2 de febrero de 2018

El insoportable veraneo de los millennials


Podemos discutir si es mejor cambiar todos los años de sitio de vacaciones o volver al mismo lugar: las dos posiciones tienen sus pros y sus contras, pero le adelanto que estoy francamente a favor de repetir el lugar, porque encuentro de lo más relajante volver todos los años al mismo sitio de descanso. Entiendo que haya quienes prefieren cambiar porque en la variedad está el gusto; no lo voy a discutir, sólo déjeme que le explique que puede ser que la novedad descanse, pero de lo que estoy seguro es del estrés que produce.

Solía tomarme unos días en febrero en un bonito y escondido lugar de las sierras de Córdoba, a cinco minutos de un pueblo que me conoce desde mi adolescencia. También me conocen y conozco la fauna humana que rodeó nuestras vacaciones todos estos años, así que no eran ninguna novedad; más bien todo lo contrario: nos encontramos con las mismas personas un año más viejas y ellos nos encuentran un año más viejos a nosotros. Como han pasado casi doce meses, hay novedades que también se repiten como una monserga: por cada tienda que cerró hay una que abrió; por cada amigo que se volvió enemigo hay un enemigo que se amigó; por cada pareja que se desparejó hay una que se emparejó. Y así discurría la rutina amable de mis vacaciones hasta que este año me fui unos días al mar y en enero, para mi desgracia.

No le niego que extrañé a mis amigos emparejados y desparejados de las sierras en febrero, pero sobre todo extrañé la paz. Me sumergí sin que nadie me lo advirtiera en el mundo millennial de las grandes ciudades, pero en modo vacaciones. Gente desesperada por seguir a la misma velocidad que traía el resto del año, seguramente para no pensar. Después de verlos todos los días y todo el día durante tres semanas olvidables llegué a la conclusión de que los millennials son adolescentes de 40 años que no tienen paz.

Hasta este enero que acaba de terminar creía que eso de jugar con las olas del mar era cosa de chicos y en todo caso de adolescentes. No: aunque sean unos padres de familia barrigones, los millennials siguen jugando sin parar. Ya no construyen castillos de arena que se lleva la marea ni se divierten con el balde y la pala de su primera infancia. Como tienen la ansiedad de consumo intacta y más dinero que a los catorce años, se rodean de juguetes para millennials: tablas, velas de kitte-surf, canoas, skies, wakeboards, patas de rana, trajes de agua, carpa, cuatriciclos, motos de tierra y de agua, areneros... cantidad inmensa de artefactos que se venden en jugueterías temáticas para millennials.

En la playa apenas hay lugar. Los que no están subidos al cuatriciclo o a la canoa juegan a un deporte prehistórico que consistía en arrimar una piedra grande a una más chiquita. Han cambiado las piedras por fichas que llaman tejos, pero el juego sigue siendo el mismo que entretenía al hombre de Cromagnon. Las canoas o las tablas te golpean la cabeza en cuanto te descuidás y cada 30 segundos pasa un vendedor ambulante tocando una campana: choclo, bollos, churros, medialunas, sándwiches, tartas, pastaflora, café, helados... más tarde aparecen los iluminados que dan clases de todo, desde caligrafía japonesa a zumba, reiki crístico o yoga tántrico. La playa resulta una peatonal abarrotada de adolescentes cuarentones que pierden a sus hijos porque están concentrados en divertirse a costa de lo que sea. Refugiados en carpas cuadriculadas, unos pocos adultos buscan la paz en un libro o en una conversación, hasta que se cansan y se mandan a mudar.

Los millennials son la generación líquida que se escurre como el agua en una canasta. Ellos mismos hacen un culto del verbo fluir porque no encuentran nada mejor que dejarse llevar por la corriente. Fluyen y por eso no duran en nada y no conocen la constancia ni el compromiso. Los describe cabalmente la selfie porque solo vale la foto de ellos mismos, siempre en primer plano.

Ojalá no sea una generación perdida y muchos se salven de la superficialidad egoísta que los identifica. Pero si se pierden, creo que no haría ningún esfuerzo por encontrarlos y mucho menos en las playas argentinas.