25 de julio de 2021

Calles y avenidas de Posadas


Como usuario habitual de las avenidas Centenario y Tambor de Tacuarí, debo admitir que han mejorado notablemente el tránsito las nuevas manos de las cuatro avenidas que van y vienen desde Villa Cabello y el arroyo Mártires hasta el centro de Posadas. Admito también que a otras personas puede haber incomodado y que el comercio siempre tiene algo que decir, si resulta que estos cambios los favorecen o los perjudican. Todo es cuestión de acostumbrarse y adaptarse a los nuevos tiempos: hace años –y no crea que tantos– todas las calles de nuestras ciudades eran doble mano, cosa impensada hoy en una Posadas cada vez más repleta de autos, sobre todo de autos estacionados, entre ellos los taxis, que siguen manteniendo un privilegio desmedido en el centro de la ciudad. Y hablando de estacionamiento, también hay que decir que el SEM lo ha facilitado dentro de las Cuatro Avenidas de Posadas.

Pero hay que ir más lejos, hacia el futuro que siempre está acá nomas. Hay que prever los estacionamientos pensando en los vehículos que vendrán a transportarnos. Por suerte solo hay que mirar lo que hacen ciudades parecidas, a las que el futuro llega antes. Supongo que en los edificios que se están construyendo ya se prevé una instalación de energía adecuada a los autos eléctricos en la zona de cocheras. También hay que destinar lugares en las calles y avenidas para que circulen las motos y bicicletas. Es una opinión nomás, pero a partir de cierta proporción de motos en el parque automotor –a la que ya estamos llegando– no parece una buena idea que compartan las avenidas de tránsito rápido con autos y camiones. Cada día vemos más motociclistas involucrados en accidentes, siempre con consecuencias graves.

No puede ser que sigamos construyendo estadios, parques, predios feriales... sin prever lugares para los autos que traerán al público. El estadio de River Plate, en Buenos Aires, usa de estacionamiento una importante autopista de acceso a la ciudad y ocupan trapitos que rompen los autos si no se les paga por adelantado lo que piden. Lo de la cancha de River es un pésimo ejemplo para cualquier lugar de concentración de personas, que debe contar con espacio para los autos de los asistentes, como es el caso solo de algunas cadenas de supermercados.

Por obra y gracia de la serendipia, una novedad impensada ha traído la mano única de las avenidas Blas Parera, López y Planes, Tambor de Tacuarí y Centenario. Hay que celebrarlo y creo debería ser adoptada en todas las esquinas que tienen semáforos en la ciudad. Al cambiar las manos y dar vuelta los semáforos, quedaron en el lugar más apropiado, que es del otro lado de la calle que se va a cruzar. De ese modo pueden verse desde una distancia adecuada y se aprovecha todo el espacio para los autos antes de la línea blanca. De otro modo se obliga a los conductores a hacer contorsiones imposibles adentro del habitáculo para saber cuándo se pone verde (claro que siempre se puede esperar a que alguno de atrás nos interpele ansioso con su corneta un microsegundo después de que cambie la luz). Será por eso que en las ciudades donde los semáforos están antes del cruce, además de la luz alta para todos, tienen más abajo, en el mismo poste, un foco que apunta a los de las primeras filas. Y en otras ciudades –sobre todo en las norteamericanas– cuelgan los semáforos en el medio de la encrucijada, donde todos los ven sin problemas de tortícolis.

No sería completo este repaso rápido de calles y avenidas de Posadas sin un recuerdo esperanzado para el acceso a la capital y a Garupá por la ruta 105, desde el arroyo Pindapoy Chico. Mantiene con orgullo su condición de autopista de baja velocidad: un oxímoron pavimentado. Linda autovía con pasos a nivel, semáforos y velocidad máxima de 60 kilómetros por hora, que no permite pasar ni a un carretón, lo que hace completamente inútil la mano de sobrepaso. Ni siquiera los camiones cumplen con esa velocidad y todos los que andamos por ahí sabemos dónde suele estar agazapado el fotógrafo de la Policía. Solo le pedimos, por favor, que no cambie de lugar y que siga advirtiendo su presencia con los conitos anaranjados bien puestos en la arribada.

18 de julio de 2021

El sueño de nuestros bisabuelos

Un viejo embajador –que entonces no era viejo– me dio una lección imborrable mientras almorzábamos en un bonito restaurante del centro de Fráncfort por el año 90 ó 91. Preocupado, como muchos ahora, por las legiones de argentinos que volvían a la tierra de sus antepasados, y por mi presencia ya dilatada en Europa, me explicó que un país no se funda con una sola generación. Y agregaba que los argentinos que se quedan en Europa gracias a los privilegios de su doble nacionalidad, renuncian al sueño de sus abuelos: “Ellos fueron a América para crear países grandiosos y sus nietos, al volver a Europa, los hacen fracasar”.

A veces busco afiebrado la ilusión de mis bisabuelos y la razón por la que no le encontramos la vuelta a nuestro destino. ¿Despegaremos algún día? ¿Seremos así para siempre? Los americanos estamos convencidos de que tenemos algo fuerte y valioso que aportar al mundo; lo que no sabemos es cuándo. 

¿Por qué un europeo –laborioso e inocente– se vuelve taimado y perezoso en América? ¿Por qué los vagos de Buenos Aires trabajan como chinos en los bares de Barcelona? Muchos europeos son burros en el sentido catalán: les dicen a dónde hay que ir y llegan a como dé lugar. Los americanos, en cambio, vamos siempre para el otro lado. Será por la geografía de límites infinitos y por la sangre indómita americana, pero también por el mestizaje: los que vinieron de Europa buscaban la libertad que no tenían en su patria. Segundones y hasta criminales descubrieron y conquistaron el continente y lo poblaron los marginados por el hambre, la pobreza y la intolerancia. Juntos crearon las patrias que ahora integran otra patria, inmensa, que llamamos Iberoamérica. 


Como dicen Litto Nebbia, Octavio Paz y Alberto Fernández, los americanos del sur del Río Bravo descendemos de los barcos y de la selva amazónica y de los aztecas y de los incas, pero sobre todo descendemos del mestizaje que se produjo en cuanto los primeros conquistadores se bajaron de sus naos. Los argentinos nos equivocamos fiero cuando nos excluimos de la América Mestiza: eso es una cantinela de porteños y quizá de dos o tres ciudades en las que predominan los descendientes de europeos.

Entre la libertad y la vida, los americanos elegimos siempre morir. Las letras de los himnos nos espeluznan y nos sacan lágrimas hasta cuando los cantamos antes de enfrentarnos a vida o muerte contra la selección de bádminton de Singapur. “¡Coronados de Gloria vivamos o juremos con Gloria morir!” gritamos los argentinos para el que nos quiera oír. Así es la América dulce y mestiza: no nació el que nos ponga el cascabel, aunque aparezcan de vez en cuando y como tormentas de verano verborrágicos déspotas de pacotilla. 

Todos los himnos de nuestra América juran morir antes que perder la libertad, mientras que tantos pueblos o ciudadanos del mundo prefieren un hilo de vida que quizá les permita ser libres otra vez, aunque sea después de siglos de esclavitud. Sin vida no hay libertad, argumentan, y hay que aguantar lo que sea. No está mal, pero a nosotros esa vida no nos va. 

Lo que tenemos seguro en América es la libertad y sabemos que lo demás vendrá cuando le toque. No nos gustan ni los reglamentos, ni las vallas, ni los diccionarios, ni los límites, ni las leyes, ni los árbitros, ni los peajes, ni las barreras, ni las cadenas, ni los guardias, ni las verjas, ni las llaves, ni los horarios, ni los impuestos, ni las riendas, ni los candados... “Así mismo es” repetimos desde Tijuana al Cabo de Hornos para el que demande una explicación. Y así es nomás: una fuerza incontenible que explotará un día como una bomba atómica de Justicia y Libertad.

11 de julio de 2021

La lección del Perú


El calendario de las elecciones generales del Perú establecía el 11 de abril para la primera vuelta y el 6 de junio para la segunda, en caso de haber ballotage. Lo peculiar de esta elección no fue la cantidad de candidatos sino lo disperso que estuvo el voto en la primera vuelta. El que más sacó no llegó al 19 % y lo seguían –parejitos– cuatro candidatos entre el 13 % y el 9 %. Los demás, más abajo, pero no crea que tanto. La segunda vuelta se dirimió entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori, pero todavía no se sabe quién ganó por lo ajustado de la elección. En el conteo oficial, la diferencia entre uno y otro es de 44.176 votos, que todavía están peleando ante el Jurado Nacional Electoral. Esa diferencia es lo que los encuestólogos llaman empate técnico, que se termina resolviendo en el escritorio del juzgado y no en las urnas.

Mientras pelean los números tan ajustados, se acerca peligrosamente el 28 de julio, día en que debe asumir el nuevo presidente, en el marco del bicentenario de la Declaración de la Independencia del Perú. De paso advierto que no estamos hablando sobre preferencias entre ambos candidatos, que aunque están en las antípodas ideológicas, asustan a priori y por igual por su escaso respeto a las libertades públicas. Lo que me interesa hoy es lo que podemos aprender de una elección tan ajustada en un país hermano y con un sistema presidencialista parecido al nuestro.

Un país se vuelve ingobernable con una división marcada entre dos modelos tan opuestos. De hecho, el Perú viene de crisis en crisis hace unos años y lo mismo está ocurriendo en otro países de nuestra América por la misma razón. Y la Argentina no parece lejana a una crisis por el estilo si seguimos mitad y mitad a ambos lados de una grieta que parece cada día más ancha y más profunda.

Uno pensaría que precisamente por esa igualdad entre las dos partes debería ser más respetada la opinión contraria; pero no, porque cuando menos se la respeta es cuando no está tan clara su condición de minoría. Es que al ser tan ajustada la diferencia, nadie se siente minoría. Lo curioso es que el objetivo de las segundas vueltas electorales es justamente legitimar con una mayoría contundente a uno de los candidatos, pero en el Perú les está saliendo el tiro por la culata.

Quizá sea el momento de plantearse el sistema parlamentario, que considero mucho más adecuado a nuestras repúblicas sudamericanas. En Chile están considerando seriamente pasarse al parlamentarismo con la nueva constitución que saldrá de la convención inaugurada esta semana, después de unas elecciones que también sorprendieron a todos por la dispersión de los votos y por el éxito de los candidatos más progresistas.

Es imposible gobernar un país cuando no están claras las mayorías y las minorías, y la solución de esa paridad no es ahondar la grieta porque está comprobado en la historia que cuando se radicalizan las ideologías, las grietas se vuelven trincheras. Es que a poco de andar por ese camino, los que tienen poder de uno y otro lado descubren que el modo más eficaz para conseguir que todos pensemos igual es terminar drásticamente con los que piensan distinto.

Cada día que pasa es más urgente que los argentinos nos unamos hacia un destino en el que estemos todos de acuerdo. Sería genial que, además de gustarnos el dulce de leche y ganarle a Brasil, nos pongamos de acuerdo precisamente en estar en desacuerdo. La unidad en la diversidad es la fortaleza más grande de cualquier nación.

4 de julio de 2021

Departamento en Miami


En la madrugada del jueves 24 de junio se desplomó gran parte de un edificio de trece pisos en Miami. El condominio se llama Champlain Towers y está en el barrio Surfside, más precisamente, en el número 8777 de la avenida Collins. Todo el complejo tenía 136 departamentos y la parte que colapsó es la pata larga de un edificio en forma de L, entre la avenida Collins y la playa.

Según cálculos actualizados de las autoridades del condado de Miami-Dade, en el momento de derrumbarse había en esa parte del edificio 148 personas, de las que, cuando esto escribo –nueve días después del colapso– solo se han encontrado restos de 22, pero ya hay que presumir que no habrá sobrevivientes entre los escombros del edificio. También se ha dado con el paradero de 188 sobrevivientes: personas que vivían en otros sectores del complejo o que no estaban en sus departamentos en el momento del colapso, entre ellos una pareja de argentinos que se salvaron de milagro.

Aunque los números son todavía provisionales van volviéndose cada día más precisos. Ya sabemos que entre los desaparecidos hay nueve argentinos, seis paraguayos, seis colombianos, seis venezolanos, tres uruguayos y un chileno: 31 sudamericanos en total. Después de la norteamericana, la nacionalidad más numerosa es la israelí, que cuenta con unas 20 víctimas, casi todas ellas con doble nacionalidad.

Al aparecer estos números en la información del siniestro, se me ocurría una estadística de ocasión: si tomamos las Champlain Towers como un muestreo de los habitantes de Miami, el 21 % serían sudamericanos y el 6 % argentinos... Insisto en que la estadística es de ocasión y que no estoy contemplando que hay barrios enteros de cubanos o de rusos en Miami, pero también hay algunos con gran concentración de argentinos, pero justo la zona de Surfside es bastante ecléctica en cuanto a nacionalidad, no así en cuanto a religión, ya que se calcula que más de la mitad de los habitantes del barrio son de religión judía, proporción que se repite entre las víctimas del derrumbe.

No tengo todavía las nacionalidades de los propietarios de las distintas unidades del edificio y hay que suponer que ningún argentino querrá confesar ahora ser el dueño de una de ellas, pero parece que al menos 20 pertenecían a ciudadanos argentinos. Gracias a Dios, unos cuantos de esos departamentos estaban deshabitados en la noche del derrumbe.

Estos números confirman a Miami como la gran capital de Iberoamérica: el lugar donde al final todos nos encontramos y ninguno manda. Ahí llegaron –desde la revolución de 1959 y en de sucesivas oleadas– los exiliados cubanos, que han sido durante lustros los dueños del castellano de Miami, pero ahora compiten con la porción más rica de los seis millones de venezolanos desplazados de su país a causa del régimen de Chávez y Maduro. Puede que haya también ricos exilados nicaragüenses, pero el resto de los latinoamericanos que andan por la Florida, más que desplazados son turistas con buena billetera, viajeros que salen de compras e invierten en bienes raíces donde les conviene. Algunos tienen inmuebles en Miami como quienes los tiene en Buenos Aires: ya se sabe que, dependiendo de la cantidad de días que uno pasa cada año en una ciudad, es más barato tener en un departamento que pagar un hotel, y además siempre se puede alquilar a otros viajeros.

Con respeto y dolor por los muertos y desaparecidos en el derrumbe, y respetando también la libertad para hacer lo que cada uno quiera con su patrimonio, quiero destacar que la inmensa mayoría de los que invierten su dinero en Miami no son desplazados por el hambre o la pobreza sino por la inseguridad jurídica de sus inversiones. Este muestreo al pasar debería alentar a los gobiernos de nuestros países a establecer las garantías para que todos dejemos nuestro dinero en el propio territorio y no en el ajeno.