26 de noviembre de 2023

El cambio


Hace dos domingos, al terminar el debate entre Javier Milei y Sergio Massa, todos los periodistas, panelistas, analistas, comunicólogos, politólogos, consultores... y hasta los mismos protagonistas, dieron como ganador a Massa. Como pruebas irrefutables están todos los diarios de la Argentina del lunes 13, sin exceptuar ninguno. En los archivos digitales de los medios también puede encontrar las encuestas que aseguraban en sus últimos sondeos una leve ventaja de Massa sobre Milei, y lo llamaban empate técnico, probablemente para abrir el paraguas por si se daba al revés. 

Con sus anteojos antiguos entendieron que el más sagaz era el mejor. El más profesional imponía su experiencia. El cínico vapuleaba al inocente. El preparado despedazaba al espontáneo. No entendían que ese debate no movería la aguja de ninguna medición, entre otras cosas porque a nadie le interesaba, ya a esas alturas, la inflación, la inseguridad, las aventuras mediterráneas de Isaurralde, la errática política exterior, el Banco Central, la guerra narco de Rosario, la falta de medicinas, el precio del pan y todo lo que Milei se dejaba en el tintero. Lo que querían era un cambio y el cambio estaba tan a la vista, tan patente, que era imposible no verlo en aquel escenario en el que peleaba David contra Goliat.

A las ocho de la noche del domingo pasado, cuando la ventaja de Milei sobre Massa se volvió abultada y definitiva, los mentirólogos corrigieron apurados el error con las explicaciones que tienen ensayadas para esconder su sesgo al servicio del mejor postor, o quizá su incompetencia, o tal vez el plagio liso y llano.

¿Y si el cambio es Massa? Se preguntaba un experiodista, exfuncionario y también novelista, que funge de analista y recorre estudios de televisión pifiándola fiero en todas las elecciones. Parecía serio por su buena retórica, mientras nadie advertía que estaba recitando un oxímoron como un castillo. A su favor hay que decir que ondeaba lo del cambio.

El domingo pasado la mayoría no votó por la larga lista de motivos que esgrimían los marcadores de agenda. Y las ideologías apenas pudieron sumar un número cada vez más menguado de votos, aportados por partidos que, se supone, tienen maquinaria electoral. El 19 de noviembre de 2023 puede volverse histórico, para bien o para mal, porque ese día mayoría de los argentinos, hartos de lo de siempre, pidieron un cambio sin importar cuál era el cambio.

La comercialización de los políticos es una amenaza para la democracia, tan peligrosa como el fraude electoral. Los candidatos se han vuelto productos que se imponen como una mercancía. Son marcas. Logotipos. Sellos sin contenido. Jingles que se repiten sin sentido. Eslóganes vacíos. Los politólogos, comunicadores políticos o como se llamen, han conseguido divorciar a los candidatos de los gobernantes y las elecciones de la administración del Estado. Ya no importa si los que elegimos serán buenos gobernantes, entre otras cosas porque este negocio se trata del poder y no del gobierno. Juegan con la democracia, la bastardean porque manipulan los sueños del pueblo, que vota por sus clientes como quien compra un producto engañado por la publicidad: lo único que importa es que lo compre. Y lo peor de todo es que las campañas se tarifan y tientan los aportes de los que tienen dinero sucio y necesitan lavarlo a cambio de impunidad.

El domingo pasado ese circo internacional de vendedores de humo se quedó sin argumentos en la Argentina, y se sorprendió el mundo entero.

19 de noviembre de 2023

Ganadores y perdedores


Por patadura he dejado el fútbol hace muchos años. Era de esos que cambiaban de equipo cuando había mucha diferencia, para emparejarlos: ante las quejas de los que iban perdiendo, los que iban ganando se desprendían del tronco. Está claro que mi fútbol era de barrio, con amigos y conocidos y algún colado ocasional; la selección de los jugadores empezaba con el tradicional sistema de pan y queso y terminaba con el descarte, que generalmente era yo mismo, sobre todo si la cantidad de jugadores era impar. Era un fútbol de arcos desparejos, cancha irregular y tiempo indeterminado. Lo que más recuerdo de aquellos partidos es algo que jamás pude entender: los que ganaban cargaban pesado a los que perdían y los que perdían lloraban de rabia.

Después de aquellos años de fútbol frustrante, me he encontrado muchas veces con malos ganadores y perdedores, que no están solo en el fútbol y tampoco solo en los deportes. Ganar y perder son posibilidades de cualquier competencia, desde un partido de truco hasta la elección de Miss Universo. Siempre hay que intentar ganar, pero con una real disposición a perder y volver a participar.

Malos perdedores y ganadores son esos que se creen que tienen que ganar a como dé lugar y eso es imposible. Es una lógica evidente: no se puede ganar siempre porque entonces los que siempre pierden abandonarían la competencia, y si no hay competencia tampoco habrá quien gane: para que uno gane, otro tiene que perder. Y la esencia del juego limpio en cualquier competencia –sobre todo en el deporte– es que el que gana respeta al que pierde y el que pierde lo intenta de nuevo. Todo deporte implica superar la derrota y volver a competir.

Hoy hay que elegir entre dos candidatos a Presidente de la Nación: uno va a ganar y otro va a perder. Pero una elección no es un partido de tenis porque los que ganan y pierden no son los candidatos, que, dicho sea de paso, son apenas un voto más en la elección. Los que van a ganar y perder hoy son millones de argentinos de un lado y millones del otro; millones de ciudadanos con esperanzas y con sueños, contentos y enojados, frustrados, escépticos, impacientes, desinteresados, ansiosos, conservadores, progresistas, de izquierda y de derecha si es que todavía existen esas categorías. Y la democracia implica el fair play particular de su ejercicio: que quienes pierdan reconozcan el triunfo de los que ganen y los que ganen entiendan que deben gobernar también para los que pierdan, de modo que los que pierdan se sientan igual de contenidos que los que ganen.

No se crea lo que dicen algunos alarmistas: hoy la democracia no está en peligro si se vota a Milei, a Massa, o en blanco. El verdadero peligro de la elección de hoy es que los ganadores se impongan a los perdedores, sobreactuando el triunfo y ensanchando la grieta como si fuera de vida o muerte; o que los perdedores no acepten la derrota y compliquen el triunfo y el gobierno de los ganadores. Tenga en cuenta que son tan penosos los malos perdedores como los malos ganadores, pero peor todavía sería que se den los dos a la vez: un riesgo tremendo en nuestra Argentina adolescente.

No lo veo fácil, pero sea lo que sea y pase lo que pase, no hay otra posibilidad. Gane quien gane parece que no será por mucho, por lo que imponerse una mitad de la Argentina a la otra mitad sería una desgracia. Por eso esta noche tenemos que dejar de pelear los argentinos si queremos salir de donde estamos estancados. Y se tienen que portar bien tanto los ganadores como los perdedores.

12 de noviembre de 2023

Debate y hamburguesas


Hoy habrá debate, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, entre los candidatos a Presidente de la Nación que tenemos que elegir el domingo 19. Podrían haber contratado el Luna Park, mucho mejor escenario por ser el clásico de las peleas de box. El debate promete un rating similar al de la final del Mundial de Fútbol, que tuvo un promedio de 59 puntos, lo que implica unos 6.000.000 de televidentes enganchados. Pongamos que lo van a ver 6.000.000 de personas y entonces nos explicamos la importancia que tiene para los candidatos salir mal o bien parados frente a quienes pueden desequilibrar la balanza en la elección del domingo que viene.

Muchos de esos seis millones lo verán con un balde de pochoclo y considerarán ganador a su candidato; y hay que ver si les mueve la aguja a los que están decididos a votar en blanco porque no saben que tomar una decisión, aunque sea equivocada, siempre es mejor que no tomar ninguna. La elección se gana por un voto, y si le creemos a las encuestas parece que estamos ante un empate técnico, así que persuadir o disuadir a un solo votante importa un montón. El espectáculo de esta noche promete ser intenso y basado en una sola estrategia, compartida por los dos campamentos: desencajar al contrario, provocar el error para que pierda por lo menos un votante, y el que pierda más votantes habrá ganado el debate.

Lo más curioso de los debates es el público presente. En el Hall de Pasos Perdidos de la Facultad estarán los canales de televisión haciendo entrevistas, bastante intencionadas porque los de Buenos Aires han tomado partido hace rato. Adentro de la imponente Aula Magna se instalarán, en segunda fila y más atrás, los que van a hacer el aguante a sus candidatos. Pero lo interesante viene en la primera fila: ahí no estarán la familia ni los amigos más cercanos sino los consultores de opinión pública, los marquetineros políticos, los asesores de imagen, los expertos en discurso y en lenguaje no verbal... que harán señas de truco para que interrumpan, para que se calmen o para que hagan gestos cuando exponga su oponente, ya que no pueden hablar ni gritar, como los directores técnicos de los equipos de fútbol. Y entre round y round         –ahora como los segundos de las peleas de box– se acercarán a dar consejos, les secarán el sudor con una toalla o les colarán una pastilla de Alplax en el agua.

Al final, resulta que los candidatos son productos, mercaderías, marcas... que los electores (el soberano) compramos o rechazamos. No debería sorprendernos que después no hagan nada de lo que dijeron o que hagan lo contrario porque son como los carteles de hamburguesas, esponjosas y chorreantes de cheddar, que no tienen nada que ver con la chatarra aplastada y escasa con que uno se enfrenta después de comprarla.

Según las definiciones del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, debate es una controversia y una controversia es una discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas. Así que un debate puede ser bueno o malo, dependiendo de lo civilizado o salvaje que se presente.

Pienso que, si me tocara ser candidato, haría todo lo contrario de lo que se espera. Dejaría hablar a mi oponente, sin interrumpirlo; y en cuanto él me interrumpiera, me callaría con un gesto amable para que hable todo lo que quiera. No respondería a los agravios y celebraría con vehemencia sus aciertos. Incluso lo invitaría a formar parte central de mi gobierno en caso de ganar las elecciones la semana que viene. Convertiría el debate en un abrazo de buena onda. Estoy convencido de que la gente está tan harta de vernos pelear que cosecharía los votos que hacen la diferencia.

5 de noviembre de 2023

Nuestra deuda con la democracia

El lunes pasado se cumplieron 40 años de la vuelta de la democracia a la Argentina. Lo que cumplía años fue la elección presidencial del 30 de octubre de 1983, la que consagró presidente a Raúl Alfonsín después de siete años de gobiernos militares que siguieron al golpe del 24 de marzo de 1976. Ese gobierno, a todas luces ilegal, fue el último de una serie que alternó en el poder al partido militar, después de los golpes de estado de 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976. También algunos de los gobiernos democráticos de esa alternancia fueron rehenes del poder militar, pero no siempre fue así. Y algún día la Historia tendrá que develar la incógnita y enseñarnos quién fue realmente Juan Domingo Perón, el militar que participó del golpe de 1943, gobernó la Argentina gran parte de esos años de alternancia democrática, murió en el poder en 1975 y todavía se multiplican sus encarnaciones de todos los colores.


La democracia argentina no nació en 1983. Hubo intentos republicanos ya antes de nuestra independencia, desde 1810, pero el hito fundador es 1853, el año de la Constitución que todavía nos rige con algunos pegotes que se llaman reformas. Así que, entre 1853 y 1930 pasaron 77 años de democracia ininterrumpida, en los que no se alteró el orden constitucional a pesar de las graves dificultades de 1860 o 1890.

Lo del partido militar es una opinión, un modo de ver la historia argentina del siglo XX: en esos procesos la derecha atrofió sus recursos democráticos porque logró llegar al poder de un modo no democrático, muchas veces con el consenso presunto de gran parte de la población y bastante explícito del poder fáctico. Pero esta alternancia ilegal se fue desvirtuando con el terrorismo de Estado, y se termina en la locura de las Malvinas y Leopoldo Fortunato Galtieri haciéndose el corajudo en el balcón de la Casa Rosada.

Una de las felices consecuencias de estos 40 años de democracia ininterrumpida es que la derecha ha desarrollado los recursos que le permiten competir con bastante solvencia en algo que le resultaba desconocido. Pero todavía nos queda una inmensa deuda con nuestra democracia porque estamos celebrando que han pasado 40 años sin golpes militares y no 40 años de democracia activa, real, verdadera; esa democracia con la que no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura como decía Alfonsín; pero además se crece, se trabaja, se descansa, se viaja, se comercia, se aprende, se construye, se investiga, se fabrica, se cultiva la tierra, se explotan los recursos naturales, se cría el ganado... y se gobierna, se legisla y se juzga.


El lunes pasado festejamos la perseverancia pasiva en la democracia más que la fidelidad activa al sistema y esa es nuestra verdadera deuda con la democracia; y quizá sea por culpa de las interrupciones durante los 53 años de alternancia que en los 40 que siguieron no conseguimos mejorar su calidad.

Seguimos tratando al soberano –el pueblo– como si fuera un colectivo de tontos, porque a los aventureros del poder les conviene aprovecharse de la inocencia de los ciudadanos. La educación del soberano es una deuda mucho más grave que de la de nuestra economía, porque es su causa. Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi ya decían que es imposible la democracia con un pueblo ignorante, manipulable, cliente... Cuarenta años después de aquel 30 de octubre de 1983, todavía nos conformamos con ir a votar como borregos, como si eso alcanzara, y aceptamos sin mucho drama que nuestra democracia sea mediocre, parasitada y abusada por los buscadores del tesoro del Estado.