26 de julio de 2020

Quod natura non dat

Allá por el 20 de marzo tuvimos que ponernos al día con los programas de reuniones a distancia. Muchos de nosotros solo conocíamos Skype, que usábamos ocasionalmente para videollamadas, lo mismo que WhatsApp y otros sistemas de mensajería que permiten ese tipo de conversaciones con imágenes. Enseguida aparecieron las tecnologías del encierro, entre las que se popularizó Zoom. Google llegó con Meet y Cisco con Webex Meeting. De todos los que me tocó usar, el más sorprendente fue Firestorm, una aplicación que contrató la Sociedad Interamericana de la Prensa. Allí el presentador y los asistentes entran como muñequitos de un videojuego en un salón virtual donde interactúan y conversan, igual que en Zoom pero sentados cada uno es su butaca y mirando al presentador y su pantalla. En la primera reunión una de las asistentes apareció desnuda porque no entendió que al entrar en el programa había que elegir color de piel, peinado y vestimenta...


Dos semanas después de aquel 20 de marzo nos enteramos de que esto iba a durar un poco más, que al final no fue tan poco... tanto como para hartarnos y que la cuarentena terminara con nuestra paciencia antes de tiempo. Era imposible entonces –y también ahora– medir lo que iba a pasar con el coronavirus en cada rincón de nuestro país. Tan imposible que empezamos a hablar de la nueva normalidad como si a partir de esta pandemia muchos hábitos de nuestro comportamiento colectivo cambiarían para siempre. Cuando esto se termine quizá dejemos de darnos besitos mafiosos entre varones y de compartir el mate, pero lo que no sabemos todavía es cómo encarar lo más contagioso de todo, que son las reuniones de muchas personas en locales cerrados...

Ante la necesidad de dar clases, atender las preguntas de los alumnos, tomar exámenes y hasta graduarse a distancia, surgió la pregunta que dio origen a la serie de artículos sobre la naturaleza de la universidad, que por las dudas le recuerdo que no tiene nada que ver con docentes que enseñan y alumnos que la aprenden, sea en modo presencial o a distancia. La universidad es la reunión de maestros y discípulos, el lugar donde todos estudian, empezando por los que enseñan. Y de paso le recuerdo que la universidad a distancia existe mucho antes de que existiera la tecnología que ahora nos permite algo bastante parecido a una clase presencial.

Casi todas las grandes revoluciones del pensamiento nacieron en las universidades. Bastaría con citar la demostración del heliocentrismo de Nicolás Copérnico en la Universidad de Bolonia o la Reforma de Martín Lutero en la de Wittenberg. Entre nosotros hay algunos breves reflejos de la universidad en la que todos estudian; el más notable por su impacto en la opinión pública es el informe mensual de pobreza que no emiten ni el Indec ni ninguna empresa de estadísticas sino la Universidad Católica Argentina.

En la carrera para encontrar la vacuna contra el coronavirus no van ganado los laboratorios sino las universidades. Esta semana han sido noticia por los resultados alentadores las pruebas realizadas en las universidades británicas de Oxford y de Birmingham y en el Imperial College de Londres; a esas se suma la Universidad Johns Hopkins de Baltimore (USA) por dar todos los días los datos más seguros del avance o retroceso de la peste en todo el mundo. Todas ellas son de corte medieval, por tanto no contaminadas por el espíritu profesionalista de Bonaparte que influyó decididamente en nuestro modelo de universidad.


Justo ahora deberíamos tener bien claro el principio de otra universidad medieval: Quod natura non dat, Salmantica non præstat (lo que la naturaleza no te da, Salamanca no te lo presta) Pongámoslo así: es de balde enfrentarnos con la naturaleza porque está demostrado –lo llaman inmunidad del rebaño– que los humanos vencemos a los virus cuando se contagia un porcentaje determinado y no tan grande de sus individuos. Los esfuerzos de la autoridad sanitaria procuran prolongar en el tiempo esos contagios para evitar el colapso y poder atenderlos a todos. Gracias a Dios ya pasaron varios meses y sabemos que falta menos.

19 de julio de 2020

Donde todos estudian

A raíz de esta cuarentena intercambiamos unos mensajes de WhatsApp con un buen amigo, que además es una autoridad universitaria en Posadas. Estaba preocupado con el estilo de universidad que se ha ido improvisando en estos meses de pandemia y sobre todo en los meses o años que vienen. Parece que por mucho tiempo no habrá clases presenciales, que es como las conocíamos hasta ahora, pero a la vez comprobamos que las clases a distancia por medios digitales terminan cansando, aburriendo y sobrecargando a profesores y alumnos. Además de la evidente debilidad de las clases remotas para todo lo que sea trabajos prácticos, laboratorios, talleres o seminarios, las actividades a distancia no tienen la riqueza incomparable de la comunicación presencial. Se pierde la interacción profesor-alumno, profesor-profesor y alumno-alumno, que están presentes en las clases, pero también –y sobre todo– en la convivencia de todos los involucrados en el proceso de la educación superior que se llama universidad.

Pensaba entonces que la cuarentena es una ocasión de volver al concepto fundacional de la universidad, y también pensaba que eso puede resultar un gran bien para la sociedad argentina, necesitada como nunca de la sabiduría colectiva que la saque de una vez de su interminable adolescencia.

La universidad es el invento más fabuloso de la Edad Media. La definición que todavía la explica cabalmente es de Alfonso X el Sabio (rey de Castilla en el siglo XIII) cuando la llamó en las Siete Partidas “el ayuntamiento de maestros y escolares con voluntad y entendimiento de aprender los saberes”.


Ahora le tenemos que preguntar a don Alfonso cómo hacemos para juntarnos maestros y estudiantes en época de pandemia. No nos va a contestar él sino la historia, porque desde el siglo XIII hasta nuestros días, pestes ha habido las que uno quiera y ninguna ha terminado con este ayuntamiento de académicos y de saberes.

La universidad no debe ser el lugar donde unos enseñan y otros aprenden sino donde todos estudian. El espacio geográfico no es parte de su definición, pero para conseguir que todos estudien –y estudien juntos– hace falta un lugar común que desde hace siglos se llama campus. El campus permite la interacción entre los estudiantes –maestros y discípulos– que hace avanzar el saber gracias al principio elemental de la sinergia.

El campus es una piscina donde uno puede sumergirse o apenas mojar el dedo gordo del pie. En mi época de estudiante llamábamos inmersión total a la posibilidad de dedicarse full-time a la universidad durante los años de estudiante, algo que se conserva bastante intacto en la universidad anglosajona, donde son full-time tanto los profesores como los estudiantes. Materialmente esa piscina es un campus donde se juntan (ayuntamiento) los maestros y los estudiantes y donde se aprende en las clases, en los seminarios, talleres, laboratorios... pero sobre todo se aprende en la convivencia de profesores con profesores, profesores con estudiantes y estudiantes con estudiantes. En los campus de verdad son más estudiantes los profesores que los alumnos y se aprende más en una conversación de pasillo o de cantina, motivada por el verdadero interés; es la lógica de la pregunta –picada por la curiosidad intelectual– de los que se acercan al profesor al terminar la clase, mientras sale el malón de alumnos indiferentes.

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Nuestra universidad no es hija de la Edad Media sino de Napoleón Bonaparte, que con su manía reglamentadora, la organizó en profesiones: en enseñar haceres más que saberes. Allí donde llegó la influencia de Napoleón se conserva este concepto de reunión de escuelas profesionales, que lo mismo pueden enseñar literatura contemporánea que danzas clásicas eslovacas. En el mundo anglosajón, a donde no llegó la nube de Bonaparte, se mantuvo el concepto medieval del ayuntamiento de maestros y estudiantes que hoy vemos en las universidades británicas o norteamericanas.

La vida cambió desde la época de Napoleón y esa es la razón del éxito del sistema anglosajón, donde se ha conservado el modelo medieval de universidad ligada más a los saberes que a los haceres. La universidad debe enseñar a pensar, y para eso es necesario saber. No es lo mismo ser arquitecto que saber arquitectura o construir una casa (aquí ponga cualquier profesión)

La universidad napoleónica era un lindo proyecto, pero para vidas cortas. En estos dos siglos cambió definitivamente la cantidad de años que vivimos. En aquella época (la misma de nuestra independencia) la esperanza de vida promedio era de 37 años. Es cierto que entonces se tardaba más para viajar, pero la verdad es que se vivía a gran velocidad y desde lo que hoy nos parece todavía la infancia.

Vivimos por lo menos el doble de esos años y los procesos vitales son también por lo menos el doble de largos. Quienes van hoy a la universidad después de terminar el secundario eligen profesiones cuando están lejos de poder decidir semejante cosa. Se explica entonces el éxito del modelo medieval, heredado por las universidades anglosajonas (sobre todo las británicas y norteamericanas), dedicadas a abrir la cabeza y por tanto el futuro de los estudiantes, en lugar de cerrarlo en especifidades estériles.

Quiero decir que no es una buena idea apurar la especialidad a una edad en que no se ha decidido nada importante de la vida y cuando no tenemos la más remota idea de qué será de nosotros, y en cambio sí es una buena idea formar el pensamiento y abrir la cabeza de los que llegan a la universidad. En la universidad ideal de nuestro tiempo las carreras deberían ser pocas y amplias, y dejar para el futuro la especialidad, cuando ya se ha corrido un tiempo en la vida profesional. Esto explica el auge de las maestrías, que son precisamente eso: una especialidad académica para los que ya están inmersos en la vida profesional que les ha tocado y han tomado las decisiones importantes de su juventud.

Eso no quiere decir que no se pueda aprender a hacer cosas, lo que digo es que ese no es el fin de la universidad sino de las escuelas profesionales, a donde cada uno puede asistir cuando le toque en la vida y deberían estar reguladas por los colegios profesionales, pero nunca por la universidad. Del mismo modo que no le toca a la universidad regular profesión alguna: eso es incumbencia de los mismos colegios. Así, la universidad puede dar el título genérico de licenciado (bachellor en el sistema anglosajón), por ejemplo en leyes, pero quien debería dar la matrícula de abogado y regular la profesión y sus especialidades debe ser el Colegio de Abogados. Aquí vuelva a poner la licenciatura que se le ocurra, pero la abogacía me sirve porque es una de las carreras que han reemplazado en la universidad napoleónica a las artes liberales de la universidad medieval, por eso hay tantos abogados que se dedican a las profesiones más insólitas.

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La idea de la universidad como el conjunto de maestros y discípulos que estudian tiene por lo menos... 900 años, pero además es lógica pura, ya que no se podría enseñar lo que no se sabe. Sin embargo nuestra universidad muchas veces es un lugar incómodo, al que los profesores llegan cansados después de un largo día de trabajo, con pocas ganas de dar clases a unos alumnos que intentan conseguir un título estudiando lo menos posible.

¿Cómo fue que la idea original de universidad centrada en los saberes derivó hacia un conjunto cada vez más numeroso de escuelas que enseñan a hacer cosas cada vez más precisas? Empezó con la racionalización napoleónica, pero siguió avanzando en los últimos 200 años hasta convertirse en una feria de títulos habilitantes, tanto que el reclame publicitario de una universidad de Buenos Aires grita confianzudo a sus potenciales clientes lo contrario del concepto elemental de universidad:


Por esta misma tergiversación entendemos ahora que la relación entre las empresas y las universidades debería ser la provisión de empleados calificados. Las universidades ofrecen a sus candidatos salidas laborales rápidas, y para afinar la puntería se asocian con las industrias que demandan esos empleos. Fue así como las pasantías se convirtieron en trabajo temporal barato bajo el pretexto de la práctica laboral: las empresas prueban sin riesgos a los candidatos y los candidatos seducen a los empresarios para conseguir su primer empleo.

La relación de la empresa con la universidad es otra cosa, y por eso pongo ahora en singular a las dos partes de esta sociedad. La universidad en la que todos estudian es la que hace progresar a las ciencias. Por ejemplo –y para no perder la bisagra de la pandemia– la de Oxford va a la delantera en la invención de la vacuna contra el coronavirus. No va a ser la Universidad de Oxford la que la comercialice, sino uno o varios laboratorios que tienen la capacidad industrial. Los laboratorios ganarán muchísimo dinero y aportarán a la universidad parte de ese dinero. Así se mantiene la universidad de Oxford y casi todas las que no hacen negocio con las cuotas de sus alumnos.

En nuestro sistema de escuelas profesionales, las empresas tienen que instalar sus propios laboratorios y dedicar grandes sumas de dinero a la investigación y el desarrollo, cuando podrían aprovecharse mucho mejor esos recursos si la que investiga es la universidad y el resultado de esa investigación es aprovechado por la industria. El estudio y la investigación es el fin propio de la universidad, mientras que la producción, la logística, la comercialización... son tareas propias de las empresas. Esta cooperación convierte en eficaz y prolífica la relación entre las empresas y las universidades en una cantidad inmensa y variada de fórmulas a lo ancho del mundo. Como botón de muestra pongo el Parque Científico de la universidad de Lovaina, en Lovaina la Nueva (Bélgica), donde se han instalado los laboratorios y oficinas de empresa tecnológicas de primer nivel, que así aprovechan la masa crítica de estudiantes (maestros y discípulos estudiando). Otro botón es el Laboratorio de Medios del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), que es parte de la organización de la universidad, pero auspiciada por empresas de medios de todo el mundo que orientan las investigaciones y tienen acceso a sus resultados.

La universidad argentina debe liberarse de su espiral decadente de profesores cansados que enseñan lo que hacen a unos alumnos que solo pretenden un título que los habilite para conseguir un trabajo.

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En el actual territorio de la República Argentina hubo universidad más de 200 años antes de nuestra independencia. La Universidad de Córdoba y las cinco anteriores fundadas en la América española nacieron más cerca de la Edad Media que de Napoleón Bonaparte y por tanto bajo el concepto original de universidad, ese que dice que es un lugar donde todos estudian y no donde unos enseñan y otros aprenden. La universidad de Buenos Aires fue fundada en 1821, pero todavía faltaban unos cuantos años para que se colara la idea napoleónica de convertir a las universidades en agrupaciones de escuelas profesionales, donde se aprende más a hacer cosas que a dominar una ciencia.


Hasta 1885 la universidad argentina no daba títulos habilitantes: solo certificaba que esa persona había estudiado lo que fuera. Eran las profesiones las que lo daban, lo quitaban y lo regulaban. Tanto que Dalmacio Vélez Sárfield, el autor de nuestro primer código civil y a quien nadie niega su condición de gran jurista, abandonó en primer año la carrera de Derecho... Y Marcelino Ugarte, uno de los primeros juristas de Buenos Aires, consiguió muy joven el título de doctor en jurisprudencia, pero para conseguir el de abogado tuvo que trabajar en un estudio, hacer prácticas durante tres años y rendir examen ante la Academia de Jurisprudencia. Ya se ve que una cosa era ser licenciado o doctor y otra abogado, contador, arquitecto, médico, veterinario, ingeniero...

Desde esa ley de la época de Nicolás Avellaneda hasta nuestros días se ha ido exacerbando la habilitación profesional desde la universidad. Los títulos y solo los títulos dan derecho a ejercer profesiones y esta realidad llegó a pasar los límites del sentido común, tanto que durante unos cuantos años rigió una ley que establecía incumbencias profesionales para las carreras; así al registrar una nueva carrera ante el Ministerio de Educación había que listar taxativamente las incumbencias del título y si se olvidaban de alguna, los graduados nunca iban a poder profesar esa incumbencia bajo pena de ejercicio ilegal de la profesión. Las incumbencias multiplicaron las carreras porque buscaron ofertas y salidas laborales cada vez más específicas; así llegaron a inscribirse 1.500 carreras.

La ley que rige actualmente la educación superior es de 1995 (24.521), con algunas leves modificaciones posteriores. Se apeó entonces del concepto de las incumbencias, pero lo único que hizo fue borrar esa horrible palabra para establecer casi lo mismo en su artículo 42: Los títulos con reconocimiento oficial certificarán la formación académica recibida y habilitarán para el ejercicio profesional respectivo en todo el territorio nacional (...). Los conocimientos y capacidades que tales títulos certifican, así como las actividades para las que tienen competencia sus poseedores, serán fijados y dados a conocer por las instituciones universitarias, debiendo los respectivos planes de estudio respetar la carga horaria mínima que para ello fije el Ministerio de Cultura y Educación, en acuerdo con el Consejo de Universidades. Y el artículo 43 establece requisitos especiales para las carreras que otorguen títulos correspondientes a profesiones reguladas por el Estado, cuyo ejercicio pudiera comprometer el interés público poniendo en riesgo de modo directo la salud, la seguridad, los derechos, los bienes o la formación de los habitantes... solo se salvan pocas carreras, esas que siguen los poetas, los escritores y otros artistas... siempre que no sean profesorados.

Y la decadencia de nuestra educación es la causa de nuestros fracasos como país y mientras la universidad argentina no se despegue del racionalismo napoléonico seguirá sumida en su propia decadencia. La idea de que sea la universidad la que otorgue títulos habilitantes con incumbencias taxativas las convierte en tiendas de diplomas para buscadores de trabajo. Pero peor es el lobby de las profesiones, a las que les conviene que su título sea necesario para trabajar, así obligan a la industria a contratar solo afiliados al colegio profesional y así pueden mangonear a su antojo.

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Emilio Fermín Mignone y José Luis Cantini tenían edades parecidas: uno nació en 1922 y el otro en 1924. Mignone murió en 1998 y Cantini el 28 de enero de este año. Se conocían y apreciaban porque además de ser expertos en educación, los dos ocuparon cargos semejantes en gobiernos también parecidos y fueron rectores de universidades nacionales. No pensaban para nada igual en muchas cosas, pero los dos eran inteligentes además sabios y también hombres de fe.


Mignone era un peronista católico (todo un género dentro del peronismo); un tipo con una inmensa formación y un bocho descomunal. Su vida cambió completamente el 14 de mayo de 1976 cuando un comando de la Armada se llevó a su hija Mónica por el delito de ser asistente social en una parroquia del Bajo Flores. Mónica nunca apareció a pesar de que Mignone movió cielo y tierra para encontrarla, pero sus desvelos sirvieron para salvar de la muerte a otras personas. Emilio era amigo de mi padre y conocí bien a su familia, sobre todo a otro de sus hijos con quien compartimos la misma edad y batallitas de nuestra época universitaria.

A principios de los años 90, Emilio me orientó en los trámites de acreditación de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Austral y de paso me terminó de convencer de las bondades de la universidad medieval. Ante la deriva de las viejas escuelas de periodismo hacia las ciencias de la información y de la comunicación, hacia la publicidad, las relaciones públicas, el marketing político, la acción psicológica, el diseño, la fiesta, el entretenimiento y los subibajas de la plaza de la esquina... yo pensaba que había que abrir una Escuela de Periodismo dentro de una Facultad de Letras y hasta me animé a sugerir que cabíamos entre las inexistentes Ciencias Sociales que coronaban el solemne nombre de la Facultad de Derecho recién creada, pero no logré convencer a las autoridades de la universidad, ni al consejo que me acompañaba, ni a nadie.

Me volví a encontrar con Emilio Mignone y José Luis Cantini mientras buscaba documentación sobre las incumbencias, ese término que significaba lo peor de la acreditación de nuevas carreras universitarias y que fue anulado por la Ley de Educación Superior de 1995 (24.521). Anticipaba la semana pasada que la ley anuló unos trámites escabrosos pero no anuló la universidad napoleónica: una lástima porque Bonaparte terminó con el concepto esencial que traían hacía más de 200 años las primeras universidades americanas. Por si no leyó las columnas de los domingos anteriores, le recuerdo que la universidad original es el lugar donde todos estudian, mientras que la de Napoleón es donde unos enseñan profesiones y otros las aprenden.

Con la colaboración de Cantini y de otras personas, Mignone elaboró un sesudo documento llamado Las Incumbencias que publicó en 1994 el Centro de Estudios Avanzados de la UBA. Pero además consiguió del presidente Carlos Menem el decreto que anulaba las incumbencias para las carreras que no comprometieran el interés público y también para los aspectos que no fueran de interés público en las carreras que sí lo fueran (decreto 256/94). El concepto entró luego en la redacción de la Ley 24.521, pero esa ley amplió el criterio de interés público a la formación universitaria, así que por las dudas cualquier carrera debe establecer sus incumbencias aunque no las llame así: hay que enumerar de manera precisa y taxativa todo lo que se le permitirá hacer a los graduados, bajo pena de ejercicio ilegal de la profesión si se pasan un pelo de esa lista exhaustiva. Tan loco es lo de las incumbencias que si en la carrera de gastronomía no pusieron el budín de pan entre las incumbencias, sus graduados cometen un delito cada vez que hacen un budín de pan.

La universidad es un invento de la Iglesia medieval, así que su sostenimiento seguía entonces la lógica de los bienes eclesiásticos y de las relaciones de la Iglesia con los príncipes. Hoy está clara la ecuación económica de la universidad que enseña profesiones, que es mantenida por el estado en el caso de las públicas y por las cuotas de los alumnos en las privadas. En cambio, la universidad anglosajona, heredera directa de la medieval, se sostiene de dos recursos complementarios:
1. Las rentas del endowment de la universidad: una torta de plata que siempre se acrecienta y nunca se reduce; por eso sus presidentes no son académicos sino expertos fundraisers
2. Las donaciones de los graduados, que aportan mucho más que las cuotas de los estudiantes, porque saben que su título valdrá según el prestigio de la universidad en el presente: cualquier inversión en el alma mater es una inversión en uno mismo.
La educación es la única palanca capaz de sacar a la Argentina de su espiral de decadencia: es la inversión más necesaria, la más barata y la más urgente para conseguirlo. Mire si un día aprendemos a pensar, como querían Emilio Fermín Mignone y José Luis Cantini...