7 de febrero de 2012

La triste historia de Alejandro Malofiej


Cuando Alejandro Malofiej trabajaba en el diario La Opinión de Buenos Aires, entraba todos los días como si fuera un mariscal de los Romanov. Saludaba al vendedor de sándwiches con un: 

“—¡Buenas tardes, Barón von Sándwich!” 
El hombre le seguía invariablemente la broma...
“—¡Buenas tardes Alejandro Malofiej Stoliaroff!”
Le encantaban los sándwiches, pero más le gustaba que mencionaran el apellido de su madre.

Alejandro pronunciaba su apellido en ruso: malofiei. Sus padres, Simón Malofiej y Alejandra Stoliaroff, ambos rusos blancos, nacidos en la actual Bielorusia, se conocieron en Buenos Aires. Simón era el jardinero de la casa de una antigua familia de la aristocracia ganadera del país, en la que Alejandra trabajó una temporada como institutriz. Madre e hijo se trataban de Sacha y Sacho, castellanizando los géneros del típico sobrenombre ruso de los Alejandros.

Vivieron en una localidad del Gran Buenos Aires llamada Boulogne-Sur-Mer, en honor de la ciudad francesa que eligió para su autoexilio José de San Martín. Allí, en la casa de la calle Rivera 1875, siguió viviendo Alejandro después de la muerte de sus padres, hasta que en marzo de 1986 Rodolfo Szelest se lo llevó a su departamento del décimo piso de la calle Peña 2432, en el centro de Buenos Aires, porque ya no podía cuidarse solo. En noviembre de ese año Rodolfo y Carlos Savransky decidieron ingresarlo en un geriátrico de Martínez donde podían atenderlo mejor. Alejandro murió de cáncer de vejiga el 31 de julio de 1987, en el CEMIC, un hospital de Buenos Aires donde estuvo internado desde marzo. Tenía 49 años, ni un solo pariente, y nada de dinero. Un pope de la catedral ortodoxa rusa de Buenos Aires de Parque Lezama ofreció su iglesia para velarlo la noche de su muerte. Lo enterraron en el cementerio de la Chacarita después de oficiar un funeral en ruso. Este sacerdote —se llamaba Valentín— lo visitó todas las semanas durante los últimos meses de su enfermedad. Compartía con Alejandro el gusto por los coros polifóniconicos rusos que oían juntos.

Su casa, sus libros de estrategia, de geografía y de historia, y sus pinturas —todas abstractas— quedaron en manos de sus amigos más cercanos. Ellos son Carlos Savransky, Rodolfo Szelest y Nora Potchar que se quedó con una casita que ya tenían los padres de Alejandro en Villa Gesell, un balneario de la costa atlántica a 300 kilómetros de Buenos Aires. Con Szelest se conocían desde el colegio Carlos Pellegrini. El resto de sus amigos le duraban desde las dos carreras que cursó y no terminó: Arquitectura y Filosofía. Entre 1966 y 1983, con algunos raros y cortos intervalos, en la Universidad de Buenos Aires no era fácil reunirse seguido sin despertar sospechas. Para colmo Arquitectura y Filosofía eran carreras con fama de subversivas. El grupo encontró un lugar que era a la vez una coartada: se reunía en la sede de la YMCA (Young Men Christian Association) de la calle Reconquista. Carlos Savransky frecuentaba desde chico esta institución.

Alejandro era terriblemente enamoradizo y espantosamente tímido. Decía que le atraían especialmente las mujeres casadas y de buena posición pero pensaba en una con nombre y apellido. Sus amigos mencionan a mujeres distintas como el gran amor de Alejandro, según el momento de su vida. La verdad es que fueron casi todos amores platónicos. Si hubo alguien a quien llamar el amor de su vida fue Mercedes. Era una estudiante de la Facultad de Filosofía muy atractiva que ya entonces estaba divorciada; tenía dos hijas y pertenecía a la clase más alta del país. Un buen día Mercedes desapareció para siempre en manos de los militares. Es una de las miles de historias pendientes de la Argentina de aquellos años. Por eso Mercedes no tiene apellido en esta historia.

Era ciclotímico. Siempre lo acompañaba un aire melancólico y triste. Su vida no era fácil. No lo había sido antes y sabía que probablemente no lo sería en el futuro. A los 21 años contrajo la enfermedad de Hodgkin (cáncer del sistema linfático) de la que se curó a medias después de un duro tratamiento. Además, cargaba con antiguas tristezas que no pensaba revelar. Contaba Hugo García, colega de Alejandro en La Opinión, que a menudo se lo veía con lágrimas en los ojos, como ruminado sus angustias. Siempre hablaba concentrado en algo, con la mirada perdida en un apoyo lejano.

Hilda Mouro y Carlos Savransky fueron los amigos que estuvieron más cerca de Alejandro en los dos últimos años de su vida. Lo acompañaron hasta momentos antes de su muerte. Se ocupaban de todo lo que le hiciera falta. Carlos pasó alguna noche entera con él. El fue quien realmente donó casi todos los originales de Alejandro a la Universidad de Navarra, a través de Hilda Mouro y Raúl Burzaco. Además posee la mayoría de sus cuadros. Desapareció de la casa de Alejandro uno de sus más preciados tesoros: el libro sobre las campañas militares de Napoleón (David G. Chandler, The Campaigns of Napoleon, Nueva York, 1966) que le regalara el general Teófilo Goyret, cuando trabajaba en la revista Armas y Geoestrategia. En los mapas de ese libro se inspiraba Alejandro continuamente. Allí aparecen los movimientos militares en transparencias superpuestas sobre el mapa geográfico. Las batallas transcurren en el tiempo hora tras hora con una facilidad de comprensión y una precisión asombrosas. Alguien definió a los mapas de Alejandro como cinematográficos porque superponiendo los de días sucesivos podía crearse ilusión de movimiento, como en los fotogramas de una película.


Era profundamente anarquista. Admiraba lo que él llamaba la Revolución Española como otros hablan de la Revolución Francesa. “No era un militante, era un contemplativo” comenta Savransky. Amaba objetos. Era entrañable su relación con las revoluciones, las batallas, las armas, los mapas, las pipas, los pañuelos y las gorras. Estética, más que ética. Por eso podía conjugar perfectamente su condición de anarquista desheredado al estilo español con un envidiable aspecto de dandy inglés. Tenía una colección estupenda de pañuelos que usaba siempre anudados al cuello, hasta en los últimos días de su vida, y manejaba la pipa con una especial destreza y pulcritud, poco común en los fumadores. También con las personas tenía esa dependencia. Sus amigas y sus amigos eran como cosas de su propiedad, a las que adoraba. También su madre y sus constantes recuerdos de ella.

Alejandro tenía todas las virtudes y los vicios de los viejos periodistas. Pero no escribía: dibujaba. No era un militar frustrado. Era realmente un estratega y un profundo conocedor de la cartografía. No era propiamente lo que hoy llamaríamos un infografista. No sólo porque entonces casi nadie usaba esa palabra tan fea, sino porque nunca dibujó periodísticamente nada que no fueran mapas. Si alguien le pedía que explicara verbalmente uno de sus mapas, necesitaba horas. Cada uno de ellos contenía tanta información que no hubiera cabido en todas las páginas del periódico en el que se publicaba.

En cuanto sus jefes le pedían un mapa para ilustrar un acontecimiento, preguntaba rápidamente para cuándo debía estar terminado. Fueran horas o días, los aprovechaba hasta el último minuto. No paraba hasta conseguir toda la información que debía volcar en él. Una de sus principales fuentes era su vastísima biblioteca. Hablaba una y otra vez con los redactores. Leía todas las noticias que llegaban sobre el hecho que debía documentar. Buscaba las historias que explicaban esos hechos. Salía a las librerías de viejo de Buenos Aires a buscar datos, mapas, uniformes, armas. Hacía copiar en fotomecánica 10, 20, 300 siluetas, tramas, contornos (no eran épocas de computadoras). Dibujaba una y otra vez sobre papel de calco. Pegaba y retocaba hasta conseguir un original tan atractivo como un mapa de aquellos del libro de Napoleón. Si alguien se arrimaba a ojear su trabajo, se ponía como loco. Lo peor era preguntarle para cuándo estaría terminado: “—Nunca lo voy a terminar si me interrumpen a cada rato para preguntar cuando lo termino”, contestaba furioso.

Aunque había viajado poco, sabía de países, pueblos, razas, religiones y culturas. Conocía el clima en cada momento del año en cada lugar del planeta. Sabía que las distintas tácticas militares dependían de las lluvias, de los vientos, de las horas de luz o de la oscuridad. Sabía de mareas y de lunas. De monzones. De ramadanes, de pascuas griegas y de la fiesta del Janucá. Cualquier factor podía intervenir en los movimientos de los vietcongs a través de las montañas de Camboya, en una formación de tanques en la guerra entre Irán e Irak, o en las operaciones de la task-force británica en la guerra de las Malvinas. Buscaba las soluciones caminando de un lado para otro como un general en su estado mayor. Miraba el mapa una y otra vez y volvía a dar vueltas como contrariado, concentrado en el problema que debía resolver, ayudado por buenas bocanadas de su pipa con tabaco de aroma balcánico.

Nunca supo, en cambio, cuánto valía su trabajo. Vivía al día. Viajaba más de 40 kilómetros durante casi una hora en un tren destartalado, de horarios más bien borrosos, de Boulogne a Retiro, cerca del centro de Buenos Aires. Desde allí todavía debía pasar entre 15 minutos y media hora en un autobús, según el lugar de trabajo. La sede de La Opinión, heredada después por Tiempo Argentino, estaba en la otra punta de la ciudad, muy cerca del puente Victorino de la Plaza, donde la avenida Vélez Sárfield cruza el Riachuelo hacia Avellaneda. No cobraba más que un sueldo a fin de mes y siempre el mismo. Jamás cobró por hacer un trabajo para nadie que no fuera el salario del medio para el que trabajaba. Probablemente lo suyo no eran los negocios, y seguramente era incapaz de administrar un pequeño quiosco o un taxi.

Alejandro preguntaba siempre por el tamaño al que se publicarían los mapas que dibujaba. Cuando trabajaba para el diario La Opinión de Jacobo Timerman, había que publicar la información de que un empresario argentino había manifestado su intención de comprar la Falkland Island Company, la empresa colonial propietaria de más de 90% de la extensión de las Islas Malvinas. Alejandro dibujó un estupendo mapa de las islas con sus recursos naturales y las explotaciones de la compañía. No alcanzó el espacio y se publicó a la mitad del tamaño para el que se lo pidieron. Al día siguiente Alejandro discutió acaloradamente y a los gritos con el Redactor Jefe, Mario Diament, hasta que fue llamado por el director a su despacho. Cuando se encaminaba hacia la oficina de Timerman iba despidiéndose de los colegas como quien sube al cadalso, suponiendo que era el último día de trabajo para el diario. Volvió radiante; Timerman lo había felicitado: “si todos los periodistas pelearan así por sus artículos, el diario mejoraría por lo menos el 50 %”, le dijo, y lo hizo saber a toda la redacción.

Un día de 1982 Miguel Urabayen apareció por la redacción del diario Tiempo Argentino. Había sido invitado por Pablo Sirvén, uno de sus ex-alumnos en la Universidad de Navarra, que le haría una nota aprovechando su paso por Buenos Aires. Nada más llegar, Miguel se puso a ojear el periódico de ese día. Pablo recuerda todavía los gestos de Miguel al encontrarse con un mapa que ocupaba casi una página competa del tamaño berlinés del diario. Cuenta que abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la frente mientras preguntaba con admiración “—¿quién ha hecho esto?”. En un rincón estaba Alejandro, sobre su caballete, con sus plumines y sus hojas de calco. Miguel se acercó y lo saludó como quien conoce a un prócer. Para colmo Miguel descubrió un pequeño error en ese mapa: el acorazado New Jersey estaba representado por la silueta de un crucero. Luego de una amable y breve discusión Alejandro descubrió que había en el mundo gente tan apasionada como él por los mapas informativos. Cuando Miguel dejó el diario eran ya amigos del alma. Continuaron esa amistad a pesar de la distancia.

Cuentan sus colegas del diario que a partir de aquel momento apareció un brillo especial en los ojos de Alejandro. Habían reconocido su trabajo. Eso que él hacía con pasión interesaba de veras. No era sólo el trabajo de uno más, en una redacción en la que, como en casi todas, cada uno está en lo suyo. En la que se mezclan inadvertidamente la grandes piezas informativas con la basura, vendidas todas al mismo precio al día siguiente. Su trabajo perdió rutina, y empezó a hacer los mapas más fantásticos que se le conocen. Hay que agradecer especialmente a Miguel Urabayen que el trabajo de Alejandro haya trascendido las fronteras de un país que queda cerca del fin del mundo. Tanto lo ayudó esta relación con Miguel, que un día en que se sentía especialmente deprimido y enfermo lo llamó por teléfono desde la redacción del diario, sólo para conversar con él. Estuvieron un buen rato hablando. Era la una de la madrugada en Buenos Aires, una hora normal para un periodista de entonces, pero España está cuatro horas más adelante en el planeta...

Conocía los trabajos de Alejandro Malofiej como un colega más, lector también, con un especial interés por el buen periodismo. Recuerdo que en 1985 Juan Antonio Giner me dijo que esos mapas eran excepcionales. A los pocos días tuve ocasión de conocerlo personalmente junto con Juan Antonio entre un par de clases de la Escuela de Periodismo del diario Clarín. Por lo visto, Alejandro conocía mi relación con estos profesores y con la Universidad. Diez años después de su muerte, buscando datos sobre su vida, supe que durante los meses siguientes me estuvo buscando para hablar conmigo sobre la posibilidad de viajar a Pamplona a dictar un seminario. Por esos años yo trabajaba en un diario del interior de la Argentina, y no era fácil encontrarme en Buenos Aires.

Esta historia de Alejandro no es nueva. La leí, palabras más palabras menos, en la cena de clausura de la tercera edición de los premios Malofiej, en 1995 y se publicó en el libro de los premios 1994/1995. Está incompleta y lo sabía entonces pero no lo dije: apenas lo insinué. El premio estaba muy nuevo y no parecía una buena idea que se supiera que Alejandro no era Malofiej. Su padre no era Simón, el jardinero ruso de la casa principal de Buenos Aires, sino el aristócrata terrateniente, dueño de la casa principal en la que su madre había trabajado como institutriz. Su madre se lo contó un mal día de su adolescencia. Ya era tarde. Fue entonces cuando Alejandro perdió la alegría y la salud y nunca las recuperó.