27 de marzo de 2022

El futuro es lo que vale


Dice Andrés Calamaro que no se puede vivir del amor. Es discutible y conste que soy de los que piensan que sí que se puede, no porque el amor sirva para comérselo o bebérselo sino porque es la única fuerza que consigue todo en este mundo.

De lo que estoy seguro que no se puede es de vivir del pasado. No lo puede hacer ni una persona ni un conjunto de ellas que forman una persona jurídica tan grande como una provincia, o un conjunto de provincias que forman una nación precisamente por ser un proyecto común, aunque puedan compartir también algún pasado. Fíjese que no tenemos el mismo pasado Tierra del Fuego que Misiones o Misiones que Mendoza o Mendoza que Formosa y sin embargo nos une el futuro porque tenemos el mismo destino desde que formamos las Provincias Unidas del Río de la Plata, que tenía vocación de incorporar todos los territorios del antiguo virreinato.

También ese futuro se llama destino, que no es lo que la suerte nos depara sino el que nos forjamos colectivamente. Ese destino es lo que nos define y describe, mucho más que el pasado.

Concentrarnos en el pasado no es una buena idea, entre otras cosas porque nos puede desviar del futuro. Es lo que ocurre hoy entre Rusia y Ucrania. Rusia tiene pasado y Ucrania futuro. Rusia quiere volver a la grandeza de la época de los zares y Ucrania está peleando su guerra de independencia en pleno siglo XXI. Ucrania tiene más pasado que Rusia, pero mira al futuro, a su propio futuro como nación independiente y con un destino común. Y Rusia, que tiene menos pasado que Ucrania –o un pasado común– se está aferrando a no perder lo que tenía. La situación es perfectamente comparable con la independencia de toda América, cuando los imperios europeos trataron de aferrarse a su pasado inmenso y glorioso, con una fuerza descomunal y desproporcionada, pero que nada pudo hacer contra la pasión libertaria de quienes habían decidido independizarse de la Metrópoli, con ejércitos desharrapados, en territorios casi desiertos y desde ciudades que eran apenas rancheríos confundidos con el barro de sus calles.

No sabemos todavía lo que pasará en Ucrania. Anticipé hace un par de columnas que saldría unida y victoriosa a pesar de las pérdidas de la guerra y también dije que a Vladimir Putin y Aleksandr Lukashenko les espera un destino parecido al de Nicolae Ceaușescu o Erich Honecker, los dictadores comunistas de Rumania y Alemania Oriental. No hay que ser muy suspicaz para sostenerlo: solo hay que tener memoria para comprobarlo el día que suceda.

Pero creo que es hora de que los argentinos nos apliquemos en serio la lección del pasado y del futuro. El viernes un diario de Buenos Aires titulaba CON LA MEMORIA DE BANDERA, y me hacía pensar que un país que establece las heridas de su pasado como bandera y que las revuelve todos los días para evitar que cicatricen, es un país enfermo de memoria. Un país que mira a sus próceres y a sus villanos, a sus tragedias y a sus apoteosis más que a sus sueños, es un país que va para atrás y no para adelante. Un país que se revuelca en sus errores con placer onanista, está perdido en el tiempo. Un país cuyos ciudadanos son incapaces de perdonarse y mirar para adelante, no tiene destino. No es fácil olvidar pero siempre se puede perdonar, por eso no digo que debemos olvidar pero sí que tenemos que perdonar.

Mirar al pasado sin proyecto de futuro es quizá el más grave error colectivo de los argentinos: pura memoria pero nada de sueños. Entonces solo queda un plan: el poder.

20 de marzo de 2022

Mariúpol

Las ciudades habitadas son un dolor de cabeza para cualquier estratega, desde Sun Tzu hasta Erwin Rommel, pasando por Julio César y Napoleón. No se trata de la dificultad de tomar por asalto una fortaleza repleta de enemigos armados, sino una ciudad enemiga con sus habitantes, que también son enemigos, muchos de ellos con sus armas, impredecibles y con un odio visceral a quienes los están violando. Es imposible avanzar en un frente urbano sin dejar cabos sueltos si no se hace limpieza casa por casa, edificio por edificio, departamento por departamento. Así y todo, las bajas propias son inmensas porque hay que luchar contra guerrilleros profesionales o improvisados, que conocen cada rincón, como dueños de sus casas y de sus calles y lugares públicos.

En la Guerra Civil Española apareció la expresión quinta columna para expresar las fuerzas amigas en territorio enemigo: cuatro columnas el ejército de Franco avanzaban sobre Madrid, pero el general Emilio Mola llamaba quinta columna a la integrada por muchos ciudadanos de Madrid que esperaban ansiosos la liberación y que caerían sobre las tropas leales a la República cuando la desbandada. En la Segunda Guerra Mundial se usó la táctica de ciudad abierta, que consistió en rodear las ciudades sin entrar en ellas en los avances de los aliados por Europa; así, una vez que cayera toda la región y sin salida posible, los defensores de esas ciudades depondrían las armas. Había, además de la humanitaria, una razón cultural: no destruir los invaluables tesoros arquitectónicos. Se cumplió en ciudades como Roma o Florencia, cuyas poblaciones eran más afines a los aliados que avanzaban que a los alemanes que retrocedían. En cambio, unas cuantas ciudades hostiles de Alemania y Japón fueron reducidas a escombros por los bombardeos aliados, con su población civil incluida y por supuesto, con sus tesoros, sus monumentos, sus catedrales, iglesias, castillos, teatros y palacios. Aunque conocemos más las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki que produjeron unos 240.000 muertos, el caso más sonado de destrucción completa de una ciudad histórica, con su población incluida, fue el bombardeo de Dresde del 13 al 15 de febrero de 1945; y hay un antecedente similar, en otra escala, en el bombardeo de la ciudad vasca de Guernica el 26 de abril de 1937 durante la Guerra Civil Española.

La táctica rusa no puede ser la de la quinta columna porque no son amigos los que están adentro de las ciudades ucranianas que pretenden conquistar. Aunque podrían haberlo elegido, tampoco es el caso de la ciudad abierta, probablemente por el inmenso negocio de la reconstrucción. Y parece que la idea de los generales de Putin tampoco es el bombardeo masivo de las ciudades, con la matanza de sus habitantes como daño colateral. Aunque ya el mundo ha reconocido los crímenes de guerra que están cometiendo las fuerzas armadas rusas en Ucrania, está claro que lo que pretenden los rusos es lo que se llama táctica de la alfombra, porque, como una alfombra que se enrolla o como un tubo de pasta de dientes, se aprieta a los civiles de las ciudades para que huyan, y una vez vacías destruirlas a fuerza de bombas. Rusia ha provocado el éxodo de ya más de tres millones de ucranianos que se abandonan sus ciudades hacia a lugares más seguros. Lo que no sabemos es si Rusia calculó que Ucrania dejaría a los combatientes en sus puestos adentro de las ciudades vacías de inocentes. Esos combatientes son los maridos (a veces con sus mujeres), los hijos o los padres de los que se van, que se quedan con el firme convencimiento de defender su tierra, sus calles, sus casas y departamentos a como dé lugar y hasta la última gota de su sangre. Es una táctica no tan nueva la de Rusia (ya la ensayó en Grozny y en Alepo) pero sí es nueva la de Ucrania y también son nuevas las armas portátiles provistas a los ucranianos, que revientan tanques y helicópteros como si fueran pichones de Plaza Francia.

Dicen que queda en pie solo el 20% de la ciudad de Mariúpol, el estratégico puerto de Ucrania sobre el Mar de Azov. Mariúpol quedará como ciudad mártir en los anales de la historia, como Guernica, Dresde, Hiroshima o Nagasaki: ciudades enteras destruidas sin sentido por la barbarie humana.

13 de marzo de 2022

Ucrania es igual

Margaryta Yakovenko nació en Ucrania hace 29 años, pero vive en España desde los siete. En su cuenta de Twitter se presenta como escritora, periodista e inmigrante. Hoy trabaja en el diario en El País de Madrid y también ha publicado una novela, Desencajada, en la que relata las angustias de las distintas generaciones de migrantes en la España de hoy. El viernes apareció en un podcast de El País, en el que otra periodista le pregunta sobre Ucrania, pero no sobre la invasión de Rusia que estos días nos tiene a todos en vilo, sino sobre cómo era la vida en Ucrania antes de la guerra.

Ucrania es independiente desde el 28 de junio de 1996. Todavía no cumplió 26 años, así que los jovencísimos padres de Margaryta emigraron a España poco después de la independencia cuando los rublos que habían ahorrado se convirtieron en papel mojado. Hay que figurarse lo que fue aquello: al caerse la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, dejó unos cuantos países libres de su protectorado, detrás de lo que llamábamos Telón de Acero. Otros, los más cercanos a Rusia, integraban la URSS. Entre ellos quedaron dentro de Europa los tres bálticos –Estonia, Letonia y Lituania–, Bielorrusia, Moldavia y Ucrania.

Después de 500 años bajo la sombra de Rusia, Ucrania se convirtió en independiente de la noche a la mañana. La bandera resultó cielo sobre trigo dorado, el típico paisaje ucraniano, y el escudo un tridente que parece moderno pero tiene mil años. Al mismo tiempo que la independencia vino la desmembración de la organización política y administrativa, la justicia, la infraestructura, la economía... y las fronteras, que ya se ve que para Rusia resultó un desgarro de lo que siempre consideraron bastante propio y empezaron a recuperar en 2014, cuando tomaron impunemente la península de Crimea.

Cuenta Margaryta que todos los ucranianos pueden hablar en ruso, muchos de ellos –ella misma– como lengua materna; al final hablan un yopará entre ruso y ucraniano como lengua franca para entenderse entre todos. También cuenta que los ucranianos son profundamente cristianos: ortodoxos rusos en el este, ortodoxos ucranianos en el centro y católicos en Galitzia, medio polaca, medio ucraniana... y bastante argentina por sus migrantes a estas playas: el obispo católico de rito ucraniano de Kiev habla en castellano con acento porteño.

Zelensky es un caso aparte. Un actor cómico famoso y rico, que se presentó a las elecciones y arrasó. Le costó gran parte de su carisma el enfrentamiento con el sistema corrupto, así que empezó a bajar su popularidad, tanto que todos pensaban que al empezar la invasión se rajaría del país. Pero entonces apareció un actor desconocido, que decide enfrentar a las rusos sin cuartel, en una guerra desigual pero que equilibra el fuego de la pasión de Ucrania contra la potencia de fuego de Rusia.

Desde su independencia y con sus idas y vueltas, Ucrania intenta convertirse en un país democrático, acercarse a la Unión Europea y despegarse de la Federación Rusa, para no caer en una dictadura lamebotas de Moscú como Bielorrusia o Kazajstán. La corrupción campaba y campa todavía, en manos de los oligarcas que se quedaron con todo cuando la caída de la URSS. Los hospitales no tienen insumos ni remedios, así que los pacientes los tiene que comprar en la farmacia de la esquina. Los colegios dependen del estado, pero los pagan y arreglan los padres de los alumnos, que gastan días enteros pintando sus paredes o arreglando su calefacción. Pero Ucrania también es como la Argentina en sus fortalezas: un país joven, lleno de vida y rico en recursos, que puede levantarse con una firme voluntad colectiva y un gobierno honesto que la dirija. Hoy no tenemos perspectiva suficiente, pero estoy seguro de que tarde o temprano Ucrania se levantará de esta guerra como un país fuerte, unido e independiente. Solo ruego que la Argentina no necesite una guerra para renacer desde sus ruinas.

6 de marzo de 2022

життя переможе смерть

En ucraniano dice el título que la vida vencerá a la muerte. Se pronuncia algo así como zitia peremoze smert. Miles de hijos de ucranianos de Misiones podrán mejorarlo, si es que todavía conservan su idioma. Confieso que lo tomé, letra por letra, de la portada de la edición internacional de la revista Time de esta semana. Citan a Volodymir Zelensky, el presidente de Ucrania, que también dijo que la luz vencerá a las tinieblas. Que la luz vence a la oscuridad lo experimentamos cada vez que la prendemos, pero para quienes creen que la muerte es el final, la vida pierde siempre porque a todos nos alcanza, por mucho que corramos.
No deja de sorprender que en pleno siglo XXI un país haya invadido a otro. Pero más sorprende que lo haga a sangre y fuego, destruyendo todo lo que encuentra a su paso, que es una señal de castigo y no un acto posesorio (algún oligarca ruso estará calculando los negocios de la reconstrucción). Se entiende ahora la ordalía, el juicio de Dios, al que se sometían a veces los reyes de la antigüedad y hasta la Edad Media. ¿Porqué hacer sufrir a los pueblos si los que están peleados son sus gobernantes? ¡Mátense entre ustedes y déjennos en paz! al final, nos da lo mismo que nos mande uno u otro: son todos muy parecidos...

Cualquier manual de estrategia explica que solo se puede atacar de frente al enemigo cuando la superioridad es aplastante. De ese modo se ahorra tiempo, que puede ser un factor clave. En cambio, la estrategia de la aproximación indirecta establece que siempre hay que buscar los flancos del enemigo: derrotarlo en escaramuzas, dejarlo sin suministros, matar al cacique... En el ataque de frente las pérdidas serán cuantiosas; en cambio por los flancos se pierde tiempo pero se ahorran combatientes y armamento. Aquí se terminó mi ciencia de la estrategia, pero diría, por las noticias que sigo, que las tropas rusas están intentando el ataque frontal amparadas en su enorme superioridad y que no pretenden quedarse en Ucrania: solo someterla como un violador a su víctima. Mala idea, que está dejando a Putin y a Rusia en soledad frente a un mundo consternado por la violencia atroz de su avance por un país que nunca fue enemigo. Ahora está claro que más que la defensa de los prorrusos del Dombás, lo que Putin quiere es convertir a Ucrania en un protectorado, con un presidente títere como Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia.

Putin eligió la guerra sin cuartel –o la violación– del siglo XIV y se puede decir que ya perdió solo porque estamos en el siglo XXI. Podrá matar a millones de ucranianos como lo hizo Stalin, podrá destruir sus ciudades como lo hizo con Grozny o con Alepo, pero ¿para qué? ¿para convertir a Ucrania en la cárcel de los ucranianos? ¿por cuánto tiempo? En el caso hipotético de que termine ocupando todo el país, necesitará un carcelero ruso por cada ucraniano o deberá matarlos a todos. Antes de eso veremos a Putin colgado en la Plaza Roja por sus propios camaradas.

Como están las cosas daría la impresión de que solo China puede arreglar los tantos de este conflicto, desatado más en oriente que en occidente, aunque todo ocurra en el este de Europa, que es una península de Asia, como dice Oswald Spengler. Con Estados Unidos sin recursos morales para defender el orden económico mundial, China no quiere destruirlo: lo quiere gobernar; y el mundo le está sirviendo en bandeja a Vladimir Putin asado y con una manzana en la boca.

Zelensky consiguió unir al mundo en contra de Rusia usando solo la bomba atómica de su carisma y la voluntad inquebrantable de un pueblo dispuesto a morir defendiendo su patria. Ni hoy ni nunca se puede vivir en contra de todo el mundo y mucho menos declararle la guerra así como así.