17 de junio de 2010

Ángel Anaya

Almorcé con Esteban Morán y Carlos Soria en un restaurante de la avenida de Bruselas de Madrid. Los dos eran profesores en la Universidad de Navarra cuando hacía el doctorado, hace ya unos cuantos años. Con ambos he recorrido gran parte de España entre conferencias, visitas a amigos comunes y otras aventuras académicas. Disfrutamos de comidas largas y pausadas, que ahora las interrumpe la urgencia de Esteban por volver a su casa a ocuparse de Chon, su mujer. La pobre tienen Alzheimer y a una hora en punto de la tarde la chica boliviana que la atiende debe descansar.

Esteban me preguntó por Ángel Anaya, un amigo argentino de quien hace tiempo que no tiene noticias. Se habían conocido cuando eran niños en Málaga, durante la Guerra Civil española y luego se vieron muchas veces en Madrid. Esteban es de 1923 y Anaya de 1924. Entre las historias que me contó esta vez aparecieron las de la guerra que Esteban llama Nuestra. Tenía catorce años cuando empezó y su padre había muerto cuatro años antes "por suerte, que si no, lo mataban los rojos". Su madre y sus hermanas lo mandaban a hacer las colas para conseguir alimentos y algunos días se los pasaba enteros en ello. Una vez se llevaron a uno de la fila porque alguien notó que estaba rezando con un rosario que llevaba en la mano adentro del bolsillo de la chaqueta. Bastó sacarle la mano del bolsillo y encontrar el rosario para llevárselo detenido quién sabe con qué final.

También presenció, ya terminada la guerra, la condena a muerte -luego indultada- del portero de su casa. Se lo encontró muy nacional y como si nada apenas las tropas de Franco tomaron Madrid, a donde Esteban entró con los primeros contingentes. Su casa estaba ocupada por unos catalanes a quienes les habían asignado el piso vacío. Hasta ahí todo bien, pero parece que durante los días más duros, el portero denunció a una monja que vivía escondida en uno de los pisos y se quedó con todas las pertenencias -y hasta se instaló en el piso- de un gerifalte de la marina que vivía en otro, a quien la guerra le había cogido en El Ferrol.

Cuando terminó aquel drama, Esteban empezó su carrera en la marina mercante española y Anaya volvió a la Argentina. En ambos un buen día despertó el gen del periodismo que tenían dormido en algún lugar del corazón.

El Comodoro, como lo llamamos los amigos, suponía que no conocería a Anaya por la diferencia de edades y suponía bien: solo recordaba haber visto su firma alguna vez y hace tiempo en La Nación.

Prometí buscarlo para volver a conectarlos, pero confieso -y lo dije- que no esperaba encontrarlo vivo. Ahí mismo le mandé un mensaje a Carlos Reymundo Roberts, un amigo del diario. Me contestó a la tarde, que para él era la mañana, cuando ya me había despedido de Carlos y Esteban. Lo habían enterrado hace apenas unas semanas.

Envié la noticia a Carlos y Esteban por correo electrónico. Pero como la computadora de Esteban está escacharrada hace unos días, suponía que no lo habría recibido. Hablé luego con él para comunicarle la noticia. Los tres estamos convencidos de que estas coincidencias no lo son, así que rezamos una oración por Ángel Anaya, a quien no conocí pero ya siento por él algo más grande que la amistad.