta que no son los verdaderos adolescentes los que las formulan.

Si fuéramos más pragmáticos mandaríamos a freír buñuelos a los que nos argumentan con razonamientos de teenagers aunque tengan edad para regalar. Como si la respuesta fuera suficiente y hasta sabia, nos quedamos tal cual, como antes de preguntar, porque no nos contestaron nada. Es la señal de los ideólogos latinoamericanos en casi todas las discusiones, igual en las cumbres de jefes de estado que en los abismos de la adolescencia nostálgica de pensamiento. Lo que resulta es un diálogo de sordos, o de mudos, que para el caso es lo mismo. Incoherencia fatal que vuelve estéril la reunión más pintada. Y así seguimos, sin avanzar ni retroceder.

Contesta como adolescente el sofista de barricada que se enfrenta con la policía que le exige que libere la ruta y argumenta que es más delito hambrear al pueblo con políticas neoliberales. Y el ideólogo de café y vino tinto que zafa con un “no le parece que debería hacerle esa pregunta al gobierno”. O el presidente que raja “usted es un mandado y se lo voy a demostrar” en lugar de contestar la pregunta con una respuesta adecuada a su obligación de funcionario público.

Pero resulta que últimamente muchos periodistas nos quedamos –me meto en el ruedo- con la respuesta quinceañera como si fuera buena y coherente. Y las escribimos en el diario o las difundimos por radio y televisión ¡como si fueran inteligentes! Cuando presidentes, gobernadores, diputados o intendentes salen con evasivas de adolescentes resulta que los periodistas no repreguntamos ni les exigimos que nos contesten la pregunta. Lo que indica que los periodistas nos volvemos a veces tan adolescentes como ellos. O peor: que nos tragamos los sapos de la política como se los tragan ellos... Nos cuadran estas magníficas palabras –también en primera persona- del viejo hijueputa de Allen Neuharth: “los periodistas nos vamos demasiado de copas con nuestras fuentes y acabamos convertidos en ellos, apresados en el síndrome de Estocolmo”.

Si. Deberíamos mandarlos a freír buñuelos en lugar de tomar copas con ellos.

3 de noviembre de 2008

La venganza de don Julio

El presidente de la Asociación del Fútbol Argentino se fregó en todas las opiniones y eligió a Maradona como director técnico de la selección nacional. Raro porque estaba peleado con el astro, pero no tan raro si se sabe que era el único modo de jorobarlo a Carlos Bianchi, con quien está más peleado todavía. Es decir que la elección de Diego Maradona no es para ganar el campeonato mundial de la FIFA ni la copa América: es para molestar al que realmente puede ganarlos. Parece que a don Julio Grondona no le interesa ganar otra cosa que no sea plata, mucha plata.

Hay que decirlo con todas las letras. Aunque sea el mejor jugador de fútbol que haya tenido jamás la Argentina, Diego Armando Maradona es un adicto maleducado y pendenciero.

Maradonas hay por todos lados. Son esos astros que se malogran, mareados por el éxito y quizá por una falta congénita de resto moral para enfrentarse con el dinero y la fama. A eso se suman los malos amigos (las malas compañías se decía en mi adolescencia) que solo sirven para la diversión y el trago. Pero aunque haya muchos maradonas, hay muchos más ídolos ejemplares a quienes el éxito no se les sube a la cabeza, no se creen dioses ni desafían al planeta. Usan el dinero para ellos y para otros que lo necesitan más que ellos. Se ocupan de sus familias y de su salud. Saben que la suerte y el esfuerzo los han puesto en el pedestal de la fama y que muchos jóvenes los imitarán. Eso los alienta a comportarse como personas y no como animales (con el perdón de todos ellos).

Es fácil imaginar a don Julio Grondona haciendo migas con Alfio Basile porque son tal para cual, hasta en el modo de hablar aguardentoso y sobrador. Carlos Bianchi no encaja en ese casillero: ese estilo no le va al mejor técnico argentino, capaz de sacar campeón lo que le pongan delante. Por eso había un peligro después de la renuncia de Basile a la selección nacional. Todos lo sabíamos. Hasta el periodismo deportivo, que sabe aprovechar los exabruptos y la idiotez, hizo fuerza para que, a pesar de sus diferencias con Grondona, sea Bianchi quien reemplace a Basile. Salía primero en todas las votaciones y aporto que no sería una mala idea elegir al seleccionador nacional por el voto popular, como a los presidentes y gobernadores.

Pero ocurrió lo inevitable. No podía ser de otro modo. Es la histeria nacional que malogra nuestro futuro una y otra vez. Hace tiempo que la Argentina actúa colectivamente como si alguien le hubiera envenenado la voluntad. Elegimos el insulto en lugar de la sabiduría, el show en lugar del trabajo, la vanidad en lugar de la humildad, el alarido en lugar de la calma, la guerra en lugar de la paz... Si la selección Argentina tenía alguna posibilidad de ganar el próximo campeonato del mundo, ahora lo que tiene es la gran oportunidad de convertirse en un cabaret de primer orden. Con mercadería de la mejor calidad, de esa que sólo consiguen nuestros astros idolatrados. Diversión no va a faltar. Ni excentricidades. Ni dinero que las pague para alimentar al empobrecido público nacional. Por eso Maradona era también el candidato de los Kirchner.

Alguien dijo que no había otra salida y que nadie quiere dirigir la selección contra la opinión de Maradona, porque escorcha al más pintado con sus comentarios repetidos hasta el infinito por todos los medios del país. Es otro vicio nacional: no tener agallas para enfrentarse contra la estupidez bobalicona de los famosos.

Pero hay todavía otra explicación... terrible. Es evidente que el vértigo de la fama le hace un daño incalculable a Diego Armando Maradona. Tanto que lo ha llevado más de una vez hasta el umbral de su mausoleo, eso sí, acompañado de toda la imbecilidad nacional. Julio Grondona no puede no saberlo y a pesar de ello acaba de elegirlo en la anciana soledad de su gobierno despótico de la Asociación del Fútbol Argentino. Para nombrarlo ha tenido que hacer las paces con el astro. Algunos dicen que es la venganza de don Julio.