25 de septiembre de 2022

La parte enferma de la democracia

La democracia es un sistema de gobierno que permite la convivencia pacífica de los que piensan distinto. Con esas pocas palabras alcanza, porque todas las otras cosas que decimos de ella son consecuencias de esta idea central. Y el sistema republicano se podría describir como la austeridad del poder: limitarlo en el espacio y en el tiempo para evitar la tiranía, que es una tendencia tan humana como el resto de nuestros instintos animales.

La elección popular parece el colmo de la democracia, pero no es más que una consecuencia de esa necesidad de convivir en paz. Por eso cualquier elección establece un ganador, pero también unos perdedores y las proporciones de representatividad de las mayorías y las minorías, de modo que el poder quede repartido como para que no haya abusos e imposiciones de las mayorías sobre las minorías sino convivencia entre unos y otros. El sistema parlamentario es más adecuado a este balance; el presidencial, en cambio, desequilibra la balanza para el lado del poder ejecutivo.

Es cierto que –como suele decir la vicepresidenta refiriéndose al siglo XVIII– la división de poderes es un invento de cuando no había luz eléctrica. Pero tampoco había luz eléctrica en el siglo V antes de Cristo, que es cuando realmente empezó la idea y hasta le pusieron el nombre. Desde entonces los sistemas para convivir en paz están en continua evolución, aunque es cierto que fueron importantes en ese proceso las revoluciones del siglo XVIII, primero la americana y después la francesa.

El desafío de nuestra era no es la adaptación de la división de poderes sino la actualización del sistema electoral a la sociedad de la información y a un pueblo cada día más numeroso y variopinto, para colmo menos ilustrado y por tanto más manipulable. Es por ese lado por donde hoy le está entrando agua a la democracia.
 

Fíjese que todavía votamos como en 1869, cuando el primer censo de la Argentina contó 1.877.490 personas y votaban solo los varones. Hoy cualquier acto eleccionario es una complejísima tarea logística que podría ahorrarse votando desde el celular, siempre que se guarden los recaudos que ocupa cualquier banco en sus transacciones on line. Ya casi no hay excusas para el home-voting como no las hay para el home-banking que hace años nos ahorra un tiempo más valioso que el dinero, que casi tampoco existe en su acepción contante y sonante.

Pero hay algo mucho más urgente que aplicar los medios electrónicos...

Se dice que ganar una elección tiene un precio. Se tarifa cada intendencia, cada gobernación y también la presidencia. No porque estén en venta sino porque cualquier campaña electoral supone siempre una inversión en publicidad, prensa, viajes, movilizaciones, mitines, locales, seguridad... y al final –te dicen– gana el que pone más plata, entre otras cosas porque también se compran voluntades y el clientelismo sigue tan activo como en la época de Caligula. No es siempre así, pero cada día que pasa se acerca más a esa realidad que enferma el sistema electoral. Para ganar, hay que tener muchísima plata, así que hay que buscar a los que más tienen para invertir en poder político. Y los que ponen plata buscan un rédito proporcional a esa inversión. Fue así como el poder político se volvió rehén del poder económico. Pero el problema es todavía más grave...

Es más grave porque hoy quienes tienen más dinero y más necesidad de la impunidad del poder son los narcotraficantes. En toda nuestra América el crimen organizado va llegando a niveles cada vez más altos del poder. Y no solo en el ejecutivo: de su arremetida no se salvan ni los legisladores ni los jueces.

18 de septiembre de 2022

Siempre hay que dialogar

Si todos pensamos igual y decimos lo mismo, no hay diálogo sino monólogo. Sin diálogo lo que reina es la tiranía del pensamiento único. El diálogo presupone ideas diferentes que se expresan: unos hablan y los otros escuchan. No es persuasión porque su fin no es convencer a nadie. El diálogo enriquece el conocimiento y también hace progresar el pensamiento humano. Por eso no hay política sin diálogo: porque sin diálogo no hay modo de avanzar hacia ningún lado.

La característica esencial de la democracia no es la elección popular de sus gobernantes. Eso es apenas una consecuencia y tampoco es la más importante. La idea esencial de la democracia es la convivencia pacífica de los que piensan distinto. Para colmo, esa es la clave que ha hecho progresar a los países más desarrollados del planeta, sencillamente porque el pensamiento único tiene el insalvable defecto de quedar congelado en el tiempo, no avanza porque no le hace falta contrastar con nadie.

Cuando la política es la imposición a las minorías del pensamiento de las mayorías, o –mucho peor– la imposición a las mayorías del pensamiento de las minorías, no hay ni diálogo ni democracia y tampoco hay progreso. Y no se crea que es tan raro eso de la imposición de las minorías: toda tiranía de las mayorías sobre las minorías se termina cuando la mayoría se cansa de la misma cantinela; entonces la mayoría se convierte en minoría, se aferra al poder y no lo cede hasta que las nuevas mayorías hacen tronar su escarmiento, como decía Juan Perón.

Siempre hay que dialogar. Siempre. Siempre. Siempre.

Y eso no quiere decir que debamos pensar igual ni que nuestro pensamiento sea débil; ni siquiera quiere decir que debamos resignar nuestros principios, nuestra ideología, nuestra moral o nuestros proyectos. El diálogo no implica eso sino la apertura mental para conversar con el adversario, o con el enemigo si fuera el caso. Pensar que el diálogo significa claudicar es una excusa tonta para no hacerlo. Es al revés: quien dialoga solo intenta conocer la versión de la otra parte, y eso ya es suficiente para empezar a reconocer que el adversario debe tener sus razones y le aseguro que siempre vale la pena conocerlas.

Decía el Papa Francisco la semana pasada que el diálogo no excluye ni siquiera a los países que provocan guerras. A veces el diálogo se debe hacer así, pero se debe hacer. Apesta, pero se debe hacer. Siempre dar un paso adelante, tender la mano, siempre. Porque de lo contrario cerramos la única puerta razonable para la paz, según la versión libre en castellano de lo que dijo en italiano, sentado en el pasillo de un avión entre periodistas de todos los colores. Fue a la vuelta de su viaje Kazajistán, en la habitual rueda de prensa que mantiene con los periodistas que viajan en la parte de atrás del avión que lo lleva a sus destinos.
El Papa se refería a Vladimir Putin sin nombrarlo cuando decía que puede apestar juntarse con algunos. Es evidente porque el nombre estaba en la pregunta. Con mucha más razón es necesario dialogar en estos momentos en los que pareciera que hay que terminar la guerra en Ucrania antes de que sea mucho más cruenta por la estúpida idea de los apostadores compulsivos, que suponen que cuando se pierde es cuando más hay que jugar para desquitarse de lo que ya se perdió.

Lo mismo pasa en la política argentina. O dialogamos o seguiremos apostando hasta agotarnos en una pelea estéril.

11 de septiembre de 2022

No nos burlemos tanto de las monarquías

La monarquía sigue existiendo. Las dinastías también. Cuatro días después de la muerte de Isabel II, podría decirse que están más vivas que nunca. Entre el jueves y ayer, el mundo asistió en directo al espectáculo del rey muerto y rey puesto. No hubo medio periodístico, del país que sea, que no dedicara su tapa a la reina muerta.
 

No es ni tan anacrónico ni tan raro. Si se cuentan los países más desarrollados del mundo, la mitad de ellos son monarquías. Y no son solo los más desarrollados, más industrializados y más ricos: además tienen reyes los más abiertos a la modernidad. Es cierto que son todas monarquías constitucionales, donde convive sorprendentemente el ideal democrático de igualdad ante la ley con la aparente desigualdad entre nobles y plebeyos: hoy los nobles de esos países están sujetos a las leyes como cualquier ciudadano, cosa que no ocurre donde todavía hay monarquías absolutas, que tampoco se crea que son tan pocas: ya lo veremos durante el Mundial de Catar...

Hay monarquías absolutas –donde el monarca es rey, legislador y juez, y además propietario de todo y dueño de la vida y la muerte de sus súbditos– en África, en Medio Oriente y en el Sudeste Asiático, pero también puede considerarse una monarquía absoluta hereditaria la de Corea del Norte, que aunque se llame República Popular Democrática ya va por el tercer miembro de la misma dinastía –abuelo, hijo, nieto– gobernando el país como en la época del Gran Mongol. Quizá Corea del Norte sea la más extrema de las monarquías que no se llaman monarquías que hoy se reproducen en gran parte del mundo.

Es cierto que hay reflejos monárquicos en muchas de nuestras democracias, pero en algunas más que en otras. La nuestra y cualquier república presidencialista, inspiradas todas en la norteamericana, se puede decir que son monarquías con plazo de vencimiento. Así lo decía Juan Bautista Alberdi en las Bases: al Poder Ejecutivo debe dársele todo el poder posible, solo limitado por el tiempo para ejercerlo. Pienso que fue un error adoptar el sistema presidencial, porque no es buena idea darle tanto poder a nadie, y menos a un argentino, pero sobre todo por la tentación absolutista que integra el código genético humano.

La democracia norteamericana es la más antigua y ejemplar. Ininterrumpida durante ya casi 250 años, ha sobrevivido a una guerra de secesión, los asesinatos de tres presidentes y Donald Trump. Sin embargo no ha sido inmune a las familias dinásticas, ni siquiera en la presidencia de la Nación: los Bush lo lograron; los Clinton y los Kennedy, no. De la tentación absolutista no se salva ni el comunismo cubano, donde Fidel Castro fue sucedido por su hermano menor, Raúl. Las repúblicas sudamericanas padecen esa misma enfermedad y no zafan ni siquiera Chile o Uruguay, y no le digo nada si bajamos a circunscripciones menores de gobierno.

En la Argentina tenemos también el caso de un padre y su hijo presidentes: los Sáenz Peña. Nuestras dos presientas mujeres heredaron el poder directamente de sus maridos. El gobierno de la provincia de Santiago del Estero se alterna sin drama entre marido y mujer y hay familias gobernantes en San Luis, Neuquén, Santa Cruz, Catamarca... En Formosa el gobernador lleva 27 años en el poder, y en el partido de San Isidro (provincia de Buenos Aires) el año que viene cumplirá 40 años ininterrumpidos en el poder la dinastía de los Posse.

Ya se ve que no es patrimonio de un partido, ni de un país. La monarquía tiende a instalarse con el nombre que sea y en el estamento que toque. Por eso quería decir que no nos riamos tanto de las de Europa.

4 de septiembre de 2022

Todo es política

En castellano, llamamos historia tanto a lo que pasó como al relato de lo que pasó, que nunca es lo mismo, aunque la ciencia de la historia tenga obligación de acercarse a lo que realmente ocurrió en el pasado. El periodismo, que es la primera versión de la historia, tiene esa debilidad: le falta la perspectiva, la distancia de la historia, que es esencial para juzgar los hechos que relata y por eso su verdad sale siempre cruda, en proceso. Quería aclararlo antes de meterme con toda la prudencia del caso en los hechos de esta semana. Usted ya los conoce por los medios que elige para enterarse de las noticias: poco antes de las 21 del jueves intentaron asesinar a la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner. Repudiar el hecho es lo mínimo, pero confieso que me suena a la formalidad de las conversaciones menores, como si se pudiera estar a favor o en contra. La violencia, pero especialmente la violencia política como este atentando contra la Vicepresidenta, produce un íntimo rechazo, que lógicamente se expresa con todas las palabras que tenemos para hacerlo. Pero además es preciso que se renueve el compromiso integral de defender la paz, la democracia, la república, la justicia y la libertad. Los medios son protagonistas de ese compromiso y El Territorio lo reafirma en este momento con la convicción de siempre, como hace casi 100 años lo viene haciendo todos los días.
 

Por desgracia, la división ya enfermiza de nuestra sociedad nos ha vuelto a colocar a los argentinos de un lado y del otro de la grieta. Unos dicen que todo esto es un montaje a partir de un hecho aislado –o quizá también montado– que sirve a Cristina Fernández de Kirchner para posicionarse en las elecciones de 2023. Del otro lado suponen que si bien el autor material es un perejil medio loco, los autores intelectuales son los partidos opositores, los medios de comunicación y el poder judicial. Del lado opositor al gobierno piensan que si Cristina quisiera planear un cambio de imagen para recuperar intención de voto, este era el Plan A. Quizá por eso sus trolls anónimos están tirando la idea de que es todo un montaje fríamente calculado: conspiranoia revuelta con noticia deseada. Del lado del gobierno nacional, los más audaces opinan que esa suposición es resultado del odio de todos los colores, sembrado desde la oposición, el periodismo, el partido judicial y la Embajada de los Estados Unidos...

En el medio está la crónica de la decadencia argentina. Una inmensa avalancha que se despeña hacia un abismo que parece no tener fin, en un país que hace muchos años no encuentra su destino. Políticos que buscan el poder por el poder mismo, sin importar las consecuencias, preocupados obscenamente por quedarse con los últimos despojos de un país que una vez fue rico. Como si no tuviéramos ningún problema, asistimos impávidos al espectáculo deplorable de referentes políticos paneleando en medios amigos –cada lado de la grieta tiene los suyos– azuzados por conductores que inducen la respuesta de sus entrevistados. Acusan, adolescentes, a sus contrarios de hacer lo mismo que ellos hacen y los contrarios a su vez hacen lo mismo que los que los acusan, pero del otro lado.

En la Argentina de hoy todo es política, hasta comerse una empanada, cantar una chacarera o cargar combustible. Ir a misa es política, jugar al fútbol es política, trabajar en un medio es política, el color de la camisa es política, la corbata es política y la camiseta también. El idioma es política. La sonrisa del Papa es política. La manera de hablar también es política. La barba siempre fue política, y las patillas, y la melena, y el pelo corto. Vacunarse es política y no vacunarse también es política. Sputnik y Pfizer son pura política. Los tatuajes son política. Las alpargatas, el gaucho, el dulce de leche y el gusto del helado son política. Es política el barrio, la manzana y la esquina. Los nombres y los sobrenombres de los hijos son política y hasta las mascotas son política... Todo está politizado porque todo tiene un significado y es aprovechable para la política: nada se desperdicia en la lucha por el poder porque la política en la Argentina se ha vuelto el asalto al poder que no se tiene, o aguantar a toda costa en el poder que sí se tiene.

No nos extrañe que se busque rédito político de uno y otro lado a un atentando que en sí mismo es una desgracia tremenda para la Argentina, absolutamente repudiable, y que puede tener efectos tremendos si no empezamos a hacer Política con mayúsculas, Alta Política, como le gusta decir al Papa Francisco, para significar la dedicación a solucionar los problemas de los demás.