30 de enero de 2022

Cables vs. árboles


De vez en cuando se ve por las calles de Posadas una patrulla de Energía de Misiones destrozando árboles para hacer lugar a los cables de la luz. Quizá tengan un permiso especial de la Municipalidad de Posadas, o del Ministerio de Ecología, o de quién sabe quién, pero no parecen los indicados para andar destruyendo un activo tan escaso como la sombra pública de la ciudad. Y no solo Energía de Misiones, también las empresas proveedoras de televisión, de internet y de telefonía fija, que hoy son la misma cosa.

Los árboles son seres vivos. Los cables, en cambio, están tan muertos como un adoquín y necesitan de operarios que les abran paso ante el crecimiento de las plantas. Los árboles cambian de forma pero no de lugar, mientras que el tendido de los cables sí puede cambiar, si los que lo hacen tienen algo de inteligencia y buena voluntad. Si hay un árbol en la línea de un tendido, bastaría con sortearlo aunque haya que agregar unos metros de cable, que es una inversión mucho menor que destrozar un árbol que tardó 10, 20, 40, 80... años en crecer hasta ahí. Fíjese que sortear obstáculos es lo que nos obligan hacer a los automovilistas cada vez que a las autoridades viales o a la policía se les ocurre cortar una calle de la ciudad por cualquier motivo, a veces bastante estúpido.

Pero se puede ir todavía un poco más allá y dejar que convivan los árboles con los cables, como conviven de hecho en gran parte de la ciudad, y que todos podamos tener a la vez energía en nuestras casas y sombra en las calles y veredas.

En muchas ciudades del mundo –en las que se respetan los árboles a pesar de no ser tan necesaria su sombra como en Posadas– los árboles conviven pacíficamente con los cables, tanto que los que están en el camino de un cable le sirven de apoyo y hasta ahorran una notable cantidad de postes. Ni siquiera hace falta dañarlos con clavos o soportes, ya que tienen una forma mucho más adecuada para sostener un cable que el palo pelado de un poste, que si es de madera es también un árbol menos del bosque.

Hasta el razonamiento económico es sencillo: solo habría que dedicar a mantener la convivencia de cables y plantas los mismos recursos que se emplean en destrozar las copas de nuestros árboles para abriles camino a los cables intrusos. Y si no alcanza no importa, ya que será una inversión en sombra, que como decía más arriba, es un patrimonio cada vez más escaso en la ciudad que crece con mucho cemento y pocas plantas.

No es la primera vez que aparece el drama de la sombra en esta columna, y acepto que algo se está logrando, quizá como reacción al grito ¡QUEREMOS SOMBRA! que es esencialmente salud. Es inexplicable que no haya árboles, por lo menos de la misma edad que las veredas, en todas las calles de nuestras ciudades. Cuando cualquier autoridad planea o diseña un nuevo barrio, una nueva calle, un parque y hasta una ruta... tiene que prever los árboles que le van a dar sombra y plantarlos; y luego tiene que responsabilizar a los frentistas de su cuidado y reposición. Pero también tiene que cuidar y reponer los que están en los parques públicos. A ver si se entiende: si tiene una mascota y no quiere que se muera, le da de comer y la vacuna contra los parásitos; y si tiene una planta y quiere que viva, tiene que regarla y fumigarla.

Pero si resulta que después de tanto esfuerzo, vienen la empresa de energía o la de telefonía y destrozan los árboles que plantamos, que regamos, que cuidamos mientras crecían lentamente, entonces estamos en el horno... en el horno de nuestras calles con 65 grados de temperatura a nivel del pavimento.

23 de enero de 2022

Premios de ropero


Nunca entendí las tiendas que venden regalos: llaman regalo a lo que ofrecen, pero la condición de regalo se la da el que compra y no el que vende. Lo mismo pasa con las tiendas de copas y trofeos, que suelen ser bastante mágicas: venden todo tipo de premios sin tener ni idea de para qué son. Uno los compra como su fuera una docena de bananas y después los adjudica según sus reglas, ya que la condición de premio la pone el que los otorga.

A raíz de la entrega del Misionero del Año, bromeábamos en el diario acerca de esa facilidad para comprar premios y se nos ocurría preguntar cuánto puede salir un Premio Nobel o un Másters de Augusta, porque puestos a comprar, no se trata tanto de esperar a que la Academia Sueca o el Augusta National Golf Club nos den los premios por nuestros méritos, sino de tener los trofeos en una vitrina de casa y el horrible saco verde en el ropero. Solo es cuestión de averiguar dónde se consiguen y comprarlos para grabarlos con nuestro nombre. Los premios valen más por la credibilidad de quien otorga que por los méritos de quienes los reciben y parecen lo más fácil de falsificar que hay: cualquiera compra un Oscar en una tienda de souvenirs en Los Ángeles y nadie se acuerda del Oscar al mejor guion del año pasado.

Me acordaba en esos días de dos premios en los que tuve algo que ver y que, junto con casi todos los otros en los que he participado, me han hecho descreer por defecto de los premios en general y de algunos en particular. Prometo no deschavar a los protagonistas, porque mi intención no es hacerlos quedar mal sino demostrar la fatuidad de los halagos humanos.

Hace ya muchos años, el diario El Territorio venía con un periódico económico y comercial, muy bien hecho, que se distribuía junto con otros diarios del interior y de Buenos Aires (tenía su propia cabecera, pero lo voy a llamar El Económico). Se entregaba una vez por semana junto con el diario y tenía muy buena aceptación. No recuerdo ahora cuánto duró, pero sí que uno de aquellos años –que resultó ser el último– se le ocurrió a la dirección de El Económico en Buenos Aires seleccionar al Líder Empresario Argentino. La mecánica era sencilla: cada diario en los que circulaba debía elegir en su zona a su propio candidato y luego se elegiría entre todos ellos al ganador nacional. En El Territorio nos pusimos a pensar en el Líder Empresario misionero y después de un debate franco y transparente, decidimos quién podía ser y lo propusimos, convencidos de que era quien se lo merecía en nuestra región; pero como abarcamos parte de Corrientes, para no pisarnos se nos ocurrió preguntar a un diario colega de esa provincia. Nos contestaron que ellos habían elegido... a su propio director general. Una rápida ronda de consultas nos desveló que cada periódico había elegido a su propietario, y a los pocos días apareció con gran destaque en El Económico que el Líder Empresario Argentino era el director general de El Económico.

Hace menos años me tocó participar como ponente en un taller de periodismo y nuevos medios organizado por una asociación continental de periódicos. Al final se entregarían unos premios a la innovación, o algo parecido, y los ponentes aparecíamos como jurados de esos premios. Cuando nos reunieron para elegir a los ganadores y ante una opinión mía que no les gustó, me explicaron que los trofeos ya estaban grabados, así que había que elegir a los que había seleccionado la burocracia de la entidad organizadora. Por supuesto que eran los que siempre ganan premios, que son los que pagan más inscripciones en sus seminarios. Abrazos y besos para todos ellos.

Un consejo: nunca haga nada para ganar un premio. Y si se lo dan, guárdelo en un ropero.

16 de enero de 2022

Libertad para hacer tonterías

¿A quién no le gusta la libertad? A todos, pero los latinoamericanos la necesitamos como el aire para respirar, tanto que todos cantamos en nuestros himnos nacionales que preferimos morir a antes que no ser libres. Con algunas excepciones africanas, en el resto del mundo sostienen que está antes la vida que la libertad, con un razonamiento muy humano pero a la vez muy conservador: solo los vivos pueden ser libres; pero nosotros preferimos la muerte a cualquier esclavitud y es uno de los sellos de nuestra identidad común.

La libertad no es no tener obligaciones sino todo lo contrario: implica precisamente la capacidad de obligarnos, tanto que ningún acto jurídico tiene valor si falta la libertad: la capacidad humana para determinarse, para obrar según la propia voluntad. Así que las obligaciones no nos coartan la libertad sino que la confirman. Por eso –aunque no los comparto– pienso que se puede entender a los que han decidido no vacunarse porque no les gusta que los obliguen a nada. Digo que se los puede entender, pero también permítanme que los califique de inmaduros. Oponerse a algo solo porque nos obligan es propio de adolescentes, cosa bastante frecuente, por desgracia, en nuestra cultura colectiva.

Hay otros –a estos no los entiendo para nada– que no se vacunan por pura conspiranoia, que es una paranoia colectiva bien difícil de explicar en sociedades avanzadas. Son los que piensan que la vacuna les inyecta un chip para dominarlos o cosas por el estilo. Ahora hay una corriente que dice haber comprobado que el covid es un invento precisamente para inyectarnos óxido de grafeno y envenenarnos y reducir la población mundial. No vale la pena perder un segundo intentando rebatir lo del óxido de grafeno ni ninguna de esas tonterías estrafalarias. Quienes piensan esas cosas las confirmarán con cada argumento, sea a favor o en contra: así funciona la conspiranoia.

Pero todavía hay una tercera tribu. Son los que dicen que no se vacunan porque se ponen en las manos de Dios y que sea lo que Dios quiera. Se autoperciben tan creyentes como yihadistas del Islam, pero ni siquiera saben que Dios nos creó libres y se traicionaría a sí mismo si forzara esa libertad. Por eso, abandonarse absolutamente en sus manos es tan error como no contar para nada con ellas: a Dios rogando y con el mazo dando, reza el dicho con toda verdad del universo.

Desde que nos subimos al auto y nos ponemos el cinturón de seguridad cumplimos con obligaciones que nos imponen quienes pueden y deben hacerlo. Respetamos los semáforos y las velocidades máximas, no circulamos a contramano, no estacionamos donde no se debe, contratamos seguro de responsabilidad civil, hacemos la VTV, pagamos la patente... y quien no lo hace, se atiene a las consecuencias. Fuera ya del auto, vamos a la escuela primaria y secundaria, pagamos una cantidad infinita de impuestos, no matamos ni robamos, no andamos desnudos por la calle y cumplimos hasta los horarios del supermercado... Pero resulta que algunos no quieren que los obliguen a vacunarse; y lo más curioso es que el mismo estado que impone otras obligaciones no se anima a imponer la vacunación obligatoria a los que han decidido fregarse en las vacunas, que son imprescindibles para que salgamos todos de una vez de la pesadilla de la pandemia.


A cualquiera de los antivacunas les diría que, cuando los pare un policía de tránsito y le pida el seguro del auto, le conteste que no lo tiene porque es un rebelde sin causa que no piensa hacer nada por obligación; o que no lo contrata porque al aportar sus datos personales, seguro que entra en la lista de controlados por la CIA; o que es objetor de conciencia y su responsabilidad civil está en las manos de Dios y no en las propias...

9 de enero de 2022

Felicitaciones


A estas alturas de enero uno se pregunta si hay que seguir felicitando por el Año Nuevo o ya está suficientemente transitado el 2022 como para saludar derecho viejo con buenos días y buenas tardes. Curioso, porque con el criterio de los buenos días (nadie dice buenas mañanas), deberíamos desear buen año hasta el 30 de junio...

Creo fervientemente en la felicidad, pero descreo de las felicitaciones. Quiero decir que las agradezco sinceramente, pero no creo que vayan a aumentar ni un pelín mi felicidad. Entiendo los buenos deseos, si es que lo son de verdad, pero no considero que sean de verdad los que están comprados en una librería, los flyers o los gifs, graciosos pero que para colmo vienen marcados con una etiqueta que confiesa que fueron reenviados muchas veces por WhatsApp. Bueno... tampoco creo en los igualmente y no le digo nada de los si no nos vemos, dos estándares que se han puesto de moda en nuestras felicitaciones lentas. Ya sé que son modos de decir, pero lo que dicen no me gusta nada.

Pruebe contestar igualmente a un te amo y va a ver lo ridículo que queda. Y la próxima vez que esté por decir igualmente para contestar una felicitación, haga un esfuerzo por saludar de corazón, con lo que tenga ahí adentro, y va a ver cómo se rompe un blindex entre dos personas.

Si no nos vemos, ¡feliz navidad! dicen los que ponen una condición para felicitar. A esos hay que contestarles: entonces mejor que no nos veamos, para no correr el riesgo de la infelicidad. Por eso me pregunto siempre en estas fechas y ante tantos si no nos vemos ¿cuál es la necesidad de desear solo una vez la felicidad? ¿no vale la anterior si hay una posterior?

Las felicitaciones de navidad o de año nuevo se han convertido en un buen deseo exclusivo para esa noche, y está pasando lo mismo con las felicitaciones por los cumpleaños: que tengas un lindo día, que lo pases bien... con emojis de tortas, botellas de champán, bonetes de payaso, matracas y serpentinas. Y para que no queden dudas, los días siguientes preguntamos: ¿cómo pasaste? como si el año no durara 365 días (siempre que no sea bisiesto). Es otra debilidad de nuestra inteligencia colectiva: el año nuevo no va a ser mejor o peor por la cantidad de sidra que tomemos exactamente a las 12 de la noche del 31.

Es lindo esperar el año nuevo y brindar por él y es una ocasión –una más– de celebrar con la familia y los amigos, pero el cambio de fecha del calendario no cambia nada: para el caso es lo mismo el 1 de enero que el 22 de agosto, y si hay algo que cambiar no es una hoja del calendario. Lo que nos hace más felices es el esfuerzo por ser más buenos, por dejar de pensar en nosotros y ocuparnos de los demás, por cumplir la palabra, por ser mejores amigos, por trabajar más duro para realizar nuestros sueños, por cuidar a la familia...

Quizá haya sido la interconexión global permanente de las redes sociales lo que devaluó las felicitaciones a un deseo de pasarlo bien un par de horas. Por eso creo que sería bueno que volvamos al sentido elemental de las felicitaciones de navidad, de año nuevo, de cumpleaños o de lo que sea: desear felicidad en serio, de corazón y para siempre. Y no le digo nada si los buenos deseos vienen acompañados por un regalo, que es la más pura materialización de la felicidad. O usted pensaba que hacemos regalos porque es un invento de los vendedores de regalos. No es así: los vendedores de regalos se aprovechan de nuestros buenos deseos, y lo bien que hacen.

2 de enero de 2022

Qué celebramos

Para los que tenemos fe, lo que celebramos estos días es el nacimiento del Salvador. Y los que no tienen fe supongo que acompañan, pero también celebran, a su modo, la venida al mundo del que lo cambió definitivamente, cosa que ocurrió ahora hace 2022 años, porque hasta los años se cuentan para adelante y para atrás desde ese momento de la historia.

El nacimiento de Cristo está más probado que el de Napoleón. Otra cosa es que no creamos que es Dios: es la diferencia entre los que tienen fe y los que no la tienen. Y el que no cree que Jesús es Dios, lógicamente tampoco cree en los otros misterios del cristianismo: básicamente que vino a establecer una nueva alianza de Dios con los hombres y que murió y resucitó para salvarnos, que es lo verdaderamente importante en una persona de fe, porque, como dice Jorge Manrique, este mundo es el camino para el otro que es morada.

Quienes no creen en esos misterios básicos del cristianismo, entienden y creen el mensaje, digamos más humano, de Jesús, que también encarna el cristianismo en su sentido más amplio, contenido en la cultura ya dos veces milenaria de todo el occidente más parte de Asia y de África subsahariana, que son más cristianos que muchos países de nuestra América (en Nigeria hay más católicos que en la Argentina).

Bastaría imaginarnos como sería el mundo si no hubiera nacido Cristo, para felicitarnos unos a otros todos los días y no solo cuando cada año conmemoramos su nacimiento. Por lo pronto nos estaríamos comiendo unos a otros si es que todavía existiera la humanidad y no un enjambre de cucarachas sobre nuestros despojos. Con escasas excepciones, la humanidad antes de Cristo no tenía muchas esperanzas. Hubo intentos racionales precristianos, como los de los filósofos griegos, que vislumbraron un mundo con cierta justicia, pero siempre faltaba el amor a los semejantes y también al resto de la creación: nada distinto de lo que todavía se encuentra en el mundo en aquellos lugares donde ignoran la existencia de un Dios misericordioso. Los críticos del cristianismo suelen armarse con los muchos errores que se cometieron a lo largo de la historia, pero nadie puede dudar de que el amor a los semejantes es su mensaje elemental, opuesto completamente al de cualquier cultura donde todavía impera el sojuzgamiento del más débil.

Los ejemplos de ese mundo nuevo –por el que vale la pena felicitarnos, hacernos lindos regalos y brindar todo el día– son tantos que no caben en un libro bien gordo. Pero hay botones de muestra incuestionables. Van dos... o tres, depende cómo los cuente.

Por no ser culturas cristianas o poscristianas, todavía en vastas regiones del mundo no se respeta la igualdad esencial entre todos los hombres. El divorcio o el aborto, contrarios a la moral católica, solo son posibles donde el cristianismo estableció esa igualdad. Y la monogamia también es resultado de la igualdad, no solo entre el varón y la mujer sino entre los mismos varones. La poligamia supone, además de la degradación de la mujer, la preeminencia del más fuerte sobre el más débil, como ocurre entre muchos animales bastante cercanos a nosotros: el macho fuerte tiene las hembras de la manada y los débiles deben vivir aislados, aullando voglio una donna! como el protagonista de Amarcord arriba del árbol.

¿No le parece suficiente para que celebremos, brindemos con un buen espumante y nos hagamos regalos que aumentan nuestra felicidad? Nadie lo haría en un mundo en que no reine el amor al prójimo, y eso es lo más cristiano que hay; o poscristiano, que es otro modo de ser cristiano.