18 de mayo de 2015

Celeste


La familia de Celeste tenía un yerbal en Garupá, cerca de Posadas. Ella vivía allí, en medio de la selva en una casa dinamarquesa, de planta perfectamente cuadrada, construida por 1920 con paneles modulares que alguien había traído de Europa y armado en ese sitio. Recordaba el Mobaco, un juego holandés antepasado del Lego que tenía mi padre antes de la Guerra y daba vueltas por mi casa hasta que sus hijos perdimos todas las piezas. Rodeaba la casa de Celeste una galería, elevada cuatro escalones de la tierra. Los cuartos, los baños y la cocina rodeaban a su vez un salón central al que se llegaba por zaguanes desde los cuatro puntos cardinales.

La casa está todavía en el centro de un mogote de selva rodeada por el yerbal, debajo de la inmensa cúpula de petiribís, ibirapytás y canafístulas. A unos 100 metros hay una casita de huéspedes con techo de vidrio para vivir debajo del toldo vegetal poblado de loros verborrágicos y monos carayá.

Unos cuantos amigos íbamos seguido a lo de Celeste y nos entreteníamos en conversaciones interminables bajo esa galería o bajo los árboles. Ahí comíamos lo más rico que se puede uno imaginar de la cocina tropical, bebíamos ron del bueno y fumábamos cigarros que estancaban su humo moroso en el aire húmedo de la selva.

Celeste había sido linda y lo seguía siendo, pero yo la conocí muy gorda y solo pude ver algunas fotos de cuando era la otra Celeste. Contaban que entonces un piloto le tiraba los perros desde su avioncito cuando tomaba sol al borde de la pileta, allá donde empezaba el yerbal. Como decía, la conocí gorda por atiborrarse de comida, siempre rica pero mucha. Gorda de ansiedad. Gorda de mirarse al espejo y odiarse. Gorda mal, decimos ahora en la Argentina.

Un día caliente de verano supimos que algo le pasaba y que habían tenido que internarla en un sanatorio de Posadas, pero no parecía nada importante. Alguien dijo leucemia y ahora dicen leishmaniasis, contagiada por sus perros. Si tenía leishmaniasis y la trataban para leucemia, la mataban. A los dos o tres días Celeste se murió y un médico firmó leucemia en el certificado de defunción.

Velaron a Celeste en su cama, grandes las dos, pero yo no la vi porque no quise entrar. Me contaron que no pudieron juntarle las manos encima del pecho porque no daban los brazos así que los tenía uno a cada lado del cuerpo, encima de las sábanas que rodeaban su humanidad. El calor daba miedo porque complicaba respirar: creo que era lo que nos hacía llorar y todos sabíamos que era la última vez que visitábamos la casa de Celeste. En un rincón, cerca de la jaula del mirlo malhablado, me encontré con Luchín, que lanzaba rayos contra Celeste: -¡Pero que hija de puta Celeste! ¿Cómo nos hace esto? decía, y otras cosas parecidas.

La enterraron en la falda empinada del cementerio de Cerro Corá. El foso estaba cavado tan justo que Celeste entraba solo en la dirección que habían decidido los poceros, que no era la que ella había querido: mirando salida del sol. Cuando probaron que no cabía en esa dirección su hermana mandó a los poceros levantar el cajón y ensanchar la cabecera con palas de carpir hasta hacer lugar. La enterraron entre su madre y su hermano, como ella también había pedido, la última vez dos semanas antes de declararse su enfermedad. Antes dieron dos vueltas a la cruz del cementerio para alargarle la vida a la única sobreviviente de la familia y propietaria ahora del yerbal y de la casa cuadrada de Celeste que nunca más visité. La rodearon con bastante dificultad por lo inclinado del cerro. Allí quedó Celeste, debajo del túmulo que sobresalía como una montaña de tierra y piedras que parecían removidas para un vecino.

1 de mayo de 2015

Viajar

Cada vez que me encuentro con Gerardo le pregunto por su último viaje y siempre me asombra: Barnaúl, Samarkanda, una base militar en la Antártida, las islas Kerguelen o la península de Kamchatka. Llega a sitios que ninguna agencia ofrece, en vehículos a los que nadie se anima y es capaz de comer cucarachas o tomar nitroglicerina. Cuando necesita un remedio, esté donde esté, entra en las farmacias y pide por señas al que atiende que lo deje pasar a las estanterías para elegir él mismo lo que va a remediar los efectos de las cucarachas o la nitroglicerina y de otras dolencias que producen sus travesías por volcanes en erupción o mercados abarrotados de malandrines.

Gerardo es un viejo periodista que llegó a ser empresario de medios y se jubiló como profesor universitario en Buenos Aires, pero sigue dando clases y viajando por el mundo con el espíritu curioso de un adolescente. Cenamos juntos, con otros amigos, dos o tres veces al año y aprovechamos para enterarnos de las últimas aventuras de todos, pero especialmente de los viajes de Gerardo, que invariablemente termina con la frase “nunca me arrepentí de ningún viaje”.

Todo viaje es una metáfora de la vida. Por eso se aprende tanto o más que en los libros pero con una experiencia absoluta y directa. Después de los estudios universitarios no hay dinero mejor invertido que en viajar, aunque sea a Chongón, pero viajar. No entiendo por qué los jóvenes ponen es sus hojas de vida que saben manejar el Excel y no cuentan que viajaron a Disneyworld o a Puerto López. Y son inútiles las fotos carnet desabridas que acompañan esas biografías: mucho más dice una foto de viaje –en el lugar que elijan y con la cara que les guste– para convencer a quien les puede dar un trabajo, con quien están a punto de empezar a compartir un viaje de unos cuantos años por la vida misma.

Viajar debería ser obligación de los políticos. Es imposible encarar obras de infraestructura si no se conoce el país y el mundo, y eso va desde los baños de una estación de trenes perdida en la China hasta el puente colgante de San Francisco. Es imposible tomar decisiones acertadas si no se conocen las consecuencias de las decisiones de otros, las soluciones a problemas parecidos, los modos de pensar laterales, las vueltas que otros han dado para llegar a donde nosotros queremos llegar, los errores que cometieron y cómo los corrigieron. Y eso ahora, en el año cero o en el siglo XVI. No estoy pensando en nadie en particular y no es un consejo electoral, pero desconfíe del político que no viaja: seguro que tiene mirada estrecha, corre serios riesgos de volverse autoritario y también de ahogarse en un vaso de agua. Y ojo que también se viaja para escapar a los problemas y los viajes no te libran de ser autoritario; eso se lleva en la genética. Así que sería genial que los autoritarios y los escapistas se vayan de viaje para siempre.

Los libros son parte de los placeres de los viajes. Se puede viajar leyendo un libro en los dos sentidos: hay libros que son viajes y hay viajes que son libros, desde los tiempos de Herodoto, pasando por Julio Verne, Joseph Conrad o Rudyard Kipling. Además, no hay recuerdo más amable de un viaje que la novela que nos acompañó, en la que quedan tickets, recortes y hasta vestigios de alguna comida, casi siempre del avión.

Pero más que los libros enseñan las comidas y tanto como los monumentos, los castillos, las catedrales, los pájaros con que nos topamos o los bosques donde nos perdemos. Vale la pena llegar hasta Amatrice para comer spaghetti all’Amatriciana, algo imposible de hacer cabalmente en cualquier lugar del resto del mundo, donde no se consigue guanciale ni pecorino romano. Lo mismo se puede decir de infinitos platos de cualquier latitud y longitud: cada pueblo tiene su especialidad que sabe a gloria en ese pueblo. No hay como tomar champán en Reims y vino tinto en Burdeos, comer el queso de Camembert en Camembert, trufas en Picardía, percebes en La Coruña, chipirones en San Sebastián y cangrejos en Guayaquil.

El que tiene ganas de viajar no se preocupa por el idioma. Para los viajeros no es un problema sino una oportunidad fantástica de aprender. Los idiomas abren la cabeza, como los libros, las comidas o las culturas diferentes con que nos encontramos. Además la mitad del mundo habla igual que nosotros, así que tenemos que hacer varios miles de kilómetros para encontrarnos en un sitio donde nadie entienda el castellano.

Gerardo tiene razón.